En el mundo literario los gatos siempre han estado de moda. Me cuesta imaginar a Elsa Morante sin sus gatos, esos gatos que en su casa del Trastevere estaban por todas partes: jugueteando a sus pies, en su mesa de escritora, hasta en sus novelas. Tampoco me imagino a Cortázar sin esos gatos, que más que gatos, son teléfonos que suenan y maúllan como el de su cuento “Un tal Lucas”. Ni a Sánchez Dragó llorando a moco tendido la pérdida de Soseki, casi humano por la televisión. Ni puestos a imaginar, a Capote sin su famoso gato Washington al que le enviaba postales. No, no me imagino un mundo literario sin gatos.
Incluso a mí quisieron regalarme uno cuando empecé a tomarme esto de escribir un poco más en serio. Se llamaba Topaz como la película de Hitchcock. Un gato triste, de largos bigotes, que mostró la misma sorpresa al verme que yo, cuando le vi metido con un lazo al cuello en aquella caja plateada, que de grande parecía una nave espacial. Un gato con personalidad, que como a Garfield le gustaba la lasagna, su osito de peluche y las siestas. De no haber sido por mi alergia, Topaz estaría ahora brincando en mi mesa, desordenando sin miedo mis papeles y yo presumiendo de gato extraterrestre. Creo que hasta me hubiera dejado fotografiar con él como Elsa Morante, y no como ahora que he de lamentar su ausencia con palabras, qué otra cosa, y soportar al gato del vecino, cuando cariñoso se cuela por mi ventana en las noches de verano.
Así son los gatos que todo se les perdona, hasta estas intromisiones nocturnas que por inesperadas casi me conducen al infarto. Su mirada felina parece esconder un secreto. Basta con que uno se fije con atención, para darse cuenta que la luz de sus ojos puede llevarnos a un mundo mágico: un mundo de fantasía en el que ni la mejor Alicia es capaz de desentrañar ese misterio. Aparecen y desaparecen, tan libres que a veces los encuentras en jardines olvidados como en los cuadros del Bosco, o en los ojos felinos de las mujeres panteras. Otras veces se convierten en protagonistas de poemas, como en aquel de Borges: “No son más silenciosos los espejos/ni más furtiva el alba aventurera/eres, bajo la luna, esa pantera que nos es dado divisar de lejos.”
Dicen que los gatos blancos daban suerte en la antigua Roma, aunque fue un gato negro el que le dio la suerte y la fama a Poe. Por no hablar de Kusturica que en su película “Gato negro, gato blanco”, prefirió no hacer distinciones y nos hizo reír olvidando que el bien y el mal a menudo se disfrazan de travesura gatuna. Los felinos tienen un poder, un poder que para mí quisiera, juegan al despiste, son pícaros y gamberros, anteponen su propio placer a cualquier otro placer, incluso al amor que puedan encontrar en otros gatos, otras esquinas. Algunos cantan desafinando como el del relato de Cabrera Infante, Offenbach y otros levantan pasiones, como la diosa de los gatos que cuando aparece vestida sólo con su collar, ningún hombre puede resistir sus encantos. Ni siquiera Baudelaire pudo reprimirse a los de su gata cuando le escribió: “Ven, gatita mía, contra mi amoroso corazón; reprime las garras de tu pata/ Y deja sumergirme dentro de tus bellos ojos/ Mezcla de metal y ágata”.
Mucho de gato tenía Warhol que después de su experiencia en el Chelsea Hotel, compartió manta y sofá con sus veinticinco gatos en un apartamento de la avenida Lexington. Todos se llamaban Sam, los dibujaba, y algunos le acompañaban en sus viajes más locos. Llegó a cancelar importantes citas de negocios, con tal de no separarse de ellos. Warhol se dejaba querer y entre ronroneos descubrió hasta qué punto le traían suerte, sobre todo un gato azul, a quien cuando su ausencia se le hacía interminable, le escribía notitas que le dejaba en su canastilla. ”Querido SAM: Te echo de menos. ¿Quién te quiere? A. (¿quién va a ser si no?)”.
¿Y qué me dicen del gato de Iñaki Uriarte, protagonista de sus diarios? ¿Y de Hemingway? ¿Y de Doris Lessing y sus Gatos ilustres? No hace falta que yo lo diga, pero los gatos, y sobre todo sus dueños, son así: gatos, con ojos de escritor, de poeta, o de mujer fatal. Gatos que arañan más que yo cuando me levanto gata, mujeres que ronronean con una sonrisa cuando pretenden la luna. Si hasta Alicia al referirse al gato de Cheshire, lo dijo: “He visto muchos gatos sin sonrisa, pero ninguna sonrisa sin gato” ¿O es que acaso ustedes sí?