Cuenta Patricia Highsmith que concibió “Carol” en la Navidad de 1948 (tenía 27 años), cuando había acabado “Extraños en un tren” (que consiguió publicar al año siguiente) y todavía trataba de sobrevivir como podía, con muchas dudas sobre sus posibilidades de ganarse la vida como escritora. Necesitaba dinero y había encontrado un trabajo de navidades en unos grandes almacenes donde se sentía perdida, con la sensación de estar muy lejos del mundo que la apetecía vivir. De pronto, un día, apareció en el mostrador para comprar un juguete (” una muñeca u otra cosa”) una mujer sola, con un abrigo de visón, unos guantes de piel, rubia, que parecía irradiar luz. Dice que se quedó conmovida y que sintió un extraño calor que no alcanzaba a comprender y que luego se prolongó en la fiebre de una varicela desde cuya enervación escribió la trama de la historia en dos horas. “El precio de la sal” llamó al principio a la novela que se publicó en 1951 y que, contra todo pronóstico, se convertiría en un gran éxito.
Es un gran placer leer la secuencia de ese encuentro y luego vislumbrarla en la película dirigida por Todd Haynes sobre un guión muy puro y contenido de Phyllis Nagy. La tienda de juguetes atestada de gente que va y viene. La joven vendedora un poco intimidada y desalentada por un ambiente que sabe que no es el suyo con la certeza de una burbuja de angustia que la araña y no para de crecer en algún sitio de su cuerpo. La mujer madura de media melena (es difícil ya imaginar a alguien distinta a Carol Blanchet) que se golpea la palma de una mano con los guantes, que parece distante y segura, un poco melancólica, perteneciente a un universo a salvo, donde a pesar de todo siempre se puede elegir viajar a cualquier sitio o fumar un cigarrillo, conversando con alguien especial, en una cafetería con música muy suave.
La suspensión de la incredulidad. “Easy leving”, la vida fácil, la sensación instantánea de que lo que se desea podría ser natural y al alcance de la mano, que inunda la historia como una música y crea una sensación de cruce que inicia un deslizamiento emocional lleno de posibilidades. La joven que busca algo que solo sospecha, la mujer madura que anhela algo de lo que ya está segura del todo, en esa atmósfera opresiva y tan estética de los años cuarenta, donde los hombres llevaban sombrero y bebían mucho y las mujeres vestían tan sofisticadamente, donde todo parecía mucho más contrastado, como el mundo de los padres que miran los niños. Donde un modelo de matrimonio por amor que se se había iniciado hacía casi dos siglos había alcanzado el máximo de una de sus posibilidades y también un límite que le iba a obligar a cambiar, a rasgarse y posibilitar otras salidas, a medida en que alguna gente comenzará a atreverse a romper sus convenciones.
Therese que capta algo que le parece esencial, que duda de sus impulsos y finalmente los sigue. Que acepta el reto de atreverse a seguir ese rastro en el que percibe la respuesta a un anhelo, la salida de un mundo de penumbra en el que se sentía perdida y amenazada con un fracaso que acababa de ver materializado en la Sra Robicheck, esa mujer vieja, sola y rota, su única amiga en los grandes almacenes, que la llevó a su casa y trató de regalarle un vestido con el que se vio muerta al otro lado del espejo. El olor de aquella casa y el olor del perfume de Carol como el contraste entre la oscuridad y la luz, la oportunidad que aparece y que hay que tener la valentía de perseguir. El deseo que se pone en marcha e incendia la imagen de búsqueda, que procura la energía necesaria para perseguir la vida que se presiente tras otros ojos, no solo al otro que puede ser amado sino también el significado de lo que se quiere hacer, los escenarios que quieren construirse y en los que merecería la pena trabajar, vivir y quizá crear.
“La vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir” decía Jung. Esa necesidad intensa que algunas personas experimentan de tener la sensación de elegir la vida que quieren vivir y lo que quieren amar a partir del descubrimiento de lo que consideran esencial para ellos mismos. Eso que puede llevar tanto tiempo y ser tan confuso, tan lleno de espejismos, que depende tanto de tantas cosas, desde la anatomía al contexto social en el que vivimos. Esa idea de los psicólogos humanistas que quizá procede de Rousseau. El “uno mismo” que terminará emergiendo después de derribar obstáculos y atreverse a seguir una intuición que no asegura nada, solo la posibilidad de conquistar la alegría de vivir y quizá la capacidad de crear, frente a la perspectiva de sentirse amputado y entristecerse para siempre en las exigencias de lo convencional, de lo que pide la familia, la sociedad o el sentido común pero que se intuye que no tiene que ver con lo que “realmente” se desea.
Ese dilema de Therese de casarse con ese novio que conviene y que quiere llevarla a un París que intuye sin brillo si va con él, con el que no puede cruzar dos palabras que le interesen. La perspectiva de pasarse los domingos eternos visitando a una suegra complaciente y controladora que hace tartas y pasteles o en barbacoas donde aburrirse tanto entre gente que sonríe y habla de niños, chismes o lugares comunes que a ella le son ajenos. La fuerza que nace de lo que se presiente que no se desea, del aire que no se puede respirar, que destruye o permite huir hacia delante. El recuerdo de aquellas películas de Kazan o de los guiones de Tennessee Williams, de otros: “La gata sobre el tejado de zinc”, “Esplendor en la hierba“, Dulce pájaro de juventud“, “Rebelde sin causa”. La acracia amable de Capra en “Vive como quieras”.
“Me gusta estar con ella, hablar con ella. Siento apego hacia alguien con quien puedo hablar” verbaliza Therese. El conocimiento y el viaje donde descubre no sólo la orientación y la pasión sexual que había estado agazapada, sino la virtualidad de una intimidad que hace emerger lo mejor de ella misma y que se concreta en la posibilidad de conversar. También el encuentro con la lógica a veces envenenada que cualquier amor procura: las dudas sobre el propio valor, la inseguridad, los celos y la hostilidad hacia cualquier cosa que parezca amenazarlo. La burbuja que aleja del mundo y que sin embargo vincula a él.
El amor que se nutre de obstáculos. Las historias de amor y muerte que parece que siempre tienen que terminar mal. El amor que se expande con la novela, que se alimenta de sus relatos que procuran los códigos sentimentales, un poco inconscientes, lo que debe hacerse y lo que puede esperarse. Y sin embargo quizá había llegado el momento para un giro que abriera socialmente una nueva puerta. Carol podría haberse plegado al chantaje de su marido, haber renunciado a todo por ver más a su hijo. Pero después de muchas dudas no lo hizo. Therese podría haber seguido su vida anterior, haber olvidado lo sucedido como se olvida un sueño, pero decidió intentar la vida con Carol y lo que eso suponía para sus propias expectativas en el teatro.
Por mucha racionalidad que se ponga a una elección el impulso final depende de una intuición emocional. Seguirla suele dar la sensación de haber elegido bien, aunque eso solo se sabrá después, cuando pase el tiempo y se despeje la niebla del futuro. Carol narra la virtualidad de que esa historia de amor en esos tiempos tuviera un horizonte y quizá la propia novela lo creó con su final feliz. Cuenta Patricia Highsmith que durante años recibió muchas cartas de lectores que le agradecían que hubiera sabido mostrar lo que también era ya una realidad que muchos de ellos habían conseguido (“«¡El suyo es el primer libro de esta especie con un final feliz! No todos nosotros nos suicidamos y a muchos nos va muy bien”) y también lo que había supuesto para otros leer la novela. Casi en los sesenta una nueva transformación de la intimidad se abría paso.
“(…) Ella sabía muy bien qué era lo que más le molestaba de los almacenes. Era algo que no podía explicarle a Richard. En los almacenes se intensificaban las cosas que, según ella recordaba, siempre le habían molestado. Los actos vacíos, los trabajos sin sentido que parecían alejarla de lo que ella quería hacer o lo que podría haber hecho… Y ahí entraban los complicados procedimientos con los monederos, el registro de abrigos y los horarios que impedían incluso que los empleados pudieran realizar su trabajo en los almacenes en la medida de sus capacidades. La sensación de que todo el mundo estaba incomunicado con los demás y de estar viviendo en un nivel totalmente equivocado, de manera que el sentido, el mensaje, el amor o lo que contuviera cada vida, nunca encontraba su expresión verdadera. Le recordaba conversaciones alrededor de mesas o en sofás con gente cuyas palabras parecían revolotear sobre cosas “muertas e inmóviles, incapaces de pulsar una sola nota con vida. Y cuando uno intentaba tocar una cuerda viva, lo hacía mirando con la misma expresión convencional de cada día y sus comentarios eran tan banales que era imposible creer que fuese siquiera un subterfugio. Y la soledad aumentaba con el hecho de que, día tras día, en los almacenes siempre se veían las mismas caras. Unas pocas caras con las que se podía haber hablado, pero con las que nunca se llegaba a hablar o no se podía. No era igual que aquellas caras del autobús, que parecían hablar fugazmente a su paso, que veía una sola vez y luego se desvanecían para siempre.”
Todas las mañanas, mientras hacía cola en el sótano para fichar, sus ojos saltaban inconscientemente de los empleados habituales a los temporales. Se preguntaba cómo había aterrizado allí —por supuesto había contestado un anuncio, pero eso no servía para justificar el destino—, y qué vendría a continuación en vez del deseado trabajo como escenógrafa. Su vida era una serie de zigzags. A los diecinueve años estaba llena de ansiedad.”
“(…)Therese se miró en el espejo del armario. El espejo mostraba una larga y delgada figura con la cabeza alargada que parecía en llamas, fuego amarillo brillante que bajaba hasta el contorno rojo grana de los hombros. El vestido caía en pliegues rectos y drapeados y le llegaba casi hasta los tobillos. Era un vestido de princesa de cuento de hadas, de un rojo más intenso que la sangre. Therese retrocedió y recogió la tela sobrante del vestido tras de sí, para ajustárselo a la cintura. Luego volvió a mirar sus ojos color avellana oscuro en el espejo. Se encontró consigo misma. Aquélla era ella, no la chica vestida con la vulgar falda escocesa y el jersey beige, no la chica que trabajaba en la sección de muñecas de Frankenberg.
—¿Te gusta? —le preguntó la señora Robichek.
Therese estudió su boca, sorprendentemente tranquila. Veía los contornos con nitidez, pese a que no llevaba más lápiz de labios que el que queda después de un beso. Deseó poder besar a la chica que había en el espejo y darle vida y, sin embargo, se quedó perfectamente quieta, como “si fuera un cuadro.
—Si te gusta, quédatelo —la apremió impaciente la señora Robichek, mirándola desde lejos, acechando desde el guardarropa como las dependientas cuando las clientas se prueban abrigos y vestidos frente a los espejos de los grandes almacenes.
Pero Therese sabía que aquello no iba a durar mucho: en cuanto se moviera, se desvanecería. Se iría aunque ella se quedara con el vestido porque era algo que formaba parte de un instante, de aquel instante. Ella no quería el vestido. Intentó imaginárselo en el armario de su casa, entre otras prendas, pero no pudo. Empezó a desabrocharse el cuello.
—Te gusta, ¿verdad? —preguntó la señora Robichek, tan confiada como siempre.
—Sí —reconoció Therese con firmeza.
No pudo desabrocharse el botón de la nuca. La señora Robichek tenía que ayudarla porque ella no podía esperar más. Era como si la estuvieran estrangulando. ¿Qué hacía ella allí? ¿Por qué se había puesto aquel vestido? De pronto, la señora Robichek y su apartamento eran una especie de horrible sueño y ella acababa de darse cuenta de que estaba soñando. La señora Robichek era el guardián jorobado de la mazmorra, y a ella la habían conducido allí para tentarla.
—¿Qué te pasa “Te pincha un alfiler?
Therese abrió la boca para hablar, pero su mente estaba demasiado lejos. Su mente estaba en un punto muy distante, en un lejano torbellino que se abría al escenario de la terrible habitación, tenuemente iluminada, donde las dos parecían resistir en una lucha denodada. Y en aquel punto de la vorágine en que se hallaba su mente la desesperanza era lo que más la aterraba. Era la desesperanza del dolorido cuerpo de la señora Robichek, de su fealdad, de su trabajo en los almacenes, de la pila de vestidos del baúl, la desesperanza que impregnaba completamente el final de su vida. Y la desesperanza que había en la propia Therese de no llegar a ser nunca la persona que quería ser ni hacer las cosas que quería hacer. ¿Acaso toda su vida había sido sólo un sueño y aquello era la realidad? Era el terror de aquella desesperanza lo que la hizo desear quitarse el vestido y huir antes de que fuera demasiado tarde, antes de que las cadenas cayeran sobre ella y se cerraran.”
“Sus ojos se encontraron en el mismo instante, cuando Therese levantó la vista de la caja que estaba abriendo y la mujer volvió la cabeza, mirando directamente hacia Therese. Era alta y rubia, y su esbelta y grácil figura iba envuelta en un amplio abrigo de piel que mantenía abierto con una mano puesta en la cintura. Tenía los ojos grises, incoloros pero dominantes como la luz o el fuego. Atrapada por aquellos ojos, Therese no podía apartar la mirada. Oyó que el cliente que tenía enfrente le repetía una pregunta, pero ella siguió muda. La mujer también miraba a Therese, con expresión preocupada. Parecía que una parte de su mente estuviera pensando en lo que iba a comprar allí, y aunque hubiera muchas otras empleadas, Therese sabía que se dirigiría a ella. Luego la vio avanzar lentamente hacia el mostrador y el corazón le dio un vuelco recuperando el ritmo. Sintió cómo le ardía la cara mientras la mujer se acercaba más y más.”
“(…) Empezó Richard.
—¿Por qué te gusta tanto?
Era una noche en la que ella había anulado una cita con Richard ante la remota posibilidad de que viniera Carol. Carol no había ido y, en cambio, había aparecido Richard. Ahora a las once y cinco, en la gran cafetería de paredes rosas que había en la avenida Lexington, ella estaba a punto de empezar a hablar del tema, pero Richard se le había adelantado.
—Me gusta estar con ella, hablar con ella. Siento apego hacia alguien con quien puedo hablar.
Las frases de una carta que le había escrito a Carol sin llegar a enviársela volvieron a su mente para contestar a Richard. “Siento que estoy en un desierto con las manos extendidas y tú estás lloviendo sobre mí.”
“(…) Te quiero” —dijo Carol.
Therese abrió los ojos pero no levantó la vista.
—Sé que tú no sientes lo mismo por mí, Therese. ¿Verdad?
Therese sintió el impulso de negarlo, pero ¿podía? No sentía lo mismo.
—No lo sé, Carol.
—Es lo mismo. —Su tono era suave, expectante, esperando una afirmación o una negación.
Therese miró fijamente los triángulos de pan tostado que había en un plato, entre ellas. Pensó en Rindy. Había aplazado el momento de hablar de ella.
—¿Has visto a Rindy?
Carol suspiró. Therese vio cómo su mano se retiraba de la palmatoria.
—Sí, el domingo pasado la vi una hora o algo así. Me parece que puede venir a visitarme un par de tardes al año. De Pascuas a Ramos. He perdido totalmente.
—Creí que habías dicho unas cuantas semanas al año.
—Bueno, es que hubo algo más en privado entre Harge y yo. Me negué a hacer el montón de promesas que él me pedía y la familia también se metió por medio. Me negué a vivir según una lista de estúpidas promesas que ellos habían confeccionado. Parecía una lista de delitos menores. Aunque eso significara que me iban a apartar de Rindy como si yo fuera un ogro. Y así ha sido. Harge les contó a los abogados todo, todo lo que aún no sabían.”
“(…)Se quedó en el umbral, mirando por encima de la gente, hacia las mesas del salón donde sonaba un piano. La luz no era muy intensa y al principio no la vio, semioculta en la sombra, contra la pared más lejana, de frente a ella. Carol tampoco la vio. Había un hombre sentado frente a ella y Therese no sabía quién era. Carol se echó el pelo hacia atrás. Therese sonrió: aquel gesto era Carol. Era la Carol que siempre había amado y a la que siempre amaría. Oh, y ahora de una manera distinta, porque ella era distinta. Era como volver a conocerla, aunque seguía siendo Carol y nadie más. Sería Carol en miles de ciudades y en miles de casas, en países extranjeros a los que irían juntas, y lo sería en el cielo y en el infierno. Therese esperó. Después, cuando estaba a punto de avanzar hacia ella, Carol la vio. Pareció contemplarla incrédula un instante, mientras Therese observaba cómo crecía su leve sonrisa antes de que su brazo se levantara, de repente, y su mano hiciera un rápido y ansioso saludo que Therese nunca había visto. Therese avanzó hacia ella.”
PATRICIA HIGHSMITH “Carol”, 1951
Que bien expresado el camino hacia otro.
Aún no he visto la película pero ya me apetece verla solo por los comentarios sobre la palabra y el amor, muy sutiles.