En el portal de casa, ajustó bien los diminutos auriculares a sus orejas y el primer riff de ‘Sweet child of mine’ ya le cogió lejos de sus pensamientos. El sol le daba directamente en la cara -nada mejor que el sol de invierno, pensó-, aunque el viento frío que trepaba por su espalda le animaba a dejarse de complacencias y empezar a correr rápido cuanto antes, para sacudírselo de encima. Le gustaba controlar cada situación. Hasta la temperatura en los termómetros, si se dejaban.

Alcanzó pronto el paso de peatones. Disfrutaba de la liviandad de sus piernas, tras la tensión del día anterior. Siempre arriesgando, a la búsqueda de algo más. El semáforo no se decidía a cambiar de color y comenzó a impacientarse. Cada músculo le pedía acción, listo para empezar la carrera, pero el muñequito verde no aparecía. Miró a un lado y a otro, no vio ningún coche, así que decidió atravesar aprisa la amplia avenida. En tres zancadas estaría al otro lado. Pero, justo cuando apoyó el pie sobre la primera línea blanca, escuchó el brusco despertar de un motor justo a su izquierda. Retrocedió ágil, de nuevo hasta el refugio de la acera. El semáforo estaba verde para los vehículos, pero éste se había detenido, como si no se hubiera dado cuenta. Contrariado, miró de nuevo a un lado y otro para cruzar por delante del guardabarros imponente del todoterreno, que le llegaba casi a la altura del cuello. Pero no le había dado tiempo a lanzarse hacia delante cuando el motor rugió de nuevo. Pensó que era una broma y, sin detenerse ya, comenzó a correr. El coche arrancó entonces y frenó junto a sus pies.

Con un acceso de rabia se dirigió a la ventanilla del conductor, al que no había visto hasta entonces. Pero el tipo de las gafas oscuras ni le miró, permanecía con las manos bien ajustadas al volante. Mientras, escuchaba el sonido del acelerador, cada vez más ruidoso y rampante. El olor acre del humo que salía del tubo de escape empezaba a trepar por sus fosas nasales a la misma velocidad que sentía bombear la sangre bajo sus sienes. Estaba harto de la situación, así que optó por salir corriendo por detrás del coche, desde el mismo centro de la calzada. Con todos los sentidos alerta, dio varias zancadas largas, sin mirar atrás, con la otra acera como meta, un espacio a salvo que se le antojaba, de pronto, demasiado alejado. Avanzaba atento al sonido que ya esperaba, el de ese motor tras él, amenazador y acelerado. Pero no ocurrió nada. Su miedo pisó por fin el escalón salvador, con el corazón explotándole por dentro y volvió la cabeza para ver dónde estaba ese enemigo recién llegado. Pero tras él no había nada. La calzada vacía. Con la misma bruma a ras del asfalto que había cuando llegó hasta su borde.

Escuchó entonces, de nuevo, el estruendo del motor, pero ya no tenía un origen concreto y se revolvió, ágil, para buscar de dónde procedía…Asustado, un resorte desconocido para él, se incorporó en la cama revuelta. Alguien cortaba el césped abajo, en el jardín.

Esa mañana, la de la reunión decisiva, se había dormido. Su traje arrugado amaneció junto a él. Compañía imperfecta. Sacó los pies del calor de las sábanas, con el corazón aún en huida, y allí abajo estaban sus zapatillas azules y naranjas. Listas para salir a correr.

*Fotografías de Kato Yuzefovich y Carlo Ferrara.

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1 Comment

  1. says: Óscar S.

    Últimamente sueño algo parecido, pero nunca llego al otro lado. Habrá que comprarse las zapatillas…

    Muy bien contado.

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