Casi todo el mundo se sorprende de que tras la sonrisa de un cómico de éxito, tras sus palabras tan ingeniosas que parecen hacer brotar la esperanza y diluir las aristas de las cosas malas pueda existir una vida desgraciada, unos despertares que miran fijamente al abismo y le hacen sudar, la amargura oscura de quien cree intuir con certeza que tras el escenario no hay nada que consuele de verdad y todo es tan fugaz que casi no puede resistirse.
El público, a pesar de todo, siempre confía en que haya clavos ardiendo, oasis de paz perpetua, triunfadores que no sufran o no envejezcan y tengan una pócima mágica contra las calamidades de la vida que, al menos, se pueda soñar que existe desde la oscuridad de un cine o desde la complicidad expectante de un teatro donde creemos encontrarnos tan a salvo sobrevolando algún sitio al margen del tiempo.
Es difícil pensar que un hombre que se ha puesto en la piel de algunos personajes pueda estar infectado de tristeza y tenga que sostenerse a duras penas con prótesis que sólo alimentan su dolor y lo inundan de culpa. Difícil imaginar que un hombre que ha encarnado a Scan Maguire, el psicólogo herido ( “Sólo un médico herido puede intentar curar” decía Jung) que fue capaz de eliminar las trabas que impedían crecer al indomable Will Hunting, en un proceso en el que él mismo fue capaz de reconstruirse, fuera un hombre perdido mucho tiempo en un mar de melancolía.
Es casi imposible comprender que un hombre que interpretó a Malcolm Sayer, el médico modesto y curioso (como Oliver Sachs) que ayudó a despertar, por un momento, a los pacientes con encefalitis letárgica aparcados en una institución perdida como figuras de cera, o que dio vida a Adrian Cronauer, el locutor vivaz y descreído de Good Morning Vietnam, no haya sabido construirse una vida amable bajo las palmeras.
Cuesta mucho aceptar que el hombre que interpretó a John Keating, ese profesor de literatura que parecía poseer un secreto indestructible directamente conectado con la vida y que era capaz de animar, desde lo alto de una mesa, a buscar caminos nuevos se haya anegado en el río más previsible de la tragedia humana. Que no encontrara un salvavidas a tiempo, unas palabras que le permitieran poder mirar el mundo y recuperar la alegría de vivir directamente de cada flor de un cactus o de la luna de agosto o de esos recuerdos que flotan en la memoria como botellas llenas de la dicha de la infancia.
Robin Williams supo interpretar a ese perdedor lleno de autenticidad que presagiaba la supervivencia de los mejores, el nacimiento de otro mundo o la persistencia de lo más valioso, que raramente se encuentra entre los que se han perdido en las lógicas crueles y estériles del poder o en la estupidez suicida de lo más convencional. Sus personajes presagiaban un suelo, un último escalón para apoyarse y comenzar a emerger, sobre todo, a una vida elegida, deseada, bañada por ese lustre azul, dionisiaco, desde donde no da tanto miedo morir o todo tiene cierto sentido.
Pero quizá los cómicos son tan inteligentes que les cuesta reírse mucho tiempo de sus propios chistes o ven enseguida los remaches oxidados que sustentan los personajes que interpretan. O son capaces de crear clavos en los que otros se agarran porque oscilan arriba y abajo y saben demasiado y tienen demasiada nostalgia del mar cuando vuelven al desierto. Y a veces no lo aguantan más y deciden irse. O sólo es que su química cerebral es muy intensa y no pueden soportar la espuma gris que arrastran algunas emociones en los días rojos.
Las películas de Robin Williams que podemos volver a ver, como un brindis a la buena vida, en estas noches de luna de agosto. Para preparar clavos a los que agarrarse o para tirar botellas al mar de la memoria azul contra los malos tiempos o para decidir atrevernos, de una vez, a perseguir aquello que tanto queremos.
Tanta vida que se refugia en las cosas que casi no miramos y que luego añoraremos tanto …
A mi me sorprende que la gente se sorprenda de que un cómico lleve consigo la sombra oscura de la tristeza y la depresión.
Yo me atrevo a decir que este actor parecía llevarlo escrito en la cara, por muy cómico que fuera su papel.
Todos en mayor o menor medida estamos proyectando constantemente nuestra sombra, el inconsciente manifestado en pequeños detalles, al fin y al cabo está ahí, dirigiendo nuestras vidas más allá de las máscaras.
No es plato de buen gusto hablar de el lado oscuro, pero la única forma de vivir en equilibrio es buscar el consenso, integrar la sombra es la clave.
La lucha y la resistencia tienen consecuencias fatales. Una muestra es la de Robin Williams…
Ni mejor dicho Maria, lo que pasa es que vivimos en un mundo engañados por lo material y la alegría fingida para agradar a otros y el estigma de que di dices que tienes una enfermedad mental te ven con unos ojos diferentes lo sé porque lo vivi
Resulta interesante la compasión que levanta el caso de un famoso, cuando hay cientos de bipolares anónimos rechazados por su entorno… ¿Compasión? ¿Dónde está la compasión?
Cuando escribí este obituario no sabía que Robin Williams padecía una demencia de cuerpos de Lewy, algo que al parecer se detectó en la autopsia. Esta enfermedad genera cambios en el cerebro que alteran la percepción y desde luego las emociones y la conducta, con lo cual mi divagación sobre los cómicos y la tristeza no tiene en este caso demasiado fundamento.
Al parecer su esposa tampoco lo sabía cuándo notaba sus intensas alteraciones de ánimo y se notaba impotente para ayudarle. Acaba de publicar una carta donde lo explica.
http://elpais.com/elpais/2016/09/30/estilo/1475248625_038338.html