No podemos dejar de dedicar alguna atención al 450º aniversario del que ha sido considerado, junto con Cervantes, el mayor genio poético de todos los tiempos, con la singularidad de no haber escrito una sola página de prosa con intenciones de publicación. Pues, en efecto, al igual que ocurre en el caso de Cervantes, sucede que apenas hemos conservado dato alguno verdaderamente fiable acerca de la vida de William Shakespeare, lo cual ha dado lugar a interminables ríos de tinta entre cuyas negras aguas no faltan especulaciones francamente grotescas. La equivocidad comienza ya con las palabras de su primer biógrafo, John Ward, vicario de Stratford, que escribió medio siglo después del fallecimiento del poeta, cuando aún vivía su hija Judith, estas escasas e inciertas líneas: “Según mis noticias, Mr. Shakespeare era un talento natural, carente de todo arte –enseñanza o artificio, quiere decir-; en su juventud cultivó el género teatral, pero en su vejez retiróse a vivir a Stratford. Solía proporcionar a la escena dos obras al año, y debido a ello tenía unos ingresos tan grandes que he oído decir que gastaba a razón de mil libras anuales. Shakespeare, Drayton y Ben Jonson reuniéronse para celebrar una francachela y, al parecer, abusaron de la bebida, porque Shakespeare murió de una fiebre allí contraída. (Ben Jonson, también reputado dramaturgo, además de poeta de gusto clasicista y satírico, vivió entre 1572-1637). Pues bien: nada de esto parece ser siquiera mínimamente verosímil, según los investigadores”.
¿Qué sabemos, pues, de cierto? Muy poco, realmente. Que su padre, John Shakespeare (de shake: agitar, blandir, lanzar, y spear: venablo, lanza) desempeñaba diversas funciones administrativas, entre ellas la muy grata de catador de cerveza. Que solo un año después de la muerte de la reina Isabel, sería calificado por el historiador William Camden (rector de Westminster, 1551-1623) como uno de los grandes genios de su tiempo. Y que diez días después de llegar a Londres, Jacobo I crea mediante Real Decreto la Compañía de Actores del Rey, lo cual convirtió el elenco de Shakespeare en el más importante de la Inglaterra de la época, rango que mantuvo ya por siempre en vida del autor. Pero tal condición no era entonces del agrado de todos.
Ciertos opúsculos del tiempo -uno expresivamente titulado Espejo de monstruos- denunciaban al teatro y a sus profesionales y aficionados como cocodrilos que devoran la pureza y castidad de las personas solteras y casadas…, demonios que se deslizan al mundo a hurtadillas, enviados por su gran capitán Satanás (bajo cuyo estandarte militan), y para engañar y arrastrar a la gente al diablo con sus seductores espectáculos. En otro, se los calificaba de monos, sabuesos del infierno, víboras, minotáuros, sepulcros blanqueados, perros y roedores… Evidentemente, debía ser gente magnifica. Thomas Lodge, otro dramaturgo, había escrito también en este sentido: No quiero escribir nada engendrador de oprobio ni someter mi pluma al deleite de los bellacos de a penique sino vivir con fama y escribir por alcanzarla (lo que recuerda a la famosa defensa con que Lope replicaba a los que criticaban manera de componer comedias: Cuando tengo que escribir una comedia, encierro los preceptos con seis llaves, arrojo a Plauto y Terencio de mi estudio…y escribo de acuerdo con el arte inventado por los que buscan el aplauso vulgar. Pues, como el vulgo paga por ellas, forzoso es hablarles como a lo necio para complacerlo.) El propio Thomas Kyd (1558-1994), por aquel tiempo, escribió un indecente libelo acerca de la perversa naturaleza de Cristopher Marlowe (1564-93), autor de obras como La trágica historia de Fausto y Tamerlán el Grande y amigo de Shakespeare – doblemente indecente por cuanto Kyd había sido íntimo de Marlowe, y aprovechó, sin embargo, su panfleto para contrastar con los vicios de aquel sus propias virtudes. Más las riñas entre cómicos en el periodo isabelino no se quedaban cómodamente fuera de los escenarios: el realismo teatral que conoció Shakespeare era tal que los actores se batían en el escenario con espadas o pistolas de verdad, y, en una ocasión, según se cuenta, un personaje debía ser fusilado contra un muro, se desvió la bala y mato a una mujer que se hallaba entre el público.
En cuanto a la exacta cuantía de sus fuentes de ingresos, tampoco sabemos demasiado: Sólo gastando lo gastado vivo,/ como el sol viejo y nuevo es cada día, declara en el soneto número 76 (LXXVI), aunque no falta quién especula que Shakespeare, juntamente con la fama, alcanzó la respetabilidad y el prestigio social que suele deparar la riqueza; con todo, después de su retiro de la actividad como actor, pocos años antes de su muerte, aún siguió escribiendo para el teatro, desde su aislamiento en New Place, postreras obras como Cimbelino, La tempestad y Cuento de Invierno (Grandes personajes: Shakespeare, editorial Labor, S.A.). Su epitafio, presuntamente redactado por él mismo, decía: “Buen amigo, por amor de Jesús,/ no pises el polvo aquí encerrado./ Bendito sea el que respete estas piedras/ y maldito el que mueva mis huesos” (a menudo se interpreta estas últimas palabras en el sentido de condenar a aquellos que en el futuro husmeen en los secretos de su vida, peregrina exégesis que debería sacar los colores a la legión de expertos en el excelso vate).
En lo que se refiere a la lírica shakespiriana, se ha dicho que los sonetos tienen una acción y unos protagonistas. La acción se compone de secuencias líricas, de las cuales va construyéndose lentamente la tragedia. Los protagonistas son tres: un hombre, un muchacho, una mujer. Estos tres personajes agotan todas las formas del amor y pasan por todos sus grados. Consumen todas las posibilidades de traición y todas sus formas, todas las posibles relaciones del amor, la amistad, los celos. Pasa por el cielo y por el infierno. Pero la poética de los sonetos no es petrarquiana y mejor se le adapta una definición distinta: pasan por el Edén y por Sodoma. El cuarto personaje de este drama es el Tiempo, parecido a unas gigantescas mandíbulas, que devora al hombre y sus obras. Como se sabe, los sonetos están dedicados a un misterioso personaje mencionado únicamente por sus iniciales: “W. H.”. La conjetura más divertida –y no más rebuscada que el resto- sobre la identidad de “W.H.” es la de Edmund Malone, experto que hacia fines del siglo XVIII señaló que en el soneto XX la palabra Hues (o Hews) aparece impresa en mayúsculas y en bastardilla, lo cual, sumado al hecho de que en sonetos posteriores (concretamente el 135 y el 136), hay un juego de palabras alrededor de la palabra Will -“querer” o “voluntad”, en inglés-, llevó a Malone a ver, mediante este juego, una manera clandestina de aludir el poeta al nombre y apellido de Will Hews, un joven actor de la compañía a quien siempre se encomendaban los papeles de mujer, teoría apoyada entusiásticamente en el s. XIX por Oscar Wilde, en tanto en cuanto alinea a la pluma inglesa más grande de todos los tiempos entre la nómina de los artistas de condición homosexual de las letras mundiales. Y hay que decir que este es un dato –en sí irrelevante, pero históricamente interesante- probablemente cierto, aunque no de una certeza absoluta, pues como apunta el historiador Lyly: en el Renacimiento empleábase para la amistad entre hombres los vehementes y apasionados términos que las futuras generaciones reservaron para el amor sexual, y, así, cuando Porcia habla del entrañable amante de mi señor, no se refería a sí mismo, sino a uno de los amigos de Bassanio. Ciertas expresiones de Shakespeare resultan anómalas en el siglo XX, más no tenían nada de extrañas en el XVI.
Sea como fuere, bajo la rubrica de William Shakespeare se han firmado algunas de las mejores y más representadas funciones de la dramaturgia mundial, y por esta razón ha sido y sigue siendo venerado como una deidad (What a piece of work is a man! How noble in reason! How infinities faculties!… Like an angel… Like a god!, escribe él mismo en Hamlet) capaz de desaparecer –como punto de vista- de sus propias obras. El propio John Milton, pocas décadas después de la muerte del poeta, concibió estos versos sobre la figura casi sobrehumana de Shakespeare:
Desde los cielos de tu nunca bien ponderado libro
estas líneas délficas leen de emoción transidos,
y ahora, de nuestra propia imaginación privados,
haz que, contigo, mármol seamos con tu expresión excelsa
El índice de sus obras es, por orden cronológico: Enrique VI (tres partes; Juana de Arco); Ricardo III; Tito Andrónico; Trabajos de amor perdido; Los dos hidalgos de Verona; La comedia de los errores; La doma de la furia; Romeo y Julieta; El sueño de una noche de verano; Ricardo III; El rey Juan; El mercader de Venecia; Enrique IV (primera y segunda partes); Mucho ruido y pocas nueces; Las alegres comadres de Windsor; Como gustéis; Julio César; Enrique V; Troilo y Crésida; Hamlet; Noche de Reyes; Medida por medida; Todo está bien, sin bien acaba (o A buen fin, no hay mal principio); Otelo; El rey Lear; Macbeth; Timón de Atenas; Antonio y Cleopatra; Coriolano; Pericles; Cimbelino; El cuento de invierno; La tempestad; Enrique VIII.
¡Feliz cumpleaños, maestro!
¿No fue en “Timón de Atenas” donde Shakespeare dice del dinero ser la gran hetaira?
«¡Oro!, ¡oro maravilloso, brillante, precioso! ¡No, oh dioses, no soy hombre que haga plegarias inconsecuentes! (Simples raíces, oh cielos purísimos!) Un poco de él puede volver lo blanco, negro; lo feo, hermoso; lo falso, verdadero; lo bajo; noble; lo viejo, joven; lo cobarde, valiente ¡oh dioses! ¿Por qué?) Esto va arrancar de vuestro lado a vuestros sacerdotes y a vuestros sirvientes; va a retirar la almohada de debajo de la cabeza del hombre más robusto; este amarillo esclavo va a atar y desatar lazos sagrados, bendecir a los malditos, hacer adorable la lepra blanca, dar plaza a los ladrones y hacerlos sentarse entre los senadores, con títulos, genuflexiones y alabanzas; él es el que hace que se vuelva a casar la viuda marchita y el que perfuma y embalsama como un día de abril a aquella que revolvería el estómago al hospital y a las mismas úlceras. Vamos, fango condenado, puta común de todo el género humano que siembras la disensión entre la multitud de las naciones, voy a hacerte ultrajar según tu naturaleza.” (…)
«¡Oh, tú, dulce regicida, amable agente de divorcio entre el hijo y el padre! ¡Brillante corruptor del más puro lecho de himeneo! ¡Marte valiente! ¡Galán siempre joven, fresco, amado y delicado, cuyo esplendor funde la nieve sagrada que descansa sobre el seno de Diana! Dios visible que sueldas juntas las cosas de la Naturaleza absolutamente contrarias y las obligas a que se abracen; tú, que sabes hablar todas las lenguas (XLII) para todos los designios. ¡Oh, tú, piedra de toque de los corazones, piensa que el hombre, tu esclavo, se rebela, y por la virtud que en ti reside, haz que nazcan entre ellos querellas que los destruyan, a fin de que las bestias puedan tener el imperio del mundo…!»
Citado también por Karl Marx en Manuscritos económico-filosóficos.