Decía Yourcenar que la sensación de intimidad que encontraba en el Louvre justo después del cierre, cuando los vigilantes nocturnos desplegaban sus catres de tijera entre las estatuas, era única. No es difícil imaginarla mientras remoloneaba para salir, dejándose la mirada en cada cuadro, como si fuera la primera vez que apreciaba cada uno de sus detalles.
Recordaba esas mismas sensaciones hace unos días, al tiempo que avanzaba hacia el interior del Museo del Prado por una Puerta de los Jerónimos sin colas, en un espacio despejado que se desperezaba para mí con las primeras luces, con todas las oportunidades que sus salas vacías podían ofrecerme un lunes cualquiera. Ante mí estaban, intactos, todos los itinerarios posibles: los recorridos que podían llevarme de una obra a otra con un orden que no podía anticipar, empujada por la intuición, sin mapas, o esos que podía emprender si seguía el rastro de un cuadro concreto, una búsqueda en el horizonte próximo que podía surgir de la necesidad de ver una luz, un color, una mirada, igual que si tuviera la voluntad urgente de encontrarme con alguien. El hambre de cuadros existe y esas citas con ellos, como todas las citas que tienen que ver con el deseo, alcanzan mucha más intensidad en los espacios vacíos, aunque ya sepamos que quienes se aman pueden hacer desaparecer hasta el fragor de un estadio a su alrededor.

Tan solo anticipar ese museo vacío me llevó a descubrir qué pocas cosas son necesarias para construir el olvido frente a todo lo que llevamos sobre la espalda. Cómo basta una guitarra rasgueada por alguien que ama a Falla en ese pasillo de entrada y el rumor fresco, como el de aquel cañaveral de Marsé, que llega desde los árboles que abrazan el edificio, para dejar atrás el tráfico, las conversaciones, los pensamientos rumiados una y otra vez… y entrar. Entrar en el Museo del Prado un lunes sin gente puede significar descubrir una exposición con la que no cuentas, o una nueva manera de barajar los cuadros en una sala, o, incluso, pinturas que han estado en los almacenes un tiempo y que no conocíamos, tesoros sorprendentes que nos gustaría que se quedasen sobre las paredes, que no volvieran a la oscuridad de sus cajas. Y podemos llegar hasta las salas que contienen el XIX español y perdernos en esa época en la que los pintores amaban mostrar la belleza sublimada, todo lo que puede dar de sí un color, la luz que entra desde una ventana, el rincón oculto de un jardín, o el escorzo delicado de una dama.

Ahí están todas las mágicas salas, la 60, la 61, la 62, la 63… con imágenes del mundo y de sus detalles tal y como los veríamos si fuera perfecto, si nada le hiciese sombra.

En ellas es posible descubrir la Venecia que amaba Martín Rico y también la que prefería no ver. Podemos comprobar con una sonrisa cómo este discípulo de Madrazo y amigo de Fortuny eliminaba de sus cuadros todo lo que pudiera oscurecer la belleza que él contemplaba. Con esa voluntad borró una cárcel construida junto al Puente de los Suspiros en una de sus panorámicas deslumbrantes de la ciudad.

También en esas salas está Fortuny y su manera preciosista de captar la luz, ante la que podemos preguntarnos sobre la increíble precisión y el detalle de miniaturas como ‘Marroquíes’, un cuadro tan pequeño y delicado que es imposible imaginar la forma en la que dejó el peso de cada pincelada sobre el bastidor.
 
Desde ahí, es posible ponernos en la mirada de Raimundo de Madrazo y contemplar sin tiempo los retratos y su manera de trasparentar la elegancia de sus modelos -esa alegre Aline Masson, su modelo favorita, un catálogo de sonrisas e ideal estético femenino del París burgués de finales del siglo XIX-, su serenidad, o perdernos en los picos abruptos o los bosques profundos y densos de Carlos de Haes. Imposible no sonreír mientras intuyo las sujeciones en los extremos de los lienzos, ésas que le permitían llevarlos en su maleta de madera portátil para buscar la naturaleza allí donde se encontraba. Imposible para él pintarla de otra manera.

Merece la pena perderse en algunos lugares, dejar que sean nuestros pies los que elijan las direcciones y no unos ojos que no saben dónde atender, anegados de belleza. Es una buena manera de llegar hasta las obras de Darío de Regoyos o de Aureliano de Beruete y del propio Sorolla. Pienso que esa soledad en la contemplación es la que elegiría un pintor para los futuros admiradores de sus cuadros, con ojos sólo para cada uno de sus detalles, para perderse en ellos sin prisa, con una medida propia del tiempo que poco tiene que ver con la redondez del que sugieren de los relojes.

La ciudad, a la salida del museo, no puede ser la misma. Contagiada por otras miradas, buscaba más detalles en cada encuadre. Cada parpadeo contenía -contiene aún- una imagen singular, y la luz modelaba los rostros, los árboles, cada objeto. Y nada me impide todavía hoy seguir el mismo ritmo intuitivo para elegir mi camino. Todo eso que es posible hacer cuando hay tiempo, cuando nada nos apremia y podemos detenernos en cada instante de esta primavera que aún promete tanto.

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