“Muchos de esos pacientes me decían que habían visitado a su internista, a su ginecólogo o a su oftalmólogo, pero que éstos no les habían prestado la atención debida. Comencé a tener la sensación de que algo no funcionaba en la medicina estadounidense, en la que cada vez más todo se fiaba a los especialistas. Se iba reduciendo el número de médicos de atención primaria, la base de la pirámide. Mi padre y mis dos hermanos mayores eran todos médicos de cabecera, y comencé a sentirme no tanto como un superespecialista de la migraña, sino como el médico de cabecera que esos pacientes deberían haber visitado en primer lugar. Me pareció que mi deber, mi responsabilidad, consistía en preguntarles por todos los aspectos de su vida.”
A veces las noches son largas y el sueño es esquivo, aunque se aprieten los ojos con fuerza o se cuenten todas las ovejitas del mundo. A veces, despertar de madrugada, es aterrizar en un remolino de angustia que gira como un ciclón y muerde el vientre como una jauría de lobos. A veces, cuando llega el día, no se soporta estar en la cama, ateridos por pensamientos que estrechan el horizonte hasta reducirlo a un punto de melancolía o miedo, pero tampoco se encuentran fuerzas para enfrentarse a un mundo que parece haber perdido el color y está oculto tras la niebla.
Muchos pacientes me cuentan estas emociones cada día. Trato de escucharlos, de ayudarlos a reestructurar sus pensamientos, les doy fármacos si creo que los necesitan, trato de aportarles esperanza, sin lo cual no es posible ayudar a nadie. Pero las noches y los días siguen ahí y no siempre están llenos de una actividad significativa. Las emociones perturbadas llevan a veces al abandono, a que todo dé igual y, por otro lado, en ese estado no es fácil buscar y encontrar tareas que resulten hedónicas o simplemente distraídas con las que llenar el tiempo. En un periodo de baja o en la jubilación, los días pueden ser eternos y mucha gente no tiene más recursos para distraerse que lo que le ponen en televisión. Lo que se resume en gritos y futbol a todas horas, algo no demasiado bueno para el ánimo de la mayoría, aunque lo consuman a toneladas.
Con el tiempo he descubierto algunas cosas, por otro, lado bastante evidentes. Muchas veces el sufrimiento que hace acudir a la consulta de un médico tiene que ver con conflictos no resueltos, con problemas de la vida que desbordan la capacidad de afrontamiento de los individuos: pérdidas significativas, problemas en el trabajo, en la pareja o con los hijos, soledad en la vejez, enfermedades graves o invalidantes. Y ante eso no basta con dar pastillas, aunque muchas veces haya que darlas y procurar envolverlas en un relato que sea significativo para el individuo, que sume el efecto placebo al efecto del fármaco y no lo reste.
También hay que tratar de explorar el contexto psicosocial, descubrir su manera de interpretar lo que le ocurre y como afecta a sus dilemas vitales; descubrir su cultura previa, sus aficiones, lo que le hizo feliz en el pasado o lo tranquilizó. La música que le suele poner de buen humor, las películas que lo hicieron soñar, los libros sin los que su vida habría sido diferente. Hay gente que eso sabe recordarlo y utilizarlo cuando lo necesita, otros lo han olvidado, aunque las canciones de la radio o las películas de los programas dobles de la infancia hayan existido y persistan agazapados en la memoria, dispuestos a despertar con el estímulo adecuado.
Los médicos no deberíamos olvidar el poder de la sugestión ni el de una prescripción nacida de la empatía y la benevolencia. Con los años he ido descubriendo, poco a poco, la importancia de sugerir de forma directiva, en ciertos momentos, un orden básico o más bien de restablecerlo, de ayudar a construir un cronograma del día y llenar algunos huecos de actividades concretas y pactadas. Cuestiones elementales como levantarse a una hora, arreglarse, desayunar, llamar a un amigo, pasear por aquel parque… También actividades más elaboradas como aprovechar el poder de las historias o la música.
El ser humano necesita historias porque son una fuente de inspiración para intentar buscar un orden en el caos y encontrar una coherencia interna en la vida. La ficción da forma a la vida, decía Jean Anouilh. Y ahora, por suerte, toda esa ficción esta muy a mano en internet y se puede disfrutar incluso en la cama con una tablet o un pequeño portátil. Así, he comprobado en muchos pacientes que, si el sueño no llega, la espera puede ser más dulce mientras se ve, por ejemplo, “Historias de Filadelfia”; un despertar agitado en la noche es más sencillo de sobrellevar viendo a los Simpson o Californication o Los Soprano o Aquellos maravillosos años; la mañana es más amable si espera un desayuno con zumo de naranja y un par de capítulos de Mad men o una buena música; la tarde puede ser menos aburrida si se pasa viendo Eva al desnudo, Centauros del desierto o Gran Torino. Las posibilidades son infinitas según los gustos. Y lo mejor es que para ayudar a encontrar los gustos olvidados siempre está ahí El poder de la palabra, filmaffinity o spotify.
A veces los médicos tenemos el privilegio de conocer personas extraordinarias, de poder establecer diálogos en esos momentos de crisis, donde las cosas van en serio y se pone de manifiesto la fragilidad y el coraje de las personas. Miro ahora los correos que intercambié en los últimos meses con F.M. mientras esperaba la muerte que había aceptado lúcidamente después de luchar cinco años con un cáncer, que apenas había modificado su forma de vivir. Recuerdo sobre todo su amor a la vida que había vivido y la falta de rencor hacia ella porque la muerte le hubiera llegado tan joven. Le importaba no sufrir en el tránsito pero fue capaz de mantenerse vivo hasta el mismo borde de la muerte, con poco miedo, con una adecuada tristeza que no le impedía sonreir, ni tomar un café con su mujer en las mañanas del otoño, ni gozar de las bromas y las risas de sus hijas. También disfrutaba de la lectura, de la música, de las películas. Traté de eliminar el dolor cuando apareció (“quitar un dolor justifica la vida profesional de un médico”, decía Marañón), pero sé que también le alivió leer algunos de los libros o películas que le iba recomendando, (“El cuaderno gris“ de Pla, le gustó especialmente en esos momentos) o que le animara a escribir un diario con recuerdos o reflexiones que luego pudiera leer su familia, sus hijas sobre todo, cuando fueran mayores y se preguntaran quien fue su padre.
Las historias que tanto necesitamos para intentar comprender emocionalmente las pautas de la vida o incluso para despedirnos de ella. Esas conversaciones que nos enriquecen tanto y dan sentido a una vida profesional.
Lo que cuentas me recuerda a aquella película, “Las invasiones bárbaras”, donde la cultura y los recuerdos son un paliativo para la muerte de algunos afortunados…