Henning Mankell, un escritor en la niebla

A veces un escritor que no se ha leído demasiado, del que incluso sólo se ha leído un libro, puede estar muy presente en la vida.  Puede ir y venir a menudo, puede convertirse en alguien que se aprecie y se evite, que se sepa muy valioso y a la vez inspire una suerte de aprensión que impida acercarse a sus libros o pensar demasiado en él cuando aparece en entrevistas o cuando se leen sus últimos artículos.

Sólo leí “La quinta mujer”, hace ya unos años, porque me la recomendó mucho una amiga y todavía recuerdo la impresión que me causó el primer capítulo, tras el prólogo, con ese viejo poeta de pájaros, tan bien descrito (su traducción de Marina Torres me pareció magnífica), que refleja todos los matices de la soledad sin salida de la vejez, se haga lo que se haga, aunque se haya vivido mucho o se tengan muchos recuerdos, cuando ya no queda nadie que pueda reconocerlos y fuera sólo exista el frío de la nieve y la oscuridad de la niebla.

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No podía parar de leer, sobrecogido, casi espantado y a la vez fascinado por la propia escritura, por la habilidad con la que iba descubriendo planos, conexiones, personajes que ya eran otros pero no podían desprenderse de un pasado que los perseguía.

Si lo pensamos nuestras emociones sobre las cosas dependen mucho de anécdotas banales, de casualidades, de ciertas asociaciones que hacemos en esos momentos de la vida que dejan especial huella, no se sabe muy bien porqué. Para un adolescente del final de la dictadura Suecia era un paraíso de igualdad con un presidente que salía a reivindicar la caída del franquismo a la calle, creo que con una hucha.  Las suecas eran el prototipo de las mujeres bellas y liberadas que inundaron nuestras costas de esa libertad que tanto añorábamos.  Pasado el tiempo asesinaron a Olof Palme y escritores como Henning Mankell desvelaron que tras esa aparente prosperidad había algunas cuestiones oscuras, apariencias que engañaban, como una ferocidad reprimida con una forzada amabilidad.

Mankell es uno de esos hombres del norte que viajó al sur y se comprometió con él, que se echó encima muchas causas, que anticipó con mucho detalle ese final oscuro que nos persigue y que significa la ineludible tragedia de la vida. Esa niebla que nunca va a despejarse y que, como escribió, lo envolvió de forma física el día que le diagnosticaron el cáncer. Quizá en el fondo había vivido siempre ahí, con una lucidez que asfixia contemplar, tratando de contar lo que veía para tratar de romper esa soledad, para darle un sentido o buscar una grieta de luz a través de la literatura.

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El sol que no puede ser contemplado mucho tiempo fijamente. Lo que probablemente evitamos para poder seguir tomando cervezas y teniendo esperanzas y pensando que a nosotros no nos pasara eso que todo el rato vemos que les pasa a los otros. Ese delicado equilibro entre mirar a otro lado o mirar de frente que constituye la sabiduría vital que permite vivir sin perder del todo la alegria.

Se que volveré a Mankell algún día, que quizá entonces tenga necesidad de meterme en su mundo y en sus historias tan tórpidas y tan llenas de frío. Quizá algún día me den calor. Era tan buen escritor que sé que permanecerá allí mucho tiempo, como un licor que no perderá su poder. Pero no es seguro. Quizá decida evadirme con algo más banal, más cálido, probablemente más falso.  Pero c’est la vie, esa vida que hoy se le ha ido como supo desde el principio que se le iría.

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“Poco después de las diez de la noche se dio al fin por satisfecho con el poema. Las últimas estrofas habían sido difíciles de escribir y le habían llevado mucho tiempo. Había tratado de encontrar una expresión melancólica que fuera al mismo tiempo hermosa. Varios borradores fueron a parar a la papelera. En dos ocasiones estuvo a punto de dejarlo. Pero ahora tenía el poema sobre la mesa. Era su elegía al pico mediano, un ave en vías de extinción en Suecia y que no se había vuelto a ver en el país desde los años ochenta. Otra ave más camino de ser desalojada por el hombre.

Se levantó del escritorio y estiró la espalda. Cada año le resultaba más difícil pasar mucho tiempo sentado con sus escritos.

«Un hombre viejo como yo ya no debe escribir versos», pensó. «A los setenta y ocho años los pensamientos de uno apenas tienen ya valor para nadie más que para sí mismo.» Pero sabía que eso no era cierto. Que era sólo en occidente donde se miraba a los ancianos con condescendencia o con despreciativa compasión. En otras culturas la vejez era respetada como el tiempo de la lúcida sabiduría. Seguiría escribiendo versos mientras viviera. Mientras tuviera fuerzas para coger una pluma y su cabeza estuviera tan clara como ahora. No sabía hacer otra cosa. Ya no. Antes había sido un buen vendedor de coches. Tan bueno que había dejado atrás a otros vendedores. Tenía, con razón, fama de ser duro y difícil en las discusiones y los negocios. Y por supuesto que había vendido coches. En sus buenos tiempos había tenido sucursales en Tomelilla y en Sjöbo. Pudo reunir una fortuna lo bastante grande para vivir como vivía.

Y sin embargo, eran los versos lo único que significaba algo. Todo lo demás eran necesidades superficiales. Los versos que estaban allí, en la mesa, le producían una satisfacción que no sentía apenas de otro modo.
Corrió las cortinas de las grandes ventanas que daban a los campos que se ondulaban suavemente bajando hacia el mar, que estaba en alguna parte más allá del horizonte. Luego se acercó a la librería. Nueve poemarios había publicado durante su vida. Allí estaban, juntos. Ninguno de ellos había vendido más que pequeñas ediciones. Trescientos ejemplares, algo más tal vez. Los que habían sobrado estaban en cajas, abajo en el sótano. Pero no es que los hubiera desterrado él allí. Seguían siendo su orgullo. Sin embargo, había decidido tiempo atrás que un día los quemaría. Sacaría las cajas al patio y les aplicaría una cerilla. El día en que recibiera su sentencia de muerte, de la boca de un médico o por su propia intuición de que no le quedaba mucha vida por delante, se desharía de los delgados fascículos que nadie había querido comprar. No dejaría que nadie los tirase a la basura.
 
Contempló los libros que estaban en los estantes. Toda su vida había leído poesía. Había aprendido muchos poemas de memoria. Tampoco se hacía ilusiones. Sus poemas no eran los mejores que se habían escrito. Pero tampoco eran los peores. En cada uno de los poemarios, aparecidos con un intervalo de aproximadamente cinco años desde finales de 1940, había estrofas que podían medirse con cualquiera. Pero él había sido vendedor de coches, no poeta. Sus poemas no habían sido reseñados en las páginas de cultura. No había recibido ninguna distinción literaria. Además, había costeado él mismo la edición de sus libros. El primer poemario que terminó lo envió a las grandes editoriales de Estocolmo. Finalmente, se lo devolvieron con breves notas impresas de rechazo. “Un redactor, sin embargo, se había tomado la molestia de hacer un comentario personal diciendo que nadie podía tener interés en leer poemas que, al parecer, no trataban más que de pájaros. «La vida interior del aguzanieves no interesa», le escribió.

Después de aquello, no volvió a dirigirse a las editoriales. Se había costeado sus ediciones él mismo. Cubiertas sencillas, texto negro sobre fondo blanco. Nada caro. Las palabras escritas entre las cubiertas eran lo único que importaba. Pese a todo, eran muchos los que, al cabo de los años, habían leído sus poemas. Muchos habían manifestado también su aprecio.

Y ahora había escrito un nuevo poemario. Sobre el pico mediano, el hermoso pájaro que ya no se podía ver en Suecia.

«Poeta de pájaros», pensó.

«Casi todo lo que he escrito trata de pájaros. De aleteos, ruidos nocturnos, reclamos aislados en la lejanía. En el mundo de las aves he vislumbrado los secretos más profundos de la vida.»”

HENNING MANKELL “La quinta mujer”

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1 Comentarios

  1. says: Óscar S.

    Yo empecé “Zapatos italianos” y me ocurrió algo parecido: tuve que dejarlo, demasiado desolador… Hasta donde yo sé, sólo mi venerado Faulkner había escrito antes narraciones cuyos protagonistas son viejos muy viejos, pero nunca inútiles, siempre obstinados y duros, como si la mucha edad sólo hubiera servido para liquidar en ellos lo superfluo.
    El sol ciega únicamente si se mira de frente, pero cuando ilumina, coño qué gusto. Los españoles soportamos todas nuestras torpezas congénitas gracias al sol, no quiero pensar cómo debe ser vivir en una Suecia bien organizada pero plumbea…

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