La forma exacta del adiós

Nos habíamos prometido que aquel sería el último café, que no podía ser y que quizás algún día lo veríamos desde otra perspectiva. Me esperó en la puerta de la pastelería, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, dando golpecitos sobre algo invisible sobre la acera. Lo vi de lejos, con el ceño fruncido formando una arruga entre las cejas, tengo que decirle que deje de hacerlo o se le quedará una marca. Aunque no creo que me haga caso, se considera un alma vieja y las almas viejas no se detienen a pensar en esas cosas. 

Se dio cuenta de que me acercaba, no sé si porque las botas me pesaban un poco aquella mañana o por mis andares nada sigilosos. Nos miramos y sonreímos -cómplices- ajenos al resto de personas que pasaban a nuestro lado. El último café, nos habíamos prometido, pero yo sabía que diríamos que sí una vez más a la semana siguiente. 

—  Estás muy guapa — se atrevió a decir apretándome el brazo, masajeándolo hasta el codo con aquellos dedos fuertes. 

—  Tienes la barba larga — y le acaricié la mandíbula donde comenzaban a aparecer algunas canas. 

—  Alba — y aquella voz ronca con un deje de reproche me calentó hasta el alma a las diez de la mañana.

—  Vamos, que solo tengo media hora y a este paso tendré que meter el café en un vaso de cartón. 

—  Y no te gusta. —  dijo abriendo la puerta de cristal que chilló un poco sobre sus goznes. 

Tenía que ser la última cita, porque Pablo sabía que yo odiaba el café bebido con prisas, o en vaso, o excesivamente caliente. Esas cosas cotidianas comenzaban a tener un peso muy grande cada vez que nos veíamos y no podía ser. Como tampoco podía ser que sostuviera mi chaqueta de cuero mientras me acomodaba en la banqueta porque mi torpeza es tan grande que me cuesta hacer varias cosas a la misma vez. Aunque no me lo dice, porque si algo tiene Pablo, es un arte para saber y hacer, pero no hablar. 

Dos cafés con leche y una palmera enorme de chocolate interrumpieron la retahíla oficial de cortesía; la familia, el trabajo, los amigos de cada uno que conocemos. Menos mal que el sonido del plato sobre la mesa me devolvió a la cafetería, porque yo hacía un rato que no paraba de fijarme en la camisa a cuadros que lleva y que le queda muy bien. O en su mano que ya ha rozado un par de veces la rodilla de la pierna que he acomodado entre las suyas. 

—¿De verdad te vas a comer la palmera con cuchillo y tenedor? —  comentó serio.

— Ya sabes que no me gusta mancharme. —  y el mohín de mis labios rojos lo distrae unos segundos. 

— Con lo rica que está — y joder, ese tono y esas manos que se cruzaban con las mías cada uno partiendo su propia porción. 

Me separó un mechón de pelo por detrás del hombro y se detuvo un par de segundos en uno de los rizos que acababa de tocar. Le gustaba. Como aquella vez que se le escapó un “mi leona” que le salió del alma. Hay que dejar de verse, porque yo sigo tirando de flash back cada vez que me mira y él no para de hacer cosas que me gustan a las diez de la mañana. Hablamos de su último viaje, de lo regular que lo había pasado y de que no repetiría destino en una temporada. Me asombró, porque tiene un corazón medio blindado que le permite seguir de manera automática ante situaciones que al resto de los mortales habría paralizado. 

El teléfono me sonó dentro del bolso y Pablo se hizo cargo de mi chaqueta mientras intentaba localizarlo. El gesto le sale natural, como si lleváramos toda la vida haciendo lo mismo, o tal vez sí, solo que no lo sabemos y por eso cuando nos vemos no parece que haya pasado el tiempo. Contesto y él va a pagar la cuenta, aunque me toca invitarlo esta vez, era el trato. Le da igual, me da la espalda y yo intento concentrarme en la conversación mientras me quedo mirando de nuevo los cuadros de la camisa, el vaquero y los zapatos. Me doy la vuelta y me fijo en el plato con los restos de palmera, míos casi todos, porque él se ha terminado su parte sin miramientos. A mí el estómago se me cierra de vez en cuando y ni el chocolate puede abrirlo. 

—¿Era lo que estabas esperando? —  susurró cuando cuelgo y ve mi cara. 

— Me lo han dado, ya está. 

— Bien — la serenidad con la que habla me abruma, y el abrazo torpe que intentamos darnos frente a la gente más aún. — te lo mereces. 

Se le dibuja una sonrisa enorme en la cara que deja al descubierto los dientes alineados y perfectos. Se sonroja, como a veces le pasa y me alcanza la chaqueta que no ha soltado desde que contesté a la llamada. Sabe de mi tendencia al desastre, de lo absorta que puedo ponerme cuando estoy concentrada en algo y de que necesito espacio físico de vez en cuando. Sin nada, ni siquiera la chaqueta. Me acomoda el collar que se me ha torcido un poco entre la maraña de pelo y le respondí que un día de estos me lo corto. No comentó nada, aunque sé que es una de las bromas que menos le gustan, pero no me llevará la contraria tampoco. 

Nos pegamos un poco en la acera atestada de gente a esas horas. Es el tiempo estrella del desayuno y viernes de sol después de varios días grises. Suficiente para que todo el mundo salga a por un café o dos. Como nosotros. Sus manos siguen metidas en los bolsillos y yo vuelvo a arrastrar las botas en cada paso, como si me costara andar. 

— Estás muy guapa — dijo de nuevo mientras nos despedimos en un abrazo demasiado íntimo. 

— Y a ti te ha crecido mucho la barba — le susurré cerca del oído.

— Alba — y suspira mientras me aprieta la cintura con una mano y se aparta un poco para mirarme a los ojos. 

— Pablo — le respondo a la súplica — tenemos que dejar de tomar café así. 

—¿Así como? 

— Con nosotros. 

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