Se llamaba Gibson Lespold y tocaba la trompeta. Era un tipo feo y sin embargo elegante. Distinguido. Las persianas de su apartamento no se levantaban nunca. Su casa era como una caja de zapatos. Una caja de zapatos cerrada, sin vistas a ninguna parte. Gibson Lespold tocaba la trompeta en su apartamento. La tocaba cada día. Pero sobre todo cada noche. No lo hacía a propósito. Gibson no elegía el momento y mucho menos, lo hacía por molestar a nadie. Sus vecinos estaban hartos de él. De los ruidos. El casero había ido a intentar hablar con él decenas de veces. Gibson no abría nunca. Dormía o tocaba la trompeta. Bebe, y también se drogaba, heroína, siempre que podía. Algo de marihuana. Pastillas. Sufría problemas para dormir. Pesadillas. Delirios. Alucinaciones. A pesar de esto o, quizá, gracias a esto, Gibson soplaba la trompeta en calzoncillos y camiseta con el sombrero puesto, y llevaba los calcetines subidos por encima de sus negros tobillos suspendidos por los ligueros. Gibson siempre interpretaba con el sombrero puesto en la cabeza. A veces se pasaba la noche entera bufando la boquilla de la trompeta. Podía estar sentado, agarrado a una garrafa de vino o soplando una cerveza que, de súbito, abandonaba lo que está haciendo, sin más. La magia empezaba a partir de ahí. El aire cambiaba a su alrededor, volviéndose dúctil, de una viscosidad electrizante que transformaba la atmósfera con la certidumbre de que cualquier cosa, deidad o desastre, estaba por suceder. Sus dedos comenzaban a moverse sobre los tubulares guiados por una fuerza que brotaba de alguna parte situada muy en el fondo de Gibson Lespold. Así transcurría la noche, sin noción alguna del tiempo, como en un sueño, envuelta en una cortina de humo desprendida de toda una cajetilla de cigarrillos mientras Gibson improvisaba. Cada soplido que daba a su trompeta lo alejaba una nota más de la mediocridad. Con o sin espectadores, Gibson tocaba igual, por necesidad. También por desesperación, por la búsqueda instintiva de un sonido, la melodía que impregnaba cada instante de su vida, una sinfonía distópica de excentricidad exacerbada que lo hacía caminar a tientas, por un filo hilo que separa a los célebres artistas de aquellos que muerden el polvo. Pero, sobre todo, Gibson interpretaba por necesidad. Era su alma, el irrefrenable deseo de sentir el ritmo que brotaba de aquel lugar tan suyo, tan profundo y hondo que habitaba en su interior y que, sin embargo, Gibson, un craso desastre en cuestiones de orientación cardinal, no era capaz de localizar.

 

Fotografía Herman Leonard

Durante años, Gibson sobrevivió a duras penas, malviviendo en penosas condiciones la mayor parte del tiempo. Lo había empeñado todo, quizá cien veces, y esto incluía la camisa que vestía y la trompeta. En el camino, un puñado de fieles amigos se apiadó de su situación y lo acogieron por un tiempo. Tenía treinta y tres años y el hígado de un hombre de sesenta y cinco. Lo operaron una vez. Insuficiencia renal. Uno de sus riñones, el izquierdo, cayó, o no cayó y se bajó en marcha, harto de las rígidas condiciones de rendimiento que Gibson le imponía a diario. Los médicos le prohibieron seguir bebiendo, alcohol, por supuesto. También fumar y drogarse. Debía abandonar la vida que llevaba de inmediato, de lo contrario, moriría sin remedio en seis o siete meses. Como mucho. Pasaran cuatro años y dos meses desde entonces. En cualquier caso, Gibson encajó las prohibiciones facultativas con una sonrisa deportiva que entreveraba una hilera de dientes tan blancos como la crema de leche sin pasteurizar. Asintió con amabilidad. Dijo que sí a todo lo que se suponía que tenía que decir que sí. A todo lo que tenía que sonar que sí. Con la opción “No” obró de idéntica manera. Nada de lo que decía era cierto, por supuesto, pero daba igual. Mentira o no, entonces Gibson Lespold no sabía que no cumpliría con nada de aquello. Ni siquiera se lo planteó. Aquél era el primer año de la doctora Clarksdale como profesional médico en el Hospital Público de Nueva York. Sentada tras la mesa de su consulta en el hospital, había consentido que el paciente Gibson Lespold, a su manera, le mintiera. Para la doctora Marion Clarksdale, aquel hombre era uno de tantos artistas que alimentaban la llama del romanticismo nostálgico que ardía en su cerebro gracias a las imágenes estereotipadas de otros tiempos a los que, sin haberlos vivido, tipos trasnochados como Gibson Lespold, anhelaban regresar, una y otra y otra vez. Entonces Gibson se recuperaba a su manera de su enfermedad. De igual modo, también podría decirse que, en el fondo, Gibson nunca llegó a recuperarse y que la enfermedad continuaba más o menos en el mismo estadio que dio con sus huesos en la mesa de operaciones. A su juicio, aquel hombre no parecía lamentar la pérdida de uno de sus dos únicos riñones y que la situación actual del segundo, y por tanto superviviente, fuese, cuando menos, de un pronóstico tan delicado que en modo alguno invitaba al optimismo. Y así era, aunque, entendámonos. No es que se alegrase con lo sucedido, pero en el fondo, Gibson Lespold no lo lamentaba en absoluto. Las cosas eran así. Él no cuestionaba las decisiones que tomaba ni las consecuencias que éstas pudieran acarrear. La equivocación era un concepto carente de contenido que Gibson nunca llegó a interiorizar. Actuaba por intuición, brujuleado únicamente por su instinto y la inconsciente educación de su propio expediente, sin esperar un resultado con un signo concreto. Así, iba saltando de un destino a otro, donde podía esperarle un sí o un no, y en el que llegado a este punto, volvería a actuar en consecuencia variando su camino en función del resultado del punto anterior. De este modo, si en un primer intento fallaba, Gibson podía tomar uno u otro camino, pudiendo olvidarlo y seguir su destino o, bien por contrario, volver a intentarlo.

 

Fotografía Herman Leonard

Mientras la doctora Clarksdale desarrollaba en voz alta su diagnóstico y enumeraba el abanico de prohibiciones que a partir de ahora debían regir la cotidianidad de su vida, Gibson, imbuido de su propia abstracción, creía escuchar una melodía prodigiosa. No es que la melodía resonase en el interior de la consulta o a través del sistema de megafonía del hospital, sino que ésta se reproducía en su cabeza con una perspicua claridad que Gibson concebía incluso a nivel muscular. Sentía el vaivén de las notas, la pulsión de aquel sonido acoplándose a sus dedos, en su garganta, la tensión interna de la boca, la oscilación de la vibración prorrumpiendo en la boquilla imaginaria de una trompeta imaginaria.

Sucedería cualquier día. Esa fue la conclusión a la que la doctora Clarksdale llegó al contemplar la espalda de Gibson Lespold perderse tras el quicio de la puerta de su consulta. Era una tragedia, o quizá no, después de todo. En realidad no, no lo era, reconsideró la doctora haciendo una última anotación en el expediente de Gibson Lespold y tomando el expediente del paciente contiguo.

Una vez en la calle, la vida continuó del mismo modo en que solía hacerlo, para Gibson Lespold. No es que fuese a pedir una copa a un bar nada más salir del hospital. No directamente. Pero fue. Esa noche, Gibson tocó su trompeta durante horas en el Village Vanguard y lo hizo como nunca lo había hecho. A pesar de todo, y todo, en esencia, se refiere a su delicada salud, Gibson parecía estar mejor que siempre e hizo lo que mejor sabía hacer. Lo único que sabía, en realidad, y para lo que según todos, y unánimemente así lo concluyeron los presentes en la sala, había nacido aquel tipo que gesticulaba interpretando toda una excéntrica serie de muecas y soplaba su magia negra a través de la embocadura de su trompeta. Como aquella tarde, Gibson también bebió durante la noche. A las cuatro de la madrugada, en una fiesta celebrada en un apartamento plagado de desconocidos y al que no recordaba haber ido, Gibson se desembarazó de su trompeta y de su sombrero y se encerró en una habitación, donde se inyectó la dosis de heroína que llevaba guardada en el bolsillo del abrigo antes de derrumbarse sobre la cama. Media hora de éxtasis más tarde, regresó a la fiesta con los demás. Alguien le pasó una copa y Gibson la fulminó sin dejar de sonreír. Se encontraba en una cocina de azulejos azules. La cocina estaba llena a rebosar, repleta de rostros que lo miraban tocar. Una trompeta, dos guitarras, un tipo que había conocido alguna vez por ahí tocando el saxofón. La música sonaba y los rostros congestionados gritaban y se reían a grandes carcajadas que parecían dar dentelladas al aire. Hacía un calor sofocante. Era por el whisky o por la cerveza, tal vez por la ginebra. O por el vino. Por todos lados había botellas con etiquetas que anunciaban su contenido alcohólico. Gibson bebió hasta que presintió no poder más. Entonces hubo de desembarazarse de la engorrosa mujer que lo mantenía abrazado, que lo sujetaba y lo manoseaba, diciéndole entre susurros, entre gruesos balbuceos plagados de deslices fonéticos y atropellos cacofónicos, entre interrupciones e incesantes tergiversaciones, puede que no resueltos con suavidad, eso Gibson Lespold no lo sabía, o no lo sabía pero sí lo interpretaba o conseguía tener la sensación, a pesar del alcohol, del dolor que cimbreaba agudamente su cabeza y de los efectos de la droga, y que en el fondo tal vez no fuesen otra cosa, pues éstos resonaban vagamente, de una forma apenas interpretable y llena de distorsiones, en algún lugar interno de su oído, toda suerte de obscenidades, mientras ésta, la mujer, le metía la lengua hasta el fondo de la boca y le dejaba un sabor acre, una mezcla de nicotina y cardamomo que se mezclaba con el engrudo de reflujos que él mismo producía y con los que revestía el cielo del paladar y el resto de subterfugios bucales. Entonces el mundo giró y Gibson terminó desmayado en el sofá del salón. La música continuaba en algún lado. Había gente por todos sitios. Nadie hacía caso de nadie. Gibson podría haber muerto y nadie se hubiese dado cuenta hasta el final de la fiesta. Quizá después. Todos iban de un lado para otro, empujados por el eterno remordimiento de que algo, lo que sea, cualquier cosa, está sucediendo, y tú, amigo mío, te lo estás perdiendo.

 

Fotografía Herman Leonard

Al cabo de una hora más tarde, Gibson Lespold recuperó la consciencia y emergió de entre la montaña de chaquetas y abrigos, de bolsos y alguna botella vacía bajo la cual había quedado sepultado. Su aspecto era todo lo horrible que podría llegar a serlo, o casi. En algún lugar del apartamento los músicos ejecutaban West End Blues, la canción de Louis Armstrong, a quemarropa. Los invitados y los que no lo eran pero que habían conseguido colarse yacían ciscados por doquier, más borrachos y drogados, si cabe, que el mismo Gibson. Aun así, el trompetista se sintió observado y la incomodidad, cuyo grado, a aquellas alturas había alcanzado cotas de insoportable, lo hizo vomitar antes de alcanzar la puerta de entrada. Cuando por fin consiguió alcanzar la calle, el sol era ya el del mediodía, aunque éste se escondía tras un grueso paredón de nubes que parecía a punto de precipitarse y aplastar la ciudad con su peso. El estómago le ardía, como si aquella bolsa bacteriana se hubiese convertido en una sucursal del infierno. Vomitó una vez más. Unos minutos más tarde, uno de los asistentes que conocía a Gibson Lespold y que lo había escuchado en su actuación de la noche anterior en el Village Vanguard, lo encontró desorientado a unos pocos pasos del edificio donde se había celebrado la fiesta y del cual, Gibson, que había estado caminando en círculos bajo la lluvia, o no en círculos y sí en polígonos geométricos de distinta consideración morfológica irregular, no había conseguido alejarse más de unos metros del portal del edificio, cuyo portero lo había estado observando con divertimento. El hombre, a partir de ahora, el Hombre, era un sentido admirador del trabajo de Gibson Lespold, al cual recordaba haber visto por primera vez en el escenario del Lenox Lounge, el club de jazz de la avenida Lenox. Para el Hombre, por lo demás un apasionado melómano y al que a partir de aquí se le dará consideración de Hombre Melómano, aquél constituía un hermoso recuerdo que guardaba en un apartado especial de su memoria y que dedicaba a los eventos a los que éste tipificaba bajo la etiqueta nominativa de extraordinarios. Sin duda, pensó el Hombre Melómano entonces, hay algo que lo hace diferente a este tipo. Su forma de tocar recuerda a la de Miles Davis, tan sensible y profunda, e improvisa con la misma facilidad con que lo hacía su añorado Dizzy Gillespie. Hay algo arrebatador en su música, concluyó. Algo que hace que se te corte la respiración y sientas una especie de vértigo, como si estuvieses caminando sobre el alero más alto del Empire State, una sensación dulce y sin embargo amarga, por demás embriagadora, que te encoge el estómago en un puño y te hace desear que sus labios no dejen de soplar en su trompeta. No es sólo melancolía o tristeza, coligió el Hombre Melómano, es la desesperación de sus entrañas lo que Gibson exhala en cada bufido. Cada nota, tamizada o no por el metal de la sordina, parece un lamento desgajado de su misma alma. Un lamento lúgubre y desgarrador envuelto en su misma piel, afirmó el Hombre Melómano; la piel de Gibson Lespold.

 

Fotografía Herman Leonard

El Hombre Melómano escuchó con admirada devoción cada uno de los temas que Gibson, acompañado de otros músicos que subieron con él al escenario, interpretó de un modo magistral. Al terminar de versionar Ornithology, durante el estallido de aplausos que vino a continuación, el Hombre Melómano cayó en la cuenta de que estaba temblando, azogado por la emoción que embargaba su garganta con un nudo de admiración sin límite. Tenía los ojos vitrificados y, sin saber por qué, el Hombre Melómano, como un estúpido, no era capaz de dejar de sonreír. En el escenario, al finalizar su actuación, Gibson se destocó y saludó al público agitando su sombrero, mientras éste no dejaba de ovacionar el espectáculo. Luego, Gibson se bajó del escenario y se perdió de vista, fuera del alcance de los focos. En su salida, Gibson debió cruzarse con Chet Baker, el trompetista politoxicómano, que fue el siguiente músico en pisar el escenario aquella noche. Quizá intercambiaron algunas frases. Tal vez quedaron de verse más tarde. Puede que se deseasen suerte. Aquella noche la sesión que Chet Baker brindó para la posteridad resultó memorable. Almost Blue. I waited for you. Born to be Blue… El público se volcó entusiasmado. El Hombre Melómano disfrutó y sintió en el vello de los brazos el ingente talento de aquella especie de monje arrugado que sorbía con avidez de un vaso con bourbon entre canción y canción. De cualquiera de las formas, el Hombre Melómano, a pesar de la notable interpretación de cada una de las piezas que Chet Baker ejecutó, no era capaz de dejar de pensar y dar vueltas a la forma de tocar de aquel negro que se escondía bajo el vuelo de las alas de su sombrero. Jamás hasta ahora había presenciado algo semejante, tan puro, tan extravagante y arrollador. Probablemente ése fue el motivo, desde luego el principal de todos los que pudiese reunir, por el cual aquella mañana el Hombre Melómano no dudó un instante en meter a Gibson en su coche y tras conseguir que éste le dijese su dirección, finalmente pudo llevarlo hasta su casa donde, una vez allí, se encontraron (el Hombre Melómano se lo encontró) con un cartel que anunciaba la avería del elevador y casi tuvo que arrastrarlos, a Gibson y a su trompeta, para hacerlos subir las escaleras que conducían hasta su apartamento. Antes de irse, el Hombre Melómano dejó el estuche con la trompeta de Gibson sobre la mesa del pequeño salón. Era una trompeta Martin Committee Deluxe. El estuche tenía grabado el nombre de Martin y un adhesivo con el de Lespold. Lo miró y lo acarició muy despacio, contemplándolo en silencio, como si se tratase de un tesoro de valor incalculable.

En los meses siguientes, el Hombre Melómano volvió a ver tocar a Gibson alguna vez. Gibson no recordaba nada de aquella noche en que HM lo rescató de la lluvia y lo llevó hasta su casa, y HM no tuvo el atrevimiento suficiente para acercarse a él y recordárselo. En su opinión, al HM le pareció que Gibson, es decir, que el aspecto de Gibson había desmejorado sensiblemente. Estaba más delgado y más encorvado de lo que solía ser habitual en él. A pesar de seguir sonriendo, su sonrisa se había entristecido y aquel fulgor en sus ojos de antaño semejaba haberse diluido en una mirada más vacía, más llena de inanidad también.

 

Fotografía Herman Leonard

La última vez que HM lo vio sintió pena. Una pena insondable y abrupta que, pensó él, había atravesado su corazón como un cuchillo de hielo, dejándole como testigo la compañía de los malos presagios. El espectáculo, más que aflictivo o quizá, simplemente ridículo, resultó un rotundo bochorno. Gibson Lespold o la caricatura de lo que alguna vez había sido, se cimbreaba en una especie de equilibrio funámbulo sobre el escenario del Sweet Basil. Así, a cada soplido, el cuerpo se le combaba como el tronco de una palmera o un eucalipto, inclinándose indistinta, azarosamente de un lado a otro, a punto de perder, digámoslo, y digámoslo de manera absurda, la verticalidad, sin remedio. Aun así, a pesar de ir a contracorriente del resto de los músicos que lo acompañaban y que luchaban a brazo partido por armonizar cierta sincronía que sintonizase con la alocada improvisación de Gibson Lespold, la interpretación, la suya, la de Gibson y la de la trompeta de Gibson, resultaron, quizá como una genial paradoja, simplemente grandiosas. Al final, Gibson no pudo más y la música cesó de un modo abrupto, casi dramático, interrumpiendo una libre versión de So what que dejó sin concluir como un cuenco de sopa fría bajo el entramoyado. Sus compañeros lo ayudaron a salir. Alguien dijo que otro, haciendo referencia a un Segundo Alguien, telefonease para que enviasen un taxi y que el mismo Segundo o un Tercer Alguien, ya fuese, el Tercer o el Segundo, e incluso el Primero de todos y posibles Alguien, hombre o mujer, se sirviese a acompañarlo a su casa. Derrumbado sobre una butaca del exiguo camerino del Sweet Basil, Gibson farfulló que no iría a ninguna parte, y que después de orinar, quizá en el baño, saldría de nuevo a tocar a escena. Su voluntad se resistía. Su cuerpo, en cambio, no. Las fuerzas lo abandonaban y su rostro era el mismo que el de la pura extenuación. El Segundo de los tres posibles Alguien fue a sentarse junto a él y le apretó una rodilla. Dijo, Gibbs, debería verte un médico. No tienes buena pinta. Gibson sonrió y por un instante su semblante se iluminó. Quizá había escuchado lo que el Primero, el Segundo o el Tercero de todos los Alguien posibles le había susurrado o, tal vez no. En esos momentos el camerino daba vueltas y giraba enloquecido alrededor de Gibson Lespold, que todavía encontró un hálito de fuerzas para volver a sonreírle a Cualquiera o al que fuese de todos aquellos Alguien. Los médicos no tienen ni idea de música, consiguió contestar él, zarandeado por los escalofríos que le recorrían todo el cuerpo.

 

Fotografía Herman Leonard

Esa fue la última vez que el Hombre Melómano vio a Gibson Lespold. La última vez que lo escuchó tocar. Hacer magia, la magia negra que sólo Gibson Lespold sabía conjurar. La que resultaba insoportablemente bella, tan trágicamente desgarradora que, de tanto, casi, podría afirmarse, resultaba cruel. El caso es que, al final, esa noche Gibson consiguió llegar hasta su apartamento, aunque nadie, los Alguien y los Cualquiera de turno, atinasen a decir en qué manera lo hizo, si en compañía o no. Tres días más tarde, el dueño del apartamento, tras llamar e insistir en llamar y golpear a la puerta de su propiedad, terminó por entrar en la vivienda ocupada por Gibson Lespold.

El informe emitido por el forense, indica que la causa de la muerte del individuo identificado como Gibson Lespold, respondía al fallo irreversible del riñón superviviente, que desencadenó un falló sistémico generalizado del resto de órganos vitales y terminó por producir el esperado colapso. La parada cardiorespiratoria siguiente constituyó el episodio que, definitivamente, daba por cerrar el círculo anunciado de su muerte.

El informe recoge que en su cadáver se encontraron abundantes restos de alcohol y de heroína, y que la muestra tomada de su torrente sanguíneo ostentaba semejante densidad, que casi resultaba moldeable con los dedos. Como el auto escrito por la policía, el forense detalla su ubicación espacial en la casa, así como la posición en la que Gibson Lespold fue hallado, corroborada por la declaración del propietario del inmueble en alquiler. Todas las partes coinciden en indicar que Gibson falleció sentado en la taza del retrete. Tenía la cabeza inclinada hacia detrás. Los brazos caídos a ambos costados de la gran taza cerámica. La boca y los ojos abiertos de par en par. El informe, tanto el del forense como el escrito por el departamento de policía, no dice nada de que, ante él, justo delante, sobre la pileta, se alzaba su trompeta, erguida sobre la campana, ni que Gibson Lespold, es decir, el cadáver de Gibson Lespold, vestía únicamente con una camiseta interior y un par de calzoncillos y que llevaba puestos los calcetines sujetos por los ligueros que encintaban sus pantorrillas. En su cabeza, como siempre que tocaba, Gibson Lespold llevaba puesto su sombrero.

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