Desde niña, desde que me alcanza la memoria, me han encantado las escaleras de caracol. Mi hermana, en cambio, las ha aborrecido toda la vida. Claro, que hay que tener en cuenta que Angela ha sido siempre una pobre de espíritu.
Recuerdo que en casa de mis abuelos había una, con aquellos peldaños triangulares y angostos que giraban y giraban hasta producir una deliciosa sensación de mareo. Aquellas escaleras llevaban directamente a una gran terraza que ocupaba prácticamente toda la superficie de la casa. Y mi juego favorito consistía en subirlas y bajarlas treinta o cuarenta veces al día, a ser posible corriendo. Yo sostenía que subiendo una interminable escalera de caracol podría llegar a alcanzar las nubes. Mi hermana, en cambio, decía que lo más que te podría ocurrir era que las bajases rodando y te abrieses la cabeza. Desde luego, con esa mentalidad no se llega a ninguna parte.
Como las alturas me han fascinado siempre, me pasaba las horas muertas en aquella terraza, desde donde se dominaba una perfecta panorámica del pueblo. Me encantaba aquel maravilloso torbellino de vértigo, y el sentimiento de poder, plenitud y libertad que experimentaba al ver la vida deslizarse a mis pies.
Recuerdo que, si me empinaba lo suficiente, mi cintura llegaba justo al borde de la barandilla. En esa posición, de puntillas, estirándome todo lo que me permitía mi estatura, tensa por el esfuerzo, cerraba los ojos, abría los brazos y pensaba que, si me inclinaba un poco hacia delante, podría empezar a volar. Y podría ver desde lo alto, como lo hacen los pájaros, el ir y venir de las gentes por las calles, el incesante discurrir de coches, el deambular de los perros que van sin ir a ninguna parte, los juegos de los chicos en la plazuela…
Lamentablemente, mi familia no se ha caracterizado nunca por su gran poder imaginativo. De ahí que en varias ocasiones en que fui sorprendida en semejante actitud me cortaran los vuelos a base de guantazos. Con mi hermana, sin embargo, siempre se mostraron más indulgentes. Ella prefería, desde luego, los juegos convencionales, como cambiar cromos, saltar a la comba o ponerle vestidos a sus muñecas. Nunca se ha sentido atraída por nada que suponga un riesgo. Nunca ha hecho nada temerario o aventurado. Ni siquiera medianamente emocionante. Creo que lo más atrevido que ha llegado a hacer en toda su vida es dejarse sobar por encima del abrigo amparada en la penumbra del portal, una tarde en que un chico la acompañó a casa para resguardarla de la lluvia torrencial bajo su paraguas.
Yo, en cambio, siempre he vivido la vida al límite. Cuando me compraron mi primera bicicleta no me bastaba el patio, el parque o las aceras para correr. Necesitaba espacios abiertos, y a ser posible en lugares elevados donde la sensación de volar fuera lo más real posible. Afortunadamente había en el pueblo un cerro donde íbamos de romería todos los años el primer domingo de mayo. Le llamaban el Cerro de las Monjas Locas, aunque todavía, en los años que tengo, que ya son años, no he llegado a saber quienes eran esas monjas, ni por qué causa enloquecieron. Ni he encontrado a nadie suficientemente documentado sobre tan espinoso tema. El caso es que un día, después de comer, monté en la bicicleta y me dirigí a aquel paraje. Ni que decir tiene que, conforme me acercaba al cerro, se hacía más difícil el trayecto y me costaba más pedalear y sortear los obstáculos. De manera que me bajé de la bicicleta y la cogí debajo del brazo para ir más rápido. No sin esfuerzo llegué finalmente a la cumbre. Fue una ascensión dura y frenética, porque de un lado los pedruscos y los matojos que había de ir sorteando y por otro el peso de la bicicleta en brazos me dificultaban la marcha de una manera atroz. Pero llegué. Excuso decir la sensación de triunfo que me sobrecogió cuando, sudorosa, con enganchones en los calcetines y llena de arañazos, conseguí sentarme a mirar el pueblo a mis pies. Me tomé mi buena media hora de descanso, no era para menos. Pero una vez que hube recuperado fuerzas, me dispuse a llevar a cabo mi hazaña, para la cual me había venido preparada convenientemente. Busqué con la vista la ladera que estuviese más despejada de arbustos y piedras y me dispuse a bajarla como una exhalación. La verdad es que aquella fue una experiencia única. Y creo ser absolutamente literal cuando digo “única”. Me monté en la bicicleta, agarré fuertemente el manillar, despegué las piernas de los flancos y dejé que los pedales girasen solos. La bicicleta corría, ¡qué digo corría! ¡trotaba! cuesta abajo dando tumbos, bandazos y saltos cada vez que pillaba una piedra. Hubo, incluso, un par de ocasiones en que estuve a punto de caer. Bien es verdad que hubiese querido soltar las manos del manillar para extender los brazos y dar más verismo a aquella sensación de vuelo, pero el sentido común se impuso. O tal vez fuera el instinto de supervivencia. Cuando llegué a tierra firme la bicicleta nueva iba desvencijada, la ropa hecha jirones debido a los encontronazos con los arbustos, y yo llevaba arañazos y desollones por todas las partes visibles, incluso por las recónditas. ¡Pero casi había volado! Lo malo fue que al llegar a casa hubo más de lo mismo. Yo volaba en vuelo rasante, seguida de cerca por mi madre que esgrimía en el ala derecha una zapatilla.
Todavía me acuerdo como si fuera ayer cuando hicieron en el pueblo una competición de globos aerostáticos. Tendría por aquel entonces catorce o quince años. Vinieron cuatro o cinco hombres de distinta procedencia y montaron sus pertrechos en una era enorme que había en las afueras. Todo el mundo se echó a la calle y se buscó un lugar estratégico para no perderse detalle de aquel acontecimiento tan inusual. Hincharon los globos con unos infiernillos que escupían unas llamaradas que daban miedo. Yo no me atrevía ni a respirar. Ni siquiera pestañeaba para no dejar escapar ni uno solo de los movimientos de aquellos hombres. Al lado de cada globo había una especie de cajón, barquilla creo que lo llamaban, donde irían subidos aquellos jinetes en aquella extraña cabalgadura. Como es natural, yo me hice el firme propósito de montar en un artefacto de aquellos y remontarme por encima de las casas hasta tocar las nubes, si ello fuera posible. Desde el primer momento supe que subiría. De manera que los miré bien a todos, elegí el que me pareció más joven y más aparente y, atravesando el cerco de mirones, me acerqué a él y en voz baja le convencí de la necesidad imperiosa de que yo viajase en globo.
Al día siguiente me dolía todo el cuerpo. En parte por el vuelo, que resultó ser maravilloso, pero absolutamente traqueteante, en parte por los revolcones que me dio el piloto en un descampado luego que cayera la noche, ya que de ese modo se cobraba el importe del viaje, tal como quedó convenido, y en parte por la tunda que me dio mi padre cuando llegué a casa con la ropa desmadejada, el pelo revuelto y dos chupetones violáceos en el cuello.
Comprendiendo de una forma categórica que mis padres tenían una gran estrechez de miras y que vivirían toda su limitada existencia a ras del suelo, decidí irme del pueblo a un lugar con más anchos horizontes.
Pronto comprobé, sin embargo, que en ningún sitio atan los perros con longaniza. Pasé más de dos y más de tres apuros, pero como siempre he sido una persona de recursos, conseguía salir a flote de todo. Para mi pesar, no conseguí encontrar en la gran ciudad ni un solo edificio donde hubiese una buena escalera de caracol. Allí se imponían las escaleras mecánicas, que, aunque no dejan de tener su gracia, es, mal comparado, como si un hombre te besara apasionadamente con la bufanda puesta sobre los labios.
Un día, sin embargo, conseguí un empleo de ascensorista en un edificio de veinte pisos. Aquello ya se iba pareciendo un poco a lo que yo tenía como meta en la vida. El poder subir a esas alturas y mirar la calle desde arriba me daba una sensación de libertad casi absoluta. Otra cosa hubiera sido poder asomarse a la ventana con medio cuerpo fuera, como hacía en la barandilla de mis abuelos. Pero en aquellos edificios las ventanas, por razones de seguridad, estaban clausuradas y no se podían abrir para nada. De manera que mis ansias de volar quedaban circunscritas al reducido espacio del ascensor, que subía y bajaba continuamente conmigo como piloto.
Llegó un momento en que el vaivén apenas perceptible del ascensor en marcha se me hizo monótono, por muy alto que subiese, máxime teniendo en cuenta que no podía entablar conversación con los pasajeros más allá de buenos días o a qué piso va usted. Si aquel cajón metálico subiese hasta la última planta y, una vez allí, se descolgase a toda velocidad hasta el sótano, la cosa tendría otra emoción. Eso sí sería como volar, como cuando me tiré en bicicleta desde el Cerro de las Monjas Locas. Pero aquello seguía su rutina sin varias un ápice.
Pero ocurrió que un día mi ascensor se estropeó, y vino un técnico a arreglarlo. Mostré tanto interés en el manejo y los entresijos más íntimos del aparato, que acabó contándome con todo lujo de detalles cómo era en realidad su funcionamiento interno. Me llevó, incluso, a un cuartito donde había una especie de ordenadores con unos microchips que eran los que gobernaban el aparato desde sus entrañas. Aquello era ilegal, desde luego, y estaba prohibida la entrada a cualquiera que no fuese de la empresa que fabricaba los cajones metálicos. Pero yo supe ganarme su voluntad para que olvidara por un rato las normas. Tampoco vamos a entrar en detalles.
No creo que sea necesario que comente cómo me las ingenié para entrar a solas en el cuarto de ciencia ficción ni de qué manera manipulé aquello. Pero teniendo en cuenta que ya llevaba dos años subiendo y bajando sin sentir ni un cosquilleo en la boca del estómago, bien merecía un momento de gloria en mi vida laboral, y vivir, aunque sólo fuera una vez más, la sensación de que volaba libre, como a mí me gustaba.
Eran las tres de la tarde y las oficinas del edificio empezaban a vaciarse. Estaba en la última planta y llevaba el ascensor lleno de ejecutivos, secretarias y accionistas. Sin mediar palabra le dí a un botón y contuve la respiración. Aquello empezó a desplomarse y a bajar más deprisa que mi bicicleta, salvo que aquí no había baches. Se oyeron exclamaciones de sorpresa, gritos y algún que otro exabrupto impropio de señores tan finos. Yo estaba en todo lo mío, la verdad. Aquella sensación de vértigo y de caída libre era algo maravilloso. Era totalmente como si volara, como si despertara de una modorra de años. Cuando llegamos al sótano ya no hubo más espacio para seguir bajando, y aquello se estrelló contra el suelo con un estrépito asombroso.
Más tarde, mientras me reponía en el hospital de las lesiones producidas por el impacto, me enteré de que cuatro de los viajeros habían pasado a mejor vida. Porque, a mi juicio, es mejor irse al cielo volando que estar todos los días subiendo y bajando en una caja con botones sin notar ni un asomo de emoción.
Ahora, que paso una larga temporada de reposo en una cárcel de mujeres, he conseguido del alcaide, que es un hombre encantador por cierto, que me asignen una celda en la galería más alta. Y estoy diseñando en mis ratos libres un dispositivo que me permita deslizarme desde arriba hasta la planta baja cada vez que nos llamen para ir a comer o para salir al patio. No creo que tarde en conseguirlo, teniendo en cuenta que siempre he sido una mujer de altos vuelos.