Hay un momento en la vida en que los amigos lo representan todo, suponen la prueba de que existe realmente el mundo que se ha soñado y de que tenemos la capacidad de conquistarlo; de que existe ahí fuera otra gente con los valores, la estética, la actitud vital o la sentimentalidad que realmente nos gusta. Gente con la que se puede intentar vivir de otra manera distinta a la que no nos agradaba demasiado o que no teníamos del todo por la nuestra, aunque nos quisieran mucho en la familia y no nos lleváramos del todo mal con ella.
Esos amigos con los que se tiene la sensación de compartir algo previo, inexpresable, que permite la intimidad, la conversación interminable, las risas, los viajes, las confidencias, los libros, las copas, las cenas, lo que apetece hacer precisamente con ellos. La nueva familia que parece más autentica porque se tiene la sensación de haber sido elegida justo por nosotros, por ser como somos. Esos amigos que vemos con un aura, desde una perspectiva que se concreta una emoción de afinidad y confianza que nos lleva a querer lo mejor para ellos, a tratar de demostrarlo con nuestros gestos. Esos amigos que sabemos que sacan lo mejor de nosotros, que, sobre todo, se hacen en un periodo de tiempo de la vida y que parece que van a durar siempre.
Esos amigos que desaparecen por sorpresa sin saber muy bien porqué. De pronto hay algo que cambia, códigos que ya no encajan, y que se perciben emocionalmente tras algo que ha ocurrido o se ha interpretado que ha ocurrido y que a menudo no es fácil expresar con palabras. Tras la amistad siempre hay alguna forma de exigencia sobre como el otro debe comportarse en algunos momentos que juzgamos importantes sin que le digamos nada. Algo tan irracional como lo que quizá fundamenta el inicio de la amistad, como la imagen de búsqueda de la que nos fiamos para elegir a las personas en las que creemos poder confiar. De pronto no apetece llamar o ya no nos llaman. Pasa tiempo sin que nos veamos. Quizá la comunicación no verbal cambia y sobre todo la verbal, porque la conversación cesa.
Esa fragilidad, a veces, cuando la amistad es tan importante, cuando puede perderse algo tan valioso para siempre, un patrimonio de años, la mirada de alguien que vivió muy cerca de nosotros, que compartió experiencias y relaciones. Y, sin embargo, a menudo no se habla, no se hace nada. Cuando más debería existir comunicación que aclarara posibles malentendidos no se habla. Como si hablar rompiera algo mágico, como si evidenciara algo que no hubiera tenido que ocurrir, cuando quizá no somos demasiados conscientes de lo que ha ocurrido.
El tiempo y los recuerdos. Los viejos amigos perdidos que aparecen en las fotos, en los vídeos cuando los niños eran tan pequeños, con los que todavía se habla algunas veces en algún encuentro o imaginariamente, cuando tanto se los echa de menos algunos despertares, teñidos por la nostalgia del tiempo que pasa tan deprisa.
El tesoro de los amigos que todavía tenemos. La sabiduría siempre frágil de saber conservarlos, aunque los conozcamos ya tantos años. Los amigos desaparecidos de los que habla Javier Marías…
“La otra noche me forcé a llamar a una vieja amiga (lo es desde hace cuarenta y tantos años), para por lo menos hablar con ella, ya que en los últimos tiempos nos vemos poco. Poco, pero todavía nos vamos viendo, lo cual ya es mucho, pensé, en comparación con lo que me sucede con decenas de amistades, o les sucede a ellas conmigo. Me temo que nos ocurre a todos, y en algunos momentos produce vértigo acordarse de las personas dejadas por el camino, o –insisto– que nos han dejado a nosotros orillados, colgados o en la cuneta. A veces uno sabe por qué. Las peleas, las decepciones, las ingratitudes, son algo de lo que nadie se libra a lo largo de una vida de cierta duración, pongamos de cuatro décadas o más. Casi nada hiere tanto como sentirse traicionado por un amigo, y entonces la amistad suele verse sustituida por abierta enemistad. Uno puede no ir contra él, no atacarlo, no buscar perjudicarlo en atención al antiguo afecto, por una especie de lealtad hacia el pasado común, hacia lo que hubo y ya no hay. Lo que es casi imposible es que no lo borre de su existencia. Uno cancela todo contacto, pasa a hacer caso omiso de él, lo evita, y cabe que, si se lo cruza por la calle, mire hacia otro lado, finja no verlo y ni siquiera lo salude con el saludo más perezoso, un gesto de la cabeza”.
JAVIER MARÍAS “Las amistades desaparecidas” (seguir leyendo)
Después de todo, como decía Bruce Willis (en “El último boy scout”) tras descubrir que su único amigo se tira a su mujer y le ha puesto una bomba en el coche, “los amigos no pueden ser perfectos…”
Sarrion afirma que a partir de cierto momento ‘todos nos vamos perdiendo, nos perdemos”. Lo que vale para los otros y para nosotros. Pero pese a ello, seguimos encontrando y encontrándonos.
Siempre sorprende que alguien te haya leído por dentro. Preciosa y transparente reflexión sobre la desmemoria.