Chus Lampreave, una mujer entre dos tiempos

Algunos consiguieron aspectos imponentes y se habían transformado muy deprisa. Eran muy jóvenes y al llegar a la universidad se dejaron crecer la barba, desecharon los trajes y las corbatas, que cambiaron por una trenca o unos pantalones de pana bastante deslustrados y se metieron entre pecho y espalda manuales muy indigestos que les procuraron una gran seguridad en sí mismos y una expresión algo alucinada de profetas de un mundo nuevo.  De pronto todo estaba claro: los buenos, los malos, los culpables, los inocentes, los lugares a los que había que ir, lo que no había que hacer, los paraísos que había que pretender, la jerga intimidante que había que utilizar. También algunas de ellas pasaron muy rápido del colegio de monjas a una célula de la joven guardia roja o a la defensa de la acción directa en algún grupo libertario. Todos sentían que tenían que romper con algo anterior que intuían podrido y en algunos casos tenían una cuestión personal muy convincente o dolorosa para hacerlo. En muchos casos habían roto con sus familias o con la estética vital que ellos representaban, con sus ritos, con sus películas y por supuesto con sus canciones.

 

 

Las nuevas religiones tenían una liturgia muy puritana pero poco a poco la expresión artística de esos tiempos comenzó a infiltrarse de otros tonos menos rigurosos y en el cine me parece que la herencia de Berlanga comenzó a crear una suave distancia de humor y lucidez, fue ensanchando para mucha gente el ojo de la cerradura por donde se miraba la realidad, permitiendo otras perspectivas. Muchos de aquellos chicos, en el fondo, eran adolescentes bastante atormentados que buscaban amor y sentido, y que caían fácilmente en las contradicciones de siempre y también en el desencanto. “Tigres de papel” como los definía aquella película de Colomo con una mirada un poco melancólica y tierna.

 

 

Creo que en algún momento se produjo una conexión emocional con el pasado por encima de los sofritos ideológicos y muchos de esos chicos y chicas comprendieron que esa abuela que iba a misa y defendía al generalísimo era la misma que les llevaba torrijas o el pisto tan rico al pisillo de Tetuán;  la misma que sabía lavar las sabanas con algo misterioso para que olieran tan bien; la misma que les había cantado coplas de pequeño mientras colgaba las sabanas al sol; la misma que había pasado hambre y había tenido que transigir tanto en los años oscuros sin perder la esperanza y la alegría del todo. Eran esa gente que también los había querido tanto.

 

 

Chus Lampreave  (se me ocurre que con Rafaela Aparicio)  ha representado en el cine de los ochenta y noventa a esa abuela entrañable capaz de actuar como un puente generacional y de quebrar, a base de humor y de autenticidad, algunos estereotipos bastante estúpidos, sobre todo en manos de Pedro Almodóvar, que fue uno de esos chicos que quiso romper con todo pero que tuvo el talento de darse cuenta de la continuidad sentimental que había entre generaciones y mundos aparentemente tan diferentes y en la posibilidad creativa de construir una mirada propia aceptándolos y transformándolos con todas sus posibilidades y ambivalencias.

 

 

Siempre era ella: un gesto, una voz, una posibilidad de sonrisa que abría la puerta a otra forma de ver a una vieja con gafas de culo de vaso que, de pronto, contenía un mundo entrañable o muy inteligente en sus palabras o se transmutaba en una mujer muy pinturera y muy joven, casi sin edad, tanto que hoy me ha extrañado enterarme de que ya tenía ya 85 años.

 

Chus Lamprave, un cierto tipo de mujer española, que echaremos de menos …

 

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