“Entonces, por primera vez, tenía la sensación de hablar por mí mismo y por la época.”
Stefan Zweig
Descubrí a Stefan Zweig (Esteban Rama, o De La Rama, en castellano, si los nombres propios fueran traducibles) haciendo un trabajo sobre Tolstoi en la Biblioteca Nacional. Me habían concedido un permiso para leer lo que quisiera durante quince días siempre que los libros no salieran del augusto edificio y que su edición fuera posterior a 1905. Todos los viejos cuentos y ensayos de doctrina de Tolstoi estaban publicados en nuestro idioma después de esa fecha, en unos volúmenes pardos y vetustos que parecían haber sido leídos mil veces o no haber sido leídos nunca. Pude terminar mi trabajo sobre la filosofía tolstoista, que entregué a un profesor muy religioso que tenía entonces, pero mi mayor hallazgo fue la biografía correspondiente de Zweig, que parecía explicarlo perfectamente todo. No necesité, pues, pensar nada: ya lo había pensado todo el austriaco por mi. Esta impresión de transparencia absoluta en torno a los personajes de los que se ocupa embarga siempre al lector de las biografías históricas de Zweig, que termina por creer conocerlos mejor de lo que se conocieron a sí mismos, tal es la fuerza de convicción que inyectaba en su escritura. Zweig, por ello, fue muy leído en Europa en los años 20, y volvió a reeditarse en los noventa en España con idéntico éxito. Tras mi contacto con Tolstoi, encontré que toda la obra ensayística-biográfica de Zweig se hallaba en la biblioteca de mi facultad, así que en los meses siguientes la devoré casi toda, con tanta suerte que luego pude comprármela (dos gruesos volúmenes de la editorial Juventud) en un rastrillo de viejo por un precio de risa.
Pero me quedaba algo por leer, que es la laguna que he subsanado ahora: se trata de las tres semblanzas contenidas en La curación por el espíritu, acerca de Mesmer, Baker-Eddy y Freud, también publicadas hace unos años por Acantilado. Me ha resultado toda una vuelta al pasado, personal y colectivo. Personal en lo que concierne a esas primeras lecturas de Zweig, tan románticas, tan grandilocuentes sin caer en lo ampuloso, tan bien explicado todo (a veces demasiado: consagra párrafos y párrafos a decir lo mismo de diferentes maneras) y tan estimulante. Y colectivo por lo que sus biografías tienen de memoria de la grandeza humana, esa inmensa fe en nosotros en general que profesaba Zweig y que le llevó al suicidio cuando vio, o creyó ver, que el nazismo iba a revertirla inexorablemente. Hombres así ya no quedan, pero no porque ahora los hagamos peores, sino sencillamente porque esa fe se ha perdido. Zweig, cómodamente afincado en Brasil, tras toda una vida de viajes, en absoluto enfermo o deprimido decide que debe acabar con su vida porque la barbarie está asolando Europa y de alguna manera hay que protestar contra lo intolerable. Es una idea rarísima para nosotros hoy: me mato porque ya soy mayor y el mundo en que crecí deja de existir, aunque habite el exilio dorado, aunque todo ese horror no me toque de cerca. Heidegger, por ejemplo, compartía ese sentimiento de que la cultura europea -y no el bolchevismo o el “americanismo”, como lo llamaba- debe seguir siendo la clave arquimédica del mundo, y ni por esas se le pasó por la cabeza sacrificar simbólica o realmente su vida por ella ni aun cuando los nazis le retiraron su confianza anterior y le pusieron a cavar zanjas.
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Zweig, en cambio, que era totalmente ateo, rezaba en esa capilla, la capilla ética de la fe en el pasado y el futuro del proyecto europeo. Sus biografías, que son la mayoría biografías de artistas o políticos (como las de, por cierto, su coetáneo Emil Ludwig -nacieron el mismo año-, y es de observar que trabajando en paralelo nunca se pisaron un solo nombre, excepto, muy al final, Freud) rezuman esta fe por los cuatro costados, incluso cuando el personaje en cuestión es execrable, como en el caso de Fouché, que es una de las mejores -sino la mejor… En estas tres que he leído ahora, Zweig muestra una comprensión profunda hacia sus criaturas que las salva de cualquier reproche, y para conseguirlo moviliza lo mejor de su pensamiento. Zweig suele pensar mucho lo que escribe, y es un maestro de la explicación tanto como de los golpes de efecto, pero aquí se esmera más que nunca en defender lo indefendible y en argumentar en beneficio de sus retratados. Freud, que no es santo de mi devoción intelectual, sale muy bien parado, y casi -casi pero no: no me creo esas apelaciones a la bestia interior…- me convence de echar un vistazo más caviloso a su obra (el interesado, curiosamente, tuvo oportunidad de leer las razonadas alabanzas de Zweig, y con todo y con eso aún le hizo alguna puntualización…) Mesmer y Baker-Eddy, pese a lo olvidados que están ya en el imaginario colectivo, y pese al oprobio infligido sobre ellos ya en vida -muy merecido en el caso de la segunda, en mi opinión-, reciben de Zweig un digno epitafio, que hace que contar sus vidas por lo menudo merezca realmente la pena. Se le han achacado a veces a Zweig errores históricos, torpezas informativas, y que habría que atribuir a falta de documentación, puesto que además Zweig era dramaturgo, poeta, traductor, novelista y ensayista, pero no historiador profesional. No me parece que tengan mucha importancia: de él se puede decir lo que decía de sí mismo Alejandro Dumas padre, que sus relatos históricos podrán no ser muy exactos, pero dan lugar a “bellas ficciones”. Con la salvedad de que Zweig no lo hacía adrede. Fue, sin duda, toda su vida un hombre escrupulosamente honesto…
“El mundo de ayer“, que es, junto con “Momentos estelares de la humanidad“, su obra seguramente más célebre en la actualidad, constituye lo más parecido a una autobiografía que escribiera Zweig, si descontamos artículos cortos ocasionales. Allí se hace un repaso sistemático no tanto del mundo anterior a la Gran Guerra, sino de los personajes más significativos del pacifismo paneuropeo que Zweig había conocido personalmente. Es, por tanto, una galería de miniaturas entonces célebres: Rilke, Rolland, Hofmannstahl, etc. Zweig cultivaba esa adoración por los grandes hombres de la cultura que tenemos hoy algo obsoleta, tal vez porque nos dan miedo, o tal vez porque nos ponen el rasero demasiado alto. De hecho, La curación por el espíritu está dedicado a Albert Einstein, que era lector suyo y a quién también trató personalmente. Einstein, como Freud, era judío, y también Zweig era judío, pero apenas se hace referencia a esta condición en ninguno de sus escritos de no-ficción, puesto que para él era irrelevante, un dato que en nada altera la historia que se tiene que contar, y que es siempre una historia del espíritu europeo. Si acaso, algún apunte marginal, como cuando expresa, en una carta privada, que “El judaísmo prospera a nivel cultural y florece como no lo hizo en centenares de años. Tal vez sea la llamarada antes de la extinción. Tal vez no es más que un breve estallido en la erupción del odio mundial”. No obstante, algo tuvo que ve en su decisión de poner fin a su vida (y a la de su segunda mujer) en su refugio tropical de Brasil. Los judíos estaban siendo exterminados, y Zweig entendió que no podía hurtar su privilegiado pellejo ante la catástrofe. Si tan solo hubiera esperado tres años más habría contemplado desde lejos el final de la pesadilla, como sí consiguió hacer Emil Ludwig, que también era de judío y huyó a los EEUU, pero entonces ya no se habría sentido tan partícipe de ella. Probablemente le hubieran faltado ánimos para escribir unos tristes momentos trágicos de la humanidad…
Yo no he leído ninguna de la novelas de Zweig, pero estoy seguro de que gozan de la misma sagacidad psicológica y altura de intensidad que sus biografías. Fue un gran admirador de Dostoiesky y de Nietzsche, y trataba de insuflar esa fluencia de pasión acaso exagerada a todas sus obras. Ya no se escribe así, por la sencilla razón de que la acumulación de experiencia lectora nos ha hecho más serenos y comedidos, pero cuando vuelve a publicarse algo como esto se convierte automáticamente en best-seller. Algo tiene Zweig que seduce en mitad de una tormenta de palabras hinchadas y exposiciones rotundas, algo que yo aquí he llamado fe y que parece resultar bastante inusual en estos accidentados inicios del s. XXI. Se me ocurre que Zweig debería ser lectura obligatoria para los miembros del Parlamento Europeo, pero no sé si está ese horno para estos exquisitos bollos…
Encuentro por casualidad esta entrada (http://www.elboomeran.com/blog-post/2/16169/rafael-argullol/indefensos-ante-la-manipulacion/) en el blog de Rafael Argullol sobre Zweig. No sabía lo de las dos fotos y que la más conocida, la que está en este artículo, no era la posición original en que los encontraron sino otra en la que están abrazados y que puede encontrarse aqui (http://2.bp.blogspot.com/_V1v18sjv_sw/R6NljWi7e1I/AAAAAAAAAMo/Ak6LICUjmc4/s320/2Zweigbestlastphoto.gif)
Es imposible no inquietarse un poco con lo que escribe Argullol sobre palabra y verdad y la crisis de una civilización que llevó a Zweig al suicidio. Nubarrones que tengo la sensación que se han ennegrecido desde que escribió el artículo.
“(…) Más allá de sus múltiples aciertos literarios, El mundo de ayer es una lección magistral sobre la demolición de los vínculos entre palabra y verdad. Los totalitarismos, a través de los cuales la Europa exaltada por Zweig, junto a tantos otros escritores, se había “destruido a sí misma”, ponían al descubierto que aquella demolición dejaba indefenso por completo al individuo y, en consecuencia, listo para la manipulación y la sumisión. Extirpando la verdad a las palabras se extirpaba también el espíritu a los hombres. Es posible que, en la lejana Petrópolis, Zweig, antes de suicidarse, pensara que los efectos de lo que estaba sucediendo conmoverían irreparablemente el futuro.”
“(…) Con todo, donde el lector actual puede encontrar la mayor vibración al recorrer las páginas de Zweig es al percibir ciertos paralelismos entre los riesgos del pasado y del presente. Huérfanos de la verdad de las palabras, o incapaces de encontrarla y compartirla, también nosotros nos encontramos indefensos ante la manipulación, por más que nuestra fe tecnológica nos mantenga ensimismados. Las épocas parecen muy distantes, es cierto. En la nuestra sólo ha irrumpido una multitud de pequeños brujos que juegan con la mentira y casi todos convivimos indiferentemente con ella. Pero la falta de amor a la verdad entraña el mayor peligro: es el terreno abonado para que los grandes brujos entren en escena.”
Merece la pena leer el artículo completo que coincide mucho con el tuyo.
Sí, está muy bien esa entrada de su blog. Respecto a la retórica nazi, más específicamente (aquella relación adulterada entre palabra y verdad) hay un famoso libro, de Viktor Kemplerer, el hermano de Otto, que yo no he leído. Gracias.