25 de mayo, día de las elecciones europeas, un amigo interventor de Podemos me cuenta la siguiente escena: aparece en el colegio electoral una gran familia que se dirige hacia las mesas de las papeletas, el patriarca se planta delante de ella y vocifera: “¡Aquí están las papeletas del partido de Pablo Iglesias! ¿Cuántos somos?”. Y como si se tratara de encargar una paella, “¡Nueve! -le contestan-“, “¡Hala, tomad!”. Y coge un taco que se reparten entre todos. Este mismo amigo me cuenta que dos interventores del PSOE le confiesan esa mañana que han votado a Podemos. En mi colegio electoral también pasaron y vi cosas, parejas de ancianos, mujeres solas, y un chico con pantalones pitillo y zapatillas modernas, y yo, votamos a Podemos. En diez minutos fuimos cinco. Los que no teníamos ilusión ninguna, sino predisposición al batacazo, tuvimos aquella mañana un buen presentimiento. Ha pasado una semana desde aquel día y es un buen momento para reflexionar sobre lo ocurrido.
Analicemos algunas cosas, superficialmente, para empezar. El perfil del líder y del movimiento: desde luego es otro, quiero decir novedoso, al menos en España. Por ejemplo, es inaudito este carácter rematadamente mediático del candidato. Estamos tan acostumbrados a que a cierta izquierda se la boicotee sistemáticamente en los medios de comunicación que el hecho de que el líder de una agrupación tal, en plena campaña electoral, salga tanto y en ciertas cadenas ya nos hace sospechar. Ahora miremos también el discurso, ¿qué decir de él? Formalmente es retórico, club-de-la-comedia antisistema, a la vez que repelentillo y aparentemente prefabricado. ¿Y qué decir de la agrupación? Que no es un partido, no lo olvidemos, muchos les han votado por eso. Lo que sea que es, se ha creado en campaña y para la campaña, hasta ellos lo reconocen. ¿Y la metodología?: los círculos, que toman su nombre de los círculos bolivarianos de Venezuela y pretenden ser ejercicios de democracia directa. Los que lo han probado dicen que lo son y que “eso engancha”.
Vamos a ver ahora la prehistoria de algunos de estos elementos. Durante el 15M se llegó a hacer explícita una insistente anti-reivindicación, inquietante para algunos, de que aquello no iba ni de izquierdas ni derechas, sino que se trataba de la expresión de una indignación generalizada. “Esto no es una crisis es que ya no te quiero”, decía uno de aquellos maravillosos carteles. No solo no te quiero sistema económico, sino tampoco te quiero sistema político, ni a todos tus compañeros: partidos tradicionales, sindicatos, partidos anti-sistema tradicionales, incluso movimientos sociales definidos en militancias cuasi institucionalizadas. Y así veíamos camufladillos a los de IU en las asambleas, a Izquierda Anticapitalista, ese joven partido mini-minoritario, apoyando al movimiento, pero sin integrarlo él mismo como organización, de modo que los anticapitalistas tuvieron que meterse en el ajo “a nivel personal”, como decían. Hasta del feminismo militante se sospechó. Recordemos aquel asunto de la pancarta feminista que rezaba “La revolución será feminista o no será”, que si la quitaban, que si a los que la quitaron les pitaron unos, que otras la pusieron otra vez y los otros les volvieron a pitar. Y todo el lío por aquello de no adscribirse a organizaciones, formaciones o movimientos precedentes. Luego recularon y la pancarta volvió, pero mira, con ciertas resistencias.
Y es verdad que eran nuevos. Y allí fuimos los de siempre esperando ver a los de siempre de militancias dispersas y fiesteras, de okupas, feministas, primeros de mayo, ecologistas… Pero no, allí estaban unos otros sorprendentes, y los militantes de toda la vida se paseaban como turistas a ver qué estaban haciendo aquellos otros cuyas caras no les sonaban. Pero pilotaban el cotarro, y desde el centro de la plaza y entonado ingeniosísimas consignas (si se pueden llamar así a una frase que no se presta a ser rumiada). Estos otros también moderaban asambleas con habilidad y delineando unas reglas curiosas bastante eficaces. Eran asambleas en las que se llegaban a conclusiones que se transmitían a las otras asambleas, y en las que participaba todo el mundo, no solo los bienhablados. Y todo esto desde una nueva, extraña e inocente convicción de que eso era algo contante y sonante. Después, y mientras tanto, fueron las asambleas nocturnas en las plazas aledañas, las asambleas específicas y temáticas. Algunos ya suspirábamos melancólicos y escépticos creyendo saber que “eso, tan bonito, al final, ya verás, no llegará ningún sitio”. Y se montaron las comisiones de esto y de lo otro, y finalmente, cuando la cosa se desalojó, las asambleas de barrio confirmarían nuestros temores de disgregación y degeneración, pero que, persistentes como mala hierba, continuarían escuálidas hasta hoy, benditas ellas. Y por fin destacó Stop Desahucios y ganó, más de lo que se imaginaba. Y las mareas, la verde de la educación que no ha conseguida nada, la blanca de la sanidad que sí, y la azul, la del agua que ahí sigue luchando. El legado del 15M no es poca cosa. Nos equivocamos, sí quedó en algo, qué bien. Pero se trata de un legado de movimientos vinculados a la defensa de necesidades básicas y no de cuestiones ideológicas generales o globales, y ahí es donde radica su implantación y logro.
“Ya no te quiero…” dicen: ya no queremos a nadie porque ya no nos sirven; no queremos a la familia real, totalmente deslegitimada una vez se ha desbloqueado el blindaje mediático, hasta el punto de que Juan Carlos ha tenido que abdicar hoy mismo ante el subterráneo nivel de popularidad que había alcanzado; no queremos a los partidos, con sus las corrupciones negadas y no sancionadas legalmente ni asumidas; no queremos a los grandes empresarios y bancos que con soberana impunidad en connivencia con políticos, montan y desmontan sus tinglados arrastrando con ellos a miles de trabajadores y ahorristas; no queremos a estos sindicatos, apenas hizo falta que vinieran los ultra-liberales de UPyD a cuestionarlos como tales, abiertamente, ni que sacaran las fotos de la colección de rólex de Cándido Méndez, porque ya llevaban tiempo recluidos en el espacio endogámico de sus afiliados y decepcionando, firmando acuerdos infumables sobre retrasos de la edad de jubilación y contención salarial, entre otros.
En este contexto de deslegitimación generalizada, aunque la infraestructura activa del movimiento 15M se fue desperdigando, no así la desconfianza ni el resentimiento. Y es natural, pues la degradación vital se ha ido agudizando y consolidando, no sólo para las clases populares sino también para las clases medias. Dentro de las clases populares, los sectores sociales más desfavorecidos perdieron ayudas, sus compensaciones económicas, escolares y sociales; los que tenían empleo lo perdieron, o lo mantuvieron en condiciones deterioradísimas, igual con las escuelas y servicios públicos de calidad, y vieron volatilizarse sus mínimas expectativas de ahorro para, por ejemplo, empezar a o terminar de pagar una hipoteca, si tenían la “suerte” de cargar con esa cruz. Y dentro de este grupo, los jóvenes se han visto abocados al paro, a la precariedad, a la descarada explotación llamada “formativa” o a la emigración, con cero expectativas de independizarse y hacer una vida adulta digna. Y luego están los niños, en quienes se ceba trágicamente el deterioro socioeconómico, y llegaron los informes de Cáritas sobre el alto índice de pobreza infantil en España. Por su parte, las clases medias perdieron la esperanza de un piso más grande, o de sacar algo o más tajada con el segundo que tenían y, dentro de este grupo, los jóvenes y menos jóvenes, de que papá y mamá les echaran la mano con una entrada de un piso, de tener la beca de estudio, de comprarse un coche, de sacar plaza de funcionario, de poder pagar a sus hijos un cole privado laico y progre de puta madre. Cada cual perdió lo que tenía y lo que esperaba, lo que por derecho le correspondía o lo que por posición se le garantizaba.
Pero no nos engañemos, a través de las desigualdades estructurales, el desmantelamiento de las garantías no ha movilizado aún a los de más abajo, sino a estos intermedios, aquellos que hasta el momento sólo adolecían de la atrofia política típica que resulta del escepticismo, ese cómodo y patológico lugar al que se llega cuando no se ha ido a ningún sitio. Básicamente porque no les hacía falta ir, porque las clases medias tenían un cómodo lugar de referencia, aunque fuera proyectado. Ahora ya ni eso. Y todo ha ido demasiado rápido.
Mientras tanto, ciertos intelectuales universitarios seguían dándole vueltas y vueltas a la cabeza buscando aquí y allá herramientas para producir un discurso eficaz. Sí, eficaz. Porque ya estaban por ahí los anticapitalistas con su altísimo nivel teórico, haciendo grandes y acertados análisis económicos, históricos, políticos, sociológicos; con sus cursos de formación, sus asambleas, sus campamentos de verano, sus comunicados, trabajando espacios y escenarios en los que desde luego se forjaron reflexiones, militancia, teoría, bien a la izquierda, una izquierda consistente. Eran un partido, Izquierda Anticapitalista. En las europeas de 2009 sacaron 25.000 votos. Mierda de democracia. Nadie los conocía, nadie los entendía (una cosa lleva a la otra). Algunos se dieron cuenta de que tenía que haber otra manera. Otra manera.
¿Podemos ahora hablar de populismo? Pero no como Rosa Díez, ni como nadie de por aquí. No, sí, hablemos de populismo. Eso a lo que siempre en Europa se ha apelado con aires de superioridad, para analizar las prácticas y maneras políticas “subdesarrolladas” de los regímenes americanos presididos por figuras como Chávez, Fidel Castro, Perón, etc. Y no sólo apelado: con escuadra y cartabón se ha dibujado en las universidades españolas este fenómeno connotado negativamente, desde un profundo desprecio olímpico e ilustrado. Recuerdo perfectamente las clases sobre regímenes e ideologías políticas en la Facultad de Políticas de la Complutense, clases en las que se estudiaba el peronismo no como un ejemplo de populismo, sino como paradigma encarnado parlante, realidad transhistórica con respecto a la cual se podía determinar, por comparación, el nivel de populismo de cualquier otro movimiento o formación política. Es una pena que ahora sea tan difícil encontrar en las librerías los textos de Ernesto Laclau, quizás hallaríamos ahí alguna clave no eurocentrista para pensar esta cosa. Porque desde las categorías europeas lo que resulta de su estudio es que populismo acaba funcionado como antivalor, más para la izquierda que para la derecha. Esta concepción arraiga en un principio republicano desde el cual los derechos (o garantías) políticos tienen como titular a la ciudadanía en su conjunto, haciendo abstracción de la estructura social de clases. Las formaciones y partidos marxistas corregirán la carencias que genera esta abstracción introduciendo el elemento y la reivindicación de clase y desarrollando los derechos económicos y sociales. Porque desde estas categorías se presenta el populismo como aquella interpelación vertical difusa que desde la posición de poder conforma al gobernado en masa, y de ahí el término “pueblo”, antecedente del actual “gente”. El liderazgo “personalista” del populismo funcionaría como manejo alienalizante, pues se separa a los gobernados de la soberanía de la que el discurso republicano los hace depositarios. Se deduce desde aquí que convertidos en masas, en pueblo, los sujetos se perciben unidos por lazos familiares, culturales, comunitarios, en definitiva personales, excluyentes y no abstractos y racionales como se debería. La acusación de demagogia es clara y pretende supuestamente neutralizar el potencial carácter manipulador –emocional− de las masas a través de este abuso de imágenes comunes favoritas y de fantasías comunes idealizantes. Pero tanto academicismo ha desembocado en una profunda incomprensión de la política americana y del populismo mismo, y de las estructuras sociales dentro de las cuales se generan y funcionan dichas prácticas políticas, debido a que esa mirada parte de categorías políticas, creemos, inservibles para dichos contextos.
Y ahora se habla mucho de que en Podemos hay gente que trabajó con Chávez, y eso se usa para generar, por lo visto más arriba, desconfianza hacia ella. Porque, claro, es evidente que la manera en que Pablo Iglesias se dirige a la audiencia y se maneja en los medios de comunicación y mítines es muy distinta a la que estamos acostumbrados, y para la izquierda tradicional hay un componente populista que chirría. Pero quizás no es una pose, sino una estrategia que funciona en estas nuevas coordenadas sociopolíticas. ¿Cuáles? Hace un par de años, un amigo me decía que con la crisis íbamos hacia una “latinoamericanización” de España. ¿Y si es esto es lo que ha pasado? ¿Y si lo que está cambiando es la estructura social (tal y como describíamos más arriba cuando hablábamos de la crisis) y eso ha hecho que se hayan creado las condiciones para que cuajen cosas nuevas, nuevos discursos? ¿Y si el desmantelamiento del estado de Bienestar, de camino a ser reducido a mero Estado social o asistencial, ha vuelto ineficaz la locución “ciudadanía” por la descarada inexistencia del referente? Parece terrible tener que renunciar a ella, pero es que ya sólo la utilizaban los sinvengüenzas y los impotentes. ¿Se podrá volver a llenar de contenido tal cosa? Ese es quizás el reto para el que hay que coger nuevas armas. Y allá vamos, porque en el camino de esta disolución se ha dado un proceso ruidoso pero impredecible por el que los desposeídos políticamente, los espectadores impotentes des-ciudadanizados no por el discurso, sino por las prácticas excluyentes, y cargados, sí, de un sentimiento de indignación, han ido acumulando algo a la sombra. ¿El qué? Poder, porque se han caído del guindo y se han activado. Efectivamente, poder. Al fin y al cabo de eso trata la política y no de la justicia, que es lo que nunca hay. Se han producido esos movimientos estructurales, materiales y simbólicos que han puesto en el campo a un nuevo jugador, y ese jugador lleva milagrosamente acreditación para jugar. ¿¡Cómo la consiguió!? Se preguntan todos. Quizás también utilizando artimañas de los veteranos, vaya cabreo tendrán. Nos desconcierta. Pero ha entrado en el campo tensando las reglas y redefiniendo los criterios de reconocimiento. ¿Nos choca? ¿No nos gusta? ¿No nos identificamos con él? Si hablamos de Pablo Iglesias entonces tengo que decir: a mí no me gusta mucho. ¿Dices Pablo en uno de estos monólogos buenafuentes que se te eriza la piel escuchando cantar a Marilyn “Happy birthday to you”? ¿Y a mí qué me importa? Menos mal que el nuevo jugador no es solo Pablo Iglesias, sino Podemos. Y Podemos es muchas cosas: sí, vale, 15 o 20 cabecillas llamados “los tuerkos” o “La Promotora”, universitarios, jóvenes, listos, audaces, por qué no. Pero también incluye a toda la estructura de Izquierda Anticapitalista “los troskos”. Es sabido que esta integración es todo menos armónica, aquellos pilotando y los otros jadeando y protestando detrás de que no siempre se los tienen en cuenta. Luego están los círculos cargados de estas bases sociales estrenándose y entrenándose en prácticas deliberativas, que han decidido en asambleas el programa de Podemos. Y luego están los variopintos votantes que más arriba hemos tratado de localizar socialmente. Políticamente venidos del PSOE, de IU, del abstencionismo, jóvenes que votaban por primera vez. Lo que faltan son cuadros intermedios entre “los tuerkos” y los círculos. Ahora Pablo Iglesias se va supuestamente a Europa, y aquí en España comienza la labor de crear estos cuadros y de organizar, distribuir y gestionar el poder político, social y simbólico que se ha adquirido. Hay mucho trabajo por hacer. Ideológicamente se supone que hay ciertas bases comunes, pero los nuevos parlamentarios van soltando algunas perlas que chocan con tabúes de la izquierda sobre los transgénicos, la energía nuclear, la consulta catalanista, etc., que habrá que asimilar y repensar. También habrá lucha por el poder, dentro y fuera. El campo se reconfigurará, queremos que gane nuestro equipo, ¿no? Pues toca hacerlo, por ahora sólo tenemos la camiseta.
Como dijo alguien que conozco, mientras se verifica o no el Podemos, mantengámonos despiertos en el Veremos…
Brillantísimo análisis.
http://www.culturamas.es/blog/2011/05/19/%C2%A1nosotros/
¡Bravo Gimena! Pero como bien dices ahora toca trabajar y leyendo el programa de Podemos, la tarea no es pequeña para dotar de contenido a muchas “propuestas ilusionantes”. Y cuando se vaya haciendo quizá no estemos tan lejos de cosas que ya conocíamos… Lo mejor de Podemos es que a muchos nos está animando a reformularlas, mientras en Francia, Holanda, Alemania, Inglaterra,.. lo que se está reformulando es la extrema derecha.
buen análisis. gracias por compartirlo.
v´ssss
Una vez, en Madrid, hace unos 8 años mas o menos, escuché a G.Vattimo decir ante un auditorio intelectualísimo, izquierdísimo y entregadísmo algo así como que en Madrid había una posmodernidad pionera sin igual, y me hizo mucha gracia, porque parecía una chochez fruto de la exaltación eufórica del momento y lugar. Sin embargo me he acordado de eso últimanente. Hay un cruce de caminos por aquí en España, de tendencias intelectuales y políticas europeas por un lado y latinoamericas por otro. Parece, según dicen, que ha sido una cierta posmodernidad heteróclita, académica y militante la que ha sabido canalizar el descontento popular proporcionándole un discurso informado, articulado y comprensible, y un horizonte bajo el signo de la Democracia radical, lejos de identificaciones nacionales cerradas y excluyentes, en efecto.
https://repositorio.uam.es/bitstream/handle/10486/354/21840_Es%20posible%20pensar%20una%20renovaci%C3%B3n.pdf?sequence=1