“(Mahoma es) un hombre espontáneo, apasionado, y sin embargo justo y bien intencionado. Lleno de facultades portentosas, del fuego y de la luz; de un mérito sin domar, completamente iletrado, desplegando la tarea de su vida en las profundidades del desierto”.
Sobre los héroes, Thomas Carlyle.
Todavía sigue caliente el reciente atentado de París, y ahora el de Túnez, y no parece que eso que llamamos genéricamente Occidente vaya a cambiar fácilmente de opinión en lo inmediato respecto a la imagen que éstos, en tanto que últimos episodios de una sangrienta serie de ataques del islamismo radical, han contribuido a formar en torno a la cultura de la Media Luna. Sin embargo, no siempre ha sido así. En la primera mitad del s. XIX, el escritor Thomas Carlyle, hijo del imperio británico, propuso una visión del Islam más favorable, sin duda romántica, que, aunque teñida también de algunas sombras, resulta hoy casi sorprendente para nosotros. Pues Carlyle, en efecto, que era un tipo imponente y enérgico, defendió la figura de Mahoma de un modo casi hollywoodiense en su célebre ciclo de conferencias Sobre los héroes, reservándole en exclusiva la categoría del héroe como profeta. Digo “hollywoodiense” por lo que la escritura de Carlyle tiene de épica pero también porque el ensayista no deja de insistir en que Mahoma era analfabeto (por cierto que de Jesucristo sólo mencionan los Evangelios una única ocasión en que escribiese algo, y queda poco claro si no se trataba más bien de dibujos en la arena…) hasta que “recibió” El Corán, y, por tanto, un creador de cultura en estado salvaje, lo cual se me antoja muy de ese cine de aventuras americano en el que el protagonista es un hombre de acción que gana tanto más crédito ante su público cuanto menos intelectual representa ser.
Sobre la figura histórica y personal de Mahoma[1], la cual reúne en torno a sí la responsabilidad individual de la creación de una política, una religión y una obra textual –El Corán que se le atribuye, aunque colaborando en esto con la mismísima divinidad- de dimensiones universales, poco o nada se enseña en nuestras escuelas occidentales. Hay que decir primero de todo que el mahometanismo reacciona contra el polidemonismo originario de Oriente Medio, un culto que tenía su sede en piedras o fuentes sagradas. El rito en torno a estos lugares de culto no se celebraba, en efecto, sólo para recibir fuerza del objeto en cuestión, sino también para sujetar a la divinidad o potencia, para forzarla o rodearla de un círculo de protección mágica, como señala Andrae. Mahoma asimila a su panteón presidido por un solo Dios singular -por no decir “filtra”, en una práctica muy común a cualquier religión nueva-, esos otros dioses ancestrales transformando a los masculinos en chinns (espíritus malignos, reos, pues, de idolatría), y a los femeninos en ángeles intercesores. Así y todo, el paganismo recusado por Mahoma ya reconocía la potestad suprema de Alá (como es sabido, Al-ilah significa sencillamente “El Dios”) tan solo como Señor de la casa, entendiendo por “casa” la Caabah, piedra negra de la Meca que Mahoma se ve poco menos que forzado a aceptar en tanto centro de veneración como vestigio del culto naturalista previo a su predicación. Sobre esta sustitución dice Carlyle… “El Islam devoró todas estas sectas estridentes y vanas y creo que tenía derecho a hacerlo. Una vez más fue una realidad directa desde el gran corazón de la naturaleza. Idolatrías árabes, fórmulas sirias, todo lo que no era igualmente real tuvo que llegar a su fin, mero combustible muerto, en varios sentidos, para esto que fue fuego”.
En ese tiempo existían todavía sacerdotes, videntes -cubrían su cabeza- y poetas, pero no, desde luego, profetas. Pero cuando Alá quiere elegir un profeta, elige primero la mejor estirpe y luego al mejor varón, dice, en un alarde de inmodestia, Mahoma. Casado por aquel entonces con Jadicha, y llegado ya a la cuarentena, sobrevino, en efecto, según la leyenda, su primera revelación de manos del arcángel Gabriel -un estrépito que le arranca el alma-, y lo que escucha de labios del mensajero es esta imperativa palabra: Iqra, es decir, “¡Lee!”. La revelación mahometana consiste, como se ve, en una escritura, El Corán en último término, al modo como para el judío en clave alfabética ha diseñado Jehová el universo[2], con la consecuencia de que por esta razón la evolución de la lengua y acaso del pensamiento se detuvo para el musulmán ultraortodoxo en el s. VI d.C. El “arte del buen decir”, en cualquier caso, es sumamente valorado por el Islam: en tiempos de Moisés se apreciaban especialmente los encantamientos; en los de Jesús, la medicina; y en los de Mahoma, la elocuencia, de la que El Corán recoge puntualmente sus cinco formas exaltadas al milagro estilístico. De nuevo, Carlyle lo valora de la siguiente manera:
“(…)Debo decir que nunca emprendí una lectura tan laboriosa como la del Corán. Un revoltijo fatigoso y confuso, crudo, irregular, con repeticiones infinitas, excesiva verbosidad, lleno de enredos; un texto de lo más falto de refinamiento, mal compuesto; ¡una estupidez insoportable, en breve! Nada salvo el sentido del deber podría conducir a ningún europeo a través del Corán… Es el germen confuso de una gran y ruda alma humana; primitiva, sin instrucción, que incluso no puede leer, pero que batalla vehemente, ferviente y entusiastamente por pronunciarse a sí misma mediante palabras… Dijimos “estúpida”, sin embargo, la estupidez natural no constituye de ningún modo el carácter del libro de Mahoma; más bien es una incultura natural. Este hombre no ha estudiado oratoria, y en la premura y presión de la lucha continua, no ha tenido tiempo para madurar en un discurso adecuado… Este hombre fue un inculto y semibárbaro hijo de la naturaleza, y gran parte de su esencia beduina todavía se aferraba a él: y así es como debemos asumirle. Pero por un infeliz simulacro, un impostor hambriento sin ojos o sin corazón… no lo tomaremos ni podemos tomarlo. La sinceridad, en todos los sentidos, parece ser el mérito del Corán, lo que lo ha convertido en algo precioso para los indómitos árabes… Curiosamente, a través de estas irregulares masas de tradición, vituperación, queja, jaculatorias del Corán, una vena de introspección verdadera y directa de lo que casi podríamos denominar poesía, se encuentra rezagada (…)”.
Una vez en Medina, tras la Héjira de 622, es precisamente la disputa teológica de Mahoma con los judíos la que termina de perfilar un cuerpo doctrinal mahometano independiente: un credo, en fin, que entronca con Abraham, pero que enfila claramente hacia la Meca, y que acepta la visión hermética de la revelación “intermitente” (sólo hay un profeta definitivo, pero muchos “enviados”, entre ellos Cristo). ¿Y cuál es, ahora, la base general de esa doctrina? Pues, por encima de todo, pensar en Alá como si fuese en los propios padres o todavía más (2, 196); y, en el núcleo, una escatología calcada del cristianismo junto con otros elementos de culto y de creencia parcialmente asimilados probablemente del esquema de una misión nestoriana, otra variante cristiana oriental. Pero el peso concedido a la escatología es, con todo, realmente abrumador en el islamismo: el contenido de la fe lo es, en primer lugar, en Alá, naturalmente, e, inmediatamente después, en la certeza del “Último día”, y, así, el contenido de la piedad, a diferencia de la fe, es mayormente el temor. El Corán dice que la vida terrena es fugaz, “juego y pompa”: “Si Alá diese a sus servidores una vida de riquezas, se aferrarían a la tierra. Empero, hace descender sobre ellos con moderación lo que quiere (42, 46); no hay, pues, que empeñarse o engolfarse demasiado en ella: A quién busque las cosechas de la vida futura, mayores cosechas le daremos. Si alguien, empero, deseare las cosechas de esta vida, se las daremos, más no tendrá parte alguna en la futura (42, 19)”. Al inexorable Juicio Final precede desde el día de la muerte individual un “sueño sin sueños” que es el que ocupa la espera para el alma sometida a examen. Y todo sucede por la voluntad libre, soberana e incalculable de Alá, que selecciona a sus elegidos por la Gracia de la Fe –a esto lo hemos llamado los europeos desde Lutero “predestinación”… Alá, de todas formas, ha prometido llenar el infierno de chinns y hombres al mismo tiempo, y, por tanto, en un ingenioso giro, la incredulidad de los infieles es una prueba más de su Poder. Escribe Carlyle:
“(…)Nuestra hipótesis actual sobre Mahoma, de que fue un impostor manipulador, alguien falsamente encarnado, que su religión es una mera masa de charlatanería y fatuidad, comienza ahora a ser realmente inaceptable para cualquiera. Las mentiras, que el fervor bien intencionado ha amontonado a su alrededor, sólo nos resultan a nosotros escandalosas… Ahora, la palabra que este hombre articuló se ha convertido en el patrón de vida de ciento ochenta millones de hombres durante estos doce siglos. Dios creó a estos ciento ochenta millones como nos creó a nosotros… ¿Debemos suponer que se trató de un juego miserable de prestidigitación espiritual, juego por el que tantas criaturas del Todopoderoso han vivido y muerto? Yo, por mi parte, no puedo hacer tal suposición… Estaríamos completamente perdidos en cuanto a lo que pensar de este mundo, si la charlatanería creciera de semejante modo y fuera sancionada aquí… pienso que teoría más impía que ésta jamás se promulgó en esta tierra. ¿Un hombre falso fundó una religión? ¡Bueno, un hombre falso no puede construir una casa de ladrillos!… se caerá inmediatamente (…)”.
El Islam consiste, pues, originariamente, en la humilde y voluntaria sumisión del creyente ante Alá como cifra única y sublime de la religiosidad, pareja al sentimiento de pertenencia irrenunciable a la Umma o cuerpo político presidido por el profeta, por encima de las tribus, pueblos y razas. Es un buen negocio, dice Mahoma, y sencillo de sobrellevar (nada de “disputar”, eso sí, sobre interpretaciones de la Palabra Divina como en el resto de los destinatarios de Sagradas Escrituras). Fuera de esto, la nobleza de un caballero es también liberalidad –karim-; ante su exceso instituye Mahoma la limosna piadosa por agrado a Alá (valiosa distribución a varios efectos, también de culto). Y Carlyle comenta puntualmente al respecto:
” (…)El Islam, como cualquier gran fe y visión de la esencia del hombre, es un ecualizador perfecto de los hombres: el alma de un creyente supera todos los reinados terrenales. Todos los hombres, según el Islam también, son iguales. Mahoma no insiste en la conveniencia de dar limosna sino en la necesidad de la misma. Él determina por ley cuánto uno va a dar, y es por su cuenta y riesgo si lo descuida. La décima parte de los ingresos anuales de un hombre, cualquiera que sea, es propiedad de los pobres, los que están afligidos y necesitan ayuda. Lo bueno de todo esto: la voz natural de la humanidad, de piedad y de equidad habitando en el corazón de este hijo salvaje de la naturaleza habla así (…)”.
El culto en sí se concibe como una deuda antes que como una alegría. El coloquio de ruegos personales, Dua -invocar-, no es propiamente la oración, Salat, que consiste, en cambio, en un recitado de El Corán. Pero el Islam no es una religión ascética, como Nietzsche denunció del cristianismo, primero porque no separa el alma del cuerpo, y el propio paraíso es un paraíso de placeres corporales muy bien diseñado para aquel que pena y anhela en el desierto –ríos, jardines, manjares, solícitas vírgenes, etc. Y, después, porque el propio Mahoma pudo haberlo confesado así (estas palabras no se dan por seguras): “Tres cosas de este mundo me han sido particularmente caras. He amado a las mujeres y los perfumes; pero el consuelo de mi corazón ha sido la oración”. De hecho, ante los que se jactaban de diversas prácticas ascéticas, decía (y esto sí parece seguro): “¡Loado sea Alá!, yo ayuno y como, velo y duermo, y vivo casado. Y quién mi zuma no sigue, no es de los míos”. Carlyle remata, completando la cita que he dado en epígrafe:
” (…) A través de la vida encontramos que ha sido considerado como un hombre totalmente sólido, fraternal y genuino. Un carácter serio, sincero; pero incluso amable, cordial, amigable, jocoso —con todo, había una buena risa en él: hay hombres cuya risa es tan falsa como todo acerca de ellos; que no se pueden reír. Uno oye de la belleza de Mahoma, su cara fina, sagaz y honesta, de tez morena, radiantes ojos negros… de alguna manera también me gusta esa vena en la frente, que se hinchaba de negro cuando estaba enfadado, como la “vena de la herradura” en la novela Redgauntlet de Sir Walter Scott. Era una buena característica de la familia de Hâshim, esta vena negra hinchada en la frente. Mahoma la tenía prominente, tal como parece. Un hombre espontáneo, apasionado, pero justo, ¡un verdadero hombre! Lleno de facultad salvaje, fuego y luz, de valor salvaje, inculto, desarrollando su tarea vital allí en las profundidades del desierto (…).
¿Fue Mahoma un héroe primitivo, un santo guerrero, un constructor de mundos, como quiere Carlyle? Por supuesto, esa pregunta no tiene respuesta. No estuvimos allí, y aunque hubiéramos estado cada uno sostendría un punto de vista distinto conforme al interés que le fuese en sus cruzadas. Thomas Carlyle se sentía más cerca de la inspiración cristiana, como es normal, y por esa razón encuentra en Mahoma, de todos modos, cierta tosquedad, una beligerancia excesiva, y poca espiritualidad en comparación con el mito correspondiente de Jesús de Nazaret. No obstante, Carlyle, que tenía un genio muy vivo, era todo menos un adulador gratuito, y podemos creer firmemente que pensaba lo que decía tal y como lo decía. Además, Carlyle, que fue extremadamente influyente en su época, forma parte de nuestra tradición occidental, inequívocamente y tanto para bien como para mal. Tras él, no han sucedido cosas precisamente halagüeñas entre ambos bandos, de manera que no es extraño que hayamos acabado riéndonos desde la ignorancia histórica de unas caricaturas que acarician nuestro Ego cultural en tiempos en que tanto necesitamos que nos hagan notar que, en cualquier caso, constituimos una suerte de mal menor. Siete personas reales han pagado hace poco por ello, pero seguimos dispuestos a reírnos siempre que la ocasión nos permita no llorar o no indignarnos.
Recuerdo esa serie que algunos vimos de niños, Érase una vez el hombre. Allí, a principios de los ochenta y también de mano de los franceses, en el capítulo que daba cuenta del surgimiento del Islam el rostro de Mahoma jamás aparecía, y se representaba a su persona de espaldas. Es verdad que no está tan claro que El Corán realice una interdicción tan clara ante el hecho de concretar el rostro del Profeta, pero sabemos de cierto que el Islam es una religión iconoclasta, y no hay más que entrar en una Mezquita, si es que te dejan, para comprobarlo. Lo que no sabemos, y nadie hace por contarnos, es que el relato minucioso (la Sunna y los Hadices) de la vida considerada ejemplar del Profeta es la matriz a partir de la cual el mundo musulmán formula sus leyes y organiza la vida cotidiana del fiel, en mucho mayor medida que la Imitatio Christi medieval y renacentista occidental. De modo que la imagen que se tenga de Mahoma es más que clave para el día a día de entre 1000 y 1200 millones de personas repartidas por todo el globo[3]. Mucho de respeto se ha perdido de hace treinta y pocos años hasta ahora, aunque el fundamentalismo haya puesto demasiado de su parte en ello. Aquel capítulo del Sobre los héroes de Carlyle está ya muy viejo, sin duda, y además rezuma finalmente una cierta superioridad por parte de la civilización desde la que se escribe que es la misma con la que seguimos estudiando el fenómeno del islamismo hoy. Pero implicaba cierto acercamiento, cierta voluntad de asumir que poseemos una historia en común, y hasta una migaja de admiración que tal vez podrían hacer algún día posible, desde nuestra propia tradición intelectual, un atisbo de diálogo.
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[1] Mahoma, Tor Andrae, 1966, Alianza Libro de Bolsillo: sobre este libro escasamente he basado mi reseña de la vida del profeta, con que no me atrevo a asegurar enteramente objetividad (un mal nombre para decir “imparcialidad”, lo que a su vez es un mal nombre para decir “escrúpulo científico”), ni menos completa solidez y solvencia de mi fuente en un asunto tan delicado. Hago, en cualquier caso, un uso discreto de él.[2] La famosa cábala –Qabbala-, se forjó a fines del s. XIII entre eruditos hebreos del sur de Francia y del norte de España para descifrar esta escritura de la que está construida -cada signo es un ladrillo- el universo. Para los cabalistas judíos, El Altísimo (no me preguntéis cuánto…) ha planificado el mundo de una manera mágica tal que la única analogía actual de la que disponemos nosotros para intuirlo sería decir que fue “bosquejado a lápiz”. A partir de ese punto (expuesto breve pero esclarecidamente por Umberto Eco en La búsqueda de la lengua perfecta, editorial Crítica de bolsillo, nº2), se derivan del “borrador” original neoplatónicas emanaciones –sefiroth, en cabalísitico- de las cuales la última es, naturalmente, la Comunidad de Israel. [3] En África: Argelia, Benín, Burkina Faso, Camerún, Chad, Comores, Costa de Marfil, Yibuti, Egipto, Gabón, Gambia, Guinea-Bissau, Libia, Malí, Mauritania, Marruecos, Mozambique, Níger, Nigeria, Senegal, Sierra Leona, Somalia, Sudán, Togo, Túnez y Uganda. En América: Guyana y Surinam. En Europa: Turquía, Albania y Bosnia y Herzegovina. En Asia: Arabia Saudita, Azerbaiyán, Baréin, Bangladesh, Brunéi, Emiratos Árabes Unidos, Indonesia, Irán, Irak, Jordania, Kazajistán, Kuwait, Kirguistán, Líbano, Malasia, Maldivas, Omán, Pakistán, Qatar, Siria, Tayikistán, los Territorios Palestinos, Turkmenistán, Uzbekistán y Yemen. Eso sin contar los muchos musulmanes que viven en países laicos o de otras confesiones religiosas….