A veces se leen cosas que no sabemos si realmente existieron alguna vez pero que nos hubiera gustado que existieran o que puedan existir en algún sitio, en algún momento. El mundo siempre es un lugar incierto, en el que no todo el mundo ocupa el lugar que le gustaría, donde se puede tener con facilidad la sensación de que faltan muchas cosas y donde la mirada puede estrecharse tanto como el ojo de una cerradura.
Precisa recrear en su interior la civilización a la que pertenece, conectarse con otros para compartir historias y encontrar nuevas perspectivas. Tiene que aprender a subrayar gestos u objetos para establecer jerarquías, para tratar de justificar lo preferible, para ser distinto y a la vez navegar en una cultura que le aporte referencias, posibilidad de caminos que ya fueron recorridos.
Leo estos días “Éramos unos niños“, la biografía de Patti Smit, donde cuenta sus inicios con Robert Mapplethorpe en la bohemia del Nueva York de 60, cuando malvivían en el Chelsea Hotel entre mugre y casi sin dinero, pero con la convicción de que eran capaces de crear algo a partir de lo que vivían, ya fuera un cuadro, una pulsera o una canción. No tenían estudios pero parecían conectar con la tradición artística a través de los más auténtico: por la necesidad, la actitud o la mirada. Parecían capaces de llenar de significado algunas de las cosas que tocaban, las calles o los bares que recorrían, incluso el propio lugar que habitaban lleno de artistas con un talento que quizá nadie hubiera sospechado en aquel momento, si los hubiera contemplado de lejos.
La cultura puede permitir construir un refugio infranqueable desde el que coger aliento y también la posibilidad de crecer y recrear mundos desde los que alimentar la esperanza o la serenidad, la distancia del tiempo, la evasión o la alegría. La amabilidad de la belleza que podría estar al alcance de cualquiera que quisiera perseguirla …
“Ni la rebelión es la única alternativa a la obediencia y el inmovilismo, ni es necesario caer en la excentricidad para salir de los moldes. Así como casi todos tenemos un punto de rebeldía, también poseemos una vena artística, y el arte puede ser una forma sutil de expresar nuestra relación con el mundo. En Occidente tendemos a creer que el arte se reduce a la pintura y los objetos que vemos en los museos, y que los artistas son aquellos pocos genios que alcanzan cotas de belleza impensables para el resto de los mortales. Pero hay una antigua tradición que sostiene que es necesario ser un artista para vivir plenamente.
Los antiguos chinos, que escribían con pincel, comprendían que cada pincelada debía ser un trazo hermoso. La escritura y la belleza eran una misma cosa, y a todas las personas que sabían escribir se las animaba a convertirse en pintores, poetas, calígrafos o músicos. A los burócratas inmersos en trabajos repetitivos se les aconsejaba que aligeraran su espíritu con «paisajes donde su imaginación pudiera solazarse». Millones de funcionarios se convirtieron así en «el más amplio grupo de mecenas que se haya visto en el mundo».