Octubre parecía agosto. No porque los grillos amenazaban con reventarse sonando del calor, sino porque seguíamos de vacaciones. Tampoco era algo que preocupase a nadie en Pueblo Nuevo, condenados a vivir del mar y de los pocos oficios que quedaban en tierra; metidos por completo en la tarea de poner un plato diario en la mesa. A nadie salvo a mi madre, que no hacía más que revolverse en la cocina hablando sola mientras maldecía el momento de haberme parido allí.
Bertila improvisó una clase a primera hora de la mañana, mientras la masa del pan doblaba su tamaño; así dejaba de vernos corretear por las calles alterando la tranquilidad de los mayores. Se armó de una novela vieja que encontró, a la que le faltaba el prólogo y comenzó a leernos un capítulo a diario que nos mantenía atentos al pasar de sus páginas. Luego preguntaba las palabras que no entendíamos, aunque muchas veces el significado que nos daba se perdía en el tiempo mezclado con una explicación que nos dejaba con más dudas que al inicio. Los más pequeños no sabían siquiera de lo que hablábamos, pero no se movían de su sitio, por respeto o por hambre. Porque al final de la clase, si nos habíamos portado como la gente buena, Bertila nos premiaba con un panecillo sobrante del día anterior mojado en leche con canela.
Los padres lo agradecían, muchos de nosotros no podíamos faenar aún con las cuadrillas o -como yo- no teníamos a nadie que nos hiciera hueco en las embarcaciones. Escuchando aquella novela, llena de espadas y sangre pensé que, si terminaba la escuela, quizás mi madre podía enviarme a la ciudad a estudiar para maestra y regresar a Pueblo Nuevo para poder enseñar. Mi madre fue menos entusiasta con mi idea.
— Amelia, para salir de Pueblo Nuevo hace falta tener dinero. ¿De dónde lo vamos a sacar? — me dijo sin mirarme, cortando los chayotes que había traído esa mañana y que nos ayudarían a cenar por la noche.
— Siempre dices que lo mejor que nos podría pasar en la vida es salir de aquí, que este pueblo se nos hunde todos los días y que se van a quedar cuatro viejos a cerrar las puertas del cementerio.
— ¡No hables así por Dios! — dijo entre sorprendida y molesta — Aquí naciste, aquí estás creciendo Amelia.
— Y aquí nos vamos a morir de hambre mamá ¿no te das cuenta?

Salí a la calle arrastrando las zapatillas por el camino, con los lagrimones cayéndose de los ojos como gotas de lluvia de verano. Me senté en las escaleras de la escuela y comencé a merendarme un mango verde con sal. Era mi venganza silenciosa; mi manera de decirle a mi madre que no le temía ni a ella ni al tifus y de que estaba triste por sentir que el pueblo comenzaba a quedárseme pequeño. Fue entonces cuando la vi.
Tiraba de una maleta a la que se le había desprendido el asa y que debía pesar el doble que ella. No venía en el camión de los jueves, que hacía recorrido por los pueblos cercanos y en el que compartías espacio con gallinas en jaulas con las patas atadas o bolsas de naranjas recién cogidas. Llegó por el camino que va a La Ceiba y que llevaba más de una semana intransitable por las lluvias tardías de la temporada. Me miró y arqueó una ceja, no sé si por sorpresa o por mi rostro embadurnado de mango.
— Sabes que eso hace daño ¿verdad? — me dijo sentándose a mi lado y limpiándome la cara como a una niña pequeña con un pañuelo que se sacó del bolsillo.
— ¿Se me va a volver agua la sangre? — le pregunté con chulería.
— No, se te van a caer los dientes.
— Tú no eres de por aquí ¿verdad?
Pero no contestó, volvió a arrastrar la maleta y la subió los tres escalones de la entrada de la escuela. Sacó una llave de un manojo pequeño y empujó la puerta mientras se peleaba con el candado. No, no podía ser de por aquí, porque en Pueblo Nuevo todo el mundo se conoce, sabe dónde vive y qué matas de frutas tenemos en cada patio. Entonces ¿quién era aquella mujer apenas más alta que yo a mis doce años, con un manojo de llaves y una maleta? ¿Por qué se perdió tras las paredes destartaladas de la escuela?

Los gallos llevaban cantando toda la madrugada, anunciando que el amanecer sería fresco y con niebla. Arremetí uno de los costados del mosquitero que se había salido por debajo del colchón y me pegué a las sábanas. Hoy estaba dispuesta a saltarme el capítulo doce de la novela de Bertila para escaparme al patio de Olga y llevarme algunos lichis antes de que comenzaran a tumbarlos con el morral para venderlos en la tarde. Pero las voces en la calle no me dejaron volver a dormir y la curiosidad del alboroto me sacó de la cama. Junto a la puerta de la escuela, la misma mujer de cuerpo enjuto que ayer arrastraba una maleta con el asa rota.
Fuimos llegando sin prepararnos, con los ojos sucios y el pelo enmarañado. La mayoría no tenía lápices ni gomas del curso anterior o llevaba los mismos cuadernos para aprovechar las hojas limpias que quedaban. Ella nos esperó como si toda la vida nos hubiera dado clases; acariciando la cabeza de los más pequeños y sonriendo a los mayores con una confianza que se le salía por los poros. Fue entonces cuando reparé en cosas más allá de su metro cuarenta; tenía las piernas delgadas y los brazos parecían sacados de las marionetas que venían una vez al año al parque del pueblo. Los ojos claros y las uñas largas pintadas de rojo. Nos observó con aquellos ojos claros, mezcla de miel y cielo, antes de comenzar a escribir en la pizarra la fecha del día. Comenzaba para nosotros, con más de un mes de atraso, el curso escolar.
No fuimos capaces de contradecir a Margarita en seis meses de clases. En sus manos volaban las tizas sorteando desconchones y agujeros que habían ido aumentando con el paso de los años. Y con cada trazo nos enseñaba las sumas y las restas, las palabras llanas y las esdrújulas. Margarita dormía en el único espacio del colegio que hacía de almacén o cocina improvisada para los días de lluvia. Allí le habían armado un camastro y un fogón de luz brillante que todos rellenábamos como pago a su trabajo. Ella se sentaba en el mismo círculo, como una niña más de la clase y nos contaba los años en los que estudió en la Escuela Normal para Maestros y de las ganas de volver a Pueblo Nuevo porque aquí había sido muy feliz. La mirábamos de reojo, algunos más que otros, porque nuestro pueblo cada día se volvía un poco más fantasma y perdido de la mano de dios. Pero a ella no parecía importarle. Bertila traía pan al final de la mañana y Margarita permitía que las tablas de multiplicar dejasen de replicarse cual cántico, porque nadie aprende bien con el estómago vacío. Éramos felices dentro de aquella rutina, hasta que llegó Isidro y de las manos de Margarita dejaron de salir ángulos y diptongos.
Isidro apareció una mañana a primeros de mayo, cuando los grillos volvían a sonar deseando reventarse en su concierto. Irrumpió en la escuela sudoroso, con la camisa pegada al pecho y la barba crecida. Jadeando, apoyado en el marco de la puerta de la única clase nos pidió agua, como si aquella fuera la respuesta que necesitáramos. Margarita nos mandó a cerrar los libros y la puerta al salir, nos despidió pronto con una excusa inventada y no volvimos a verla en lo que quedó de semana. Mi madre se encogió de hombros al no poder explicarme por qué ya no tenía deberes que hacer por la noche o cuándo dejó de ser importante leer otro capítulo alumbrándome con el quinqué de la cocina.

— No sé lo que le pasa Amelia, ni sé quién es el hombre ese del que hablas. — dijo mi madre ante mi insistencia.
— Tienes que conocerlo mamá, aquí no puede esconderse nadie por Dios, estamos en Pueblo Nuevo. — solté enfadada y me metí en la cama a escuchar las gallinas que se movían arremolinadas en el palo del patio
Solo supimos que se llamaba Isidro y que su presencia consumía a Margarita que comenzó entonces a quedarse un poco más pequeña cada día. Sus brazos perdieron la fuerza que le permitían acariciar las cabezas marchitas en cada clase o que traían una guayaba para la merienda de los que no habían metido un pan con azúcar en la mañana. Perdió peso y las ganas de pintarse las uñas, hasta que una mañana no abrió la puerta del aula, dejándonos extrañados tirados en el portal de la escuela. Nos sentimos un poco huérfanos, de aquella mujer que había sido nuestra madre de letras y números aquellos meses. Los mayores repetimos entonces la lección a los más pequeños y cuidamos a los que lloraban porque no podían volver a casa tan temprano.
— Mamá ¿sabes qué está pasando con Margarita? Yo creo que ya no nos quiere. Ahora solo pasa el tiempo con Isidro.
—¿No decías que querías salir del pueblo? Estas son las cosas que pasan cuando te vas, que a veces el pueblo te persigue incluso de vuelta. No pudo quitarse el polvo del pueblo de sus zapatos ni estando fuera.
No entendí nada de lo que me dijo mi madre, ocupada en pelar unos plátanos machos que comenzaban a mancharle las manos. Pero estaba molesta, o triste, o quizás las dos cosas a la vez. Cortó un limón a la mitad y frotó el jugo entre sus dedos ennegrecidos por la fruta. Cada friega que se hacía venía acompañada de una conversación con ella misma de la que yo solo comprendía palabras sueltas. Mi madre no compartió conmigo ninguno de sus pensamientos, ni las habladurías del pueblo que después de dos semanas en las que Isidro no dejó salir a Margarita, contaban historias diversas. Pero las cosas dejaron de ser como eran en Pueblo Nuevo.
Hasta que un día, en medio de una mañana sin clases, la vimos desde lejos caminar por la plaza. Ya no tenía los mismos pasos, ni la misma mirada. Llevaba un vestido que parecía no haber sido suyo nunca y hablaba sola, con los brazos cruzados como si cargara con todo el calor del pueblo encima. Nadie se atrevió a llamarla por su nombre. Tal vez porque algo en ella, sin que pudiéramos explicarlo, ya no era Margarita. Con el pelo corto y las uñas largas, pero sin pintar, hablaba a todo aquel que quisiera escucharla, que Margarita se había muerto cuando era pequeña y que ella solo era Nenío, la que recogía los quilos. Bajo la saya de vuelo amplio lució un bolsillo enorme y allí fue acumulando todo lo que se encontraba a su paso; colillas de cigarros, algún centavo perdido o cascaritas de maní tostado. Sola y huraña, como si los meses anteriores no hubiesen pasado por su vida. Lloré al verla la primera vez, pero lloré sola, porque medio pueblo lejos de asombrarse agachó la cabeza y volvió a sus quehaceres diarios. Como si Nenío siempre hubiera vivido allí. No entendía qué estaba viendo. Su cuerpo era el mismo, pero no su manera de mirar, de hablar, de ocupar el espacio. Era como si una máscara invisible cubriera su rostro y el alma se hubiera mudado a otra parte. Esa mujer que andaba hablando sola decía que Margarita estaba muerta. Y tal vez lo estaba. Pero yo la había querido viva, y no supe cómo despedirme de ella.

Bertila retomó entonces el hábito de leer en grupos, para evitar que alguno de nosotros no pudiera terminar el curso o se fuese a faenar con los mayores ante el exceso de tiempo. Un día, a punto de terminar el día nos quedamos solas y mientras recogíamos los pupitres destartalados y limpiábamos las paletas de los restos de migas de la merienda le pregunté.
—¿Qué le pasa a Margarita? ¿Por qué no quiere ya darnos clases?
— No es Margarita Amelia, es Nenío, siempre ha sido Nenío.
— No, es Margarita. — dije categórica. — no sé cómo se han olvidado de ella tan rápido.
— Nadie, nunca, la ha llamado así.
— Pero…
Y fue entonces cuando Bertila me contó cómo Margarita había sido Margarita hasta los quince años; pero a partir de entonces su vida se convirtió en una pesadilla y sobre ella comenzó a sobrevolar el estigma de una maldición. Se contaba en el pueblo que una noche, sentada la familia en el portal de la casa un forastero pasó junto a ellos y les auguró la desgracia; para Margarita una vida de desdicha, para su hermana una muerte prematura. El padre paralizado por un instante no atinó a tirar del machete de detrás de la puerta a tiempo y al buscarlo, el hombre había desaparecido del pueblo. Su madre se santiguó y su hermana se metió en la cama llorando a mares.
Un año después comenzarían a cumplirse las desgracias con la muerte por fiebres tifoideas de la hermana y el matrimonio casi a la fuerza de Margarita, que no encontraba consuelo en la casa, pero sí en la cama. Los padres, intentando tapar la honra familiar, culminaron antes del año el luto riguroso para dar paso a la celebración apresurada de la unión marital. Fue un desastre desde el principio; Isidro la sacaba a rastras del lecho, cansado de aquella mujer que necesitaba templar sus fuegos interiores en posición horizontal varias veces al día. Era un escándalo del que todo el pueblo se convirtió en espectador, viéndola deambular en ropa interior o sin ella, esperando que alguien le abriese la puerta de su casa. Desde una ventana, Isidro le gritaba con burla “Nenío recoge quilos”. Nadie hizo nada por ella, porque cada uno en Pueblo Nuevo ya tenía bastante con su propia vida como para estar metiéndose en cama ajena.

Fue entonces cuando comenzó su costumbre de recoger por las calles cuanto se encontraba y de hablarle a todo el que quisiera que ella no era Margarita, que era Nenío y que Isidro no podía apagarle su fuego uterino por más que ella se lo pidiera. El bolsillo dentro de la saya crecía y botaba sobre su pierna, repleto de cualquier cosa que guardaba cual tesoro, suyo o ajeno. Tenía períodos de lucidez que le duraban meses y en los que volvía a ser la mujer de siempre; pequeñita y amable. Entonces intentaba recomponerse aquel matrimonio maldito; Isidro con burlas, Margarita con llantos. En un arranque de claridad dijo que se marchaba a la ciudad, que un pariente lejano se haría cargo de ella y que la verían los doctores. Al poco tiempo Isidro también se marchó del pueblo, algunos decían que, para buscarla, otros que para seguir llamándola Nenío.
No se supo nada de ella hasta que apareció, convertida en maestra, tirando de aquella maleta con el asa rota. Para muchos fue una sorpresa, pero volvieron a ver a la niña de quince años que jugaba con su hermana y olvidaron lo demás. Menos gracia había hecho la vuelta de Isidro, sobre todo en ese momento en el que los niños parecían haber encontrado el amor por los cuadernos y los lápices.
— Pero Isidro, ¿Por qué va con ella a todos lados? ¿Por qué no la deja en paz?
— Porque estas son las cosas que pasan cuando te vas, que a veces el pueblo te persigue incluso de vuelta.
Me quedé sentada en el mismo escalón donde aquel día conocí a Margarita, envuelta en una nube de dudas y nostalgia. Con el pecho a reventar de ganas de marcharme para siempre de Pueblo Nuevo, de sus miserias y maldiciones.