“Alguien a quien amar”: cuando no todo está perdido

Muy a menudo no nos damos cuenta de lo que cuesta a algunas personas despertar al mundo por las mañanas o despedirse de él por la noche, el paisaje desértico que tienen que atravesar, la cortina tan densa de soledad que los aísla y la intensidad del miedo que los oprime, lo que necesitan percibir una luz encendida o una mano que agarrar, para encontrar un poco de seguridad que les permita coger impulso o cerrar los ojos un rato, quizá para entrar en otro territorio de pesadilla del que despertarse aterrados.

No somos conscientes de que las cosas más sencillas pueden tornarse imposibles y que desde muy pequeños algunos pierden la posibilidad de tener confianza en lo que más necesitan para poder abrirse paso en la selva incierta de la vida. El núcleo que debería protegerlos se hace añicos y sólo les queda caminar con la sensación de que pueden ser devorados en cualquier momento, sin poder confiar en nadie.

El protagonista de la película tuvo una infancia difícil, un padre alcohólico que lo maltrataba y que le causó una herida que nunca se cerró, que había tratado de mitigar con muchas cosas, entre ellas las drogas que lo aliviaban momentáneamente y luego lo sumían en un abismo aún mayor del que había conseguido alejarse desde hacia pocos años. Pero por suerte también tenía la música, un talento que impidió que se deteriorara del todo y que le hizo conectar con el mundo y alcanzar el éxito cantando canciones que destilaban todo su sufrimiento y los anhelos que experimentaba desde el fondo de ese pozo, que misteriosamente se transmutaban en una forma de belleza que era capaz de consolar a otros seres solitarios o les abrían puertas de lucidez, de esperanza  o incluso de alegría que estaban cegadas para él mismo.

“Alguien a quien amar” (En du elsker / Someone You Love) narra la vuelta a su país (a su pasado) de un cantante de éxito íntimamente derrotado, magníficamente interpretado por Mikael Persbrandt, que ha renunciado a cualquier intento de relación interhumana, abrumado por la culpa de haber reproducido lo que tanto había odiado, convencido de ser un apestado que puede hacer daño, sólo unido a los otros por su música y por la relación profesional con dos mujeres que lo admiran y que le quieren lo suficiente como para soportarle sus recaídas, sus salidas de tono y sus caprichos. En Dinamarca encuentra a una hija que abandonó y que también está destrozada por la soledad, el rencor y la droga, y a un nieto de diez años que no conoce y con el que tiene que comenzar a relacionarse en contra de sus deseos.

Muy a menudo se da por supuesto que tras grandes traumas en la infancia la vida ya sólo puede ser una secuencia de desgracias, de reproducción de las mismas conductas que se han sufrido y de una psiquiatrización que nucan consigue nada que dure mucho tiempo. Como si todo lo valioso sólo pudiera ser conseguido por gente que nunca ha sufrido, que ha sido muy querida y a los que nunca ha faltado de nada. Pero muchas veces las cosas no son así y ocurren frecuentes paradojas.

En el éxito de una vida pueden influir muchos factores algunos de los cuales son puramente azarosos, estructurales, producto de los genes que nos constituyen y que nos conforman un cuerpo que tiene límites y posibilidades.  La historia de aprendizaje, el ambiente social es muy importante, a veces determinante. Pero no siempre, ni nunca del todo o al menos no para todo el mundo.

Quizá tengan que luchar contra emociones muy intensas, quizá fracasen algunas veces,  pero alguna gente puede prescindir de ellas, o al menos convivir con la distancia suficiente para concentrarse en lo que quieren hacer o al menos en lo que no quieren hacer en absoluto, en valorar y disfrutar el lado amable de la vida, la preciosa intimidad con los otros, a pesar de todos sus riesgos. Así el niño, que también tiene la afición del abuelo y que lo admira, le da la oportunidad de una redención, la posibilidad de reconstruirse de una forma no destructiva, aceptando sus errores pero apostando por la vida a pesar de saberla tan frágil y procelosa, a pesar de haber sufrido tanto, lo que por otro lado está en la base de su arte.

El director Laust Trier-Mørk construye una historia intimista, rodada de forma muy solvente, quizá algo previsible pero que apetece ver, como esos cuentos infantiles que no nos importa que nos cuenten otra vez aunque ya los conozcamos, aunque sepamos que quizá sólo son fantasías que muchas veces no se cumplen, pero que necesitamos imaginar, de vez en cuando, para  encontrar calor y aliento, lo que es una función no desdeñable del cine y de la cultura en general. La música como refugio en este caso, como expresión del dolor y de la belleza de otro mundo posible. La conexión que une a los dos y que puede salvarlos si aprenden a amar y a trabajar, hacerlos vislumbrar ese mundo de alegría que representa el concierto con el que termina la película.

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