Reconozco que no soy un consumidor de series al uso. Siempre le he profesado más simpatía al largometraje, y es quizá por eso por lo que sigo muy pocas series durante su tiempo natural de emisión y espero a que estén terminadas para verlas como una película (si no enteras, por lo menos una o varias temporadas). Además, el contar de entrada con un veredicto popular y crítico sobre el conjunto ayuda a escoger cuidadosamente a cuáles les vas a dedicar una considerable parte de tu tiempo. Esto me deja automáticamente fuera de los corrillos de la actualidad más inmediata, pero me permite enfilar el visionado de cada serie con la tranquilidad que da hacerlo a toro pasado.
Y en esas he saldado la cuenta que tenía pendiente con Los Soprano, que es la principal responsable de que casi dos décadas después de su estreno y una después de su cierre se siga diciendo que vivimos una época dorada de las series, y que ser el primero en ver las que más pitan se haga como ritual y/o exigencia social más que como entretenimiento. De hecho, el formato episódico se ha confirmado como el que mejor se adapta a las condiciones del espectador actual, que rara vez dispone de intervalos de tiempo suficientemente largos como para completar una película de una sentada. También para los creadores supone una forma más atractiva de dar forma a sus inquietudes y exhibir sus habilidades: mientras el cine tradicional se ve cada vez más afectado por sus propias limitaciones, las series gozan de un inusitado ensanchamiento de su alcance artístico y técnico (baste comprobar lo que ha logrado la HBO con el presupuesto destinado a Juego de Tronos, o que David Lynch, que desde 2006 no firma ningún film, haya puesto toda la carne en el asador en su retorno a Twin Peaks). De que hayamos llegado aquí tiene mucha culpa, cuando no toda, la existencia de Los Soprano. No quiero glosar sus virtudes ya certificadas por más un tratado, pero sí darle un repaso en retrospectiva, contemplarla desde el futuro que ella misma se encargó de inaugurar.
Los Soprano desembarcó a las puertas del milenio, en un contexto que se antoja ya lejanísimo donde Bill Clinton ocupaba el despacho oval, las Torres Gemelas estaban en pie, ningún homosexual podía casarse, Facebook no existía y tener un DVD en casa era la máxima aspiración tecnológica. Ya en 1999 era peligroso a priori desarrollar otro relato centrado en el entorno de la mafia italoamericana, cuando la larga tradición narrativa que iba de El Padrino a Érase una vez en América pasando por Brian de Palma y Scorsese dejaba poco hueco para otra cosa que no fuera la reiteración y la falta de originalidad. David Chase dedicó toda la primera temporada de su serie a rendir los pertinentes homenajes en forma de guiños cómplices y a establecer a la vez el grado de separación necesario para que gozara de autonomía propia, aunque esto no lo lograra completamente hasta casi la cuarta temporada, después de un minucioso y concienzudo trabajo de los personajes desde el guión.
Por aquel entonces, dentro del entorno audiovisual la televisión seguía siendo la hermana pequeña del cine, más básica en lo argumental, más espartana en lo formal. Vista y comparada hoy, Los Soprano no tiene ni la elegancia exquisita de Mad Men, ni la tensión de Breaking Bad, ni la modernidad de Fargo o True Detective. Ya puestos, no alcanza ni la completitud ni la hondura de The Wire. Pero junto a esta última y A dos metros bajo tierra, hizo posible que las antes mencionadas y muchas otras buscaran superar un listón para el que antes ni se habría destinado el presupuesto suficiente ni se habrían estrujado la sesera los guionistas. Algo parecido sería lo ocurrido en las series políticas en el camino que va de El ala oeste de la Casa Blanca a Homeland y House of Cards.
La apuesta de David Chase fue jugárselo todo a la psique. Como las claves de toda historia de mafiosos ya eran sobradamente conocidas (familia, poder, honor, jerarquía, soledad y el hálito a medio camino entre la épica y la tragedia), Chase lo planteó todo desde dentro, dejando que no fueran los hechos los que bombearan la sangre de su relato sino su consecución, bien como respuesta a unas determinados estados emocionales, bien como detonante que modifica esos mismos estados. En el inicio de la serie, los patos y la primera aparición de la Doctora Melfi sientan la temperatura y las coordenadas de lo que será después una exhaustiva indagación en los recovecos mentales de sus protagonistas, situados en la encrucijada entre una cultura, un determinado presente y su propia naturaleza como caracteres ficticios.
Una de las cosas de Los Soprano que el paso del tiempo ha fortalecido es su condición de bisagra entre los siglos XX y XXI, donde coinciden los rescoldos de una época que muere (la encarnada por Junior y Livia Soprano) y las brasas de otra cuya identidad aún está por definir (la que representan Chris Moltisanti, Meadow y Anthony Soprano), mientras que el grueso de sus protagonistas pertenece a esa complicada generación (cuál no lo es) que brega con llevar las riendas de una modernidad donde las reglas del juego cambian cada vez más rápido, a medio camino entre un pasado que las ficciones (y el propio paso del tiempo) se encargaron de abrillantar pero ellos miran con cierta tibieza, y una dinámica presente despojada de todo brillo donde cualquier acción es cuestionable desde algún punto de vista y sobre el tablero los movimientos son cada vez más sucios y enrevesados.
Si algo hay que alabarle a David Chase es la clarividencia con que analiza la problemática asociada a la convivencia y el relevo generacional, y de qué forma repercute en cada individuo. Los Soprano se inmiscuye en el corazón una cultura rígida y poco permeable que se ve abocada tener presente una diversidad de la que ha de tomar conciencia, y con la que ha de interaccionar cada vez más. En el S. XXI, la diversidad es cuanto menos visible. Naturalmente, esta toma de conciencia es mayor entre los personajes jóvenes, que intentan demostrar, cada uno a su modo, cierto alejamiento o discordancia frente a las convenciones marcadas por sus mayores, pero acaban por abrazarlas porque les proporcionan seguridad. A los adultos de mediana edad les desestabiliza, pero se aferran a sus parcelas de poder consolidadas para no caer. Los ancianos, directamente tienen uno o dos pies fuera de la realidad. El denominador común a todos es la negrura existencial que los envuelve y pesa sobre sus decisiones, algo que condensa perfectamente el afamado final de todo el tinglado.
Es llamativo que en la época de bonanza en que se emitieron marcaran la pauta dos series tan eminentemente pesimistas como Los Soprano y The Wire. Vistas hoy se revelan como una potente llamada de atención que desmontaba el espejismo en que vivíamos hasta el estallido de la crisis de 2008. Cabe elucubrar cómo ésta habría afectado al negocio de la mafia italoamericana, que se hubiera visto posiblemente relegada por la salida a la luz de la mucho más peligrosa e intrincada mafia financiera. Lo que sí sabemos es que durante el tiempo en que el triunfo del materialismo no debía suponer un problema, sus mayores beneficiarios eran presa de una profunda y crónica insatisfacción, amplificada en gran medida por los golpes de la vida no sujetos a las vicisitudes económicas. Durante el desarrollo de la serie, David Chase recurre con una insistencia casi obsesiva a la enfermedad y la muerte como males inevitables, con la inestimable ayuda de los accidentes de tráfico. Los hospitales y velatorios son una constante. Por no hablar del papel predominante que juegan la decrepitud y la inestabilidad mental. Todas ellas planean sobre los personajes recordándoles que pueden bajar a joderles la vida en cualquier momento. Obviamente, de dramas y dramones ya estaba muy llena la pequeña pantalla antes de la llegada de Los Soprano, pero nunca antes se había integrado en el material narrativo de forma tan directa y natural la seriedad y trascendencia de los mismos. El hecho dramático dejaba de ser una excusa para que sucedieran cosas y pasaba a ser parte de un contenido. Si Los Soprano hizo mayor a la televisión es porque acercó el alcance de su trasfondo temático a niveles que hasta entonces eran patrimonio exclusivo del cine.
Otro elemento que se destaca en la serie desde la perspectiva actual es el de los papeles femeninos. Excepción hecha del complejísimo Tony, el recorrido emocional de los hombres se revela como muy limitado. Acostumbrados a moverse en un entorno del que conocen cada milímetro, tienden a simplificar sus problemas reduciéndolos a casos conocidos con respuestas conocidas. Cuando no lo consiguen porque el problema excede sus límites de seguridad, se estrellan contra un muro y se ven necesitados de alguna especie de catarsis violenta para derribarlo (que es lo que les sucede con frecuencia a Christopher Moltisanti, a Paulie Gaultieri o a Junior Soprano, siempre en contraste con la serenidad y templanza del leal Silvio). Las mujeres, en cambio, parecen disponer de muchos más recursos para resistir y hacer frente a lo que se les presenta. No nos engañemos, salvo la doctora Melfi, a ninguna se le concede la posibilidad (presente o futura) de abandonar su función de florero u objeto de desfogue. Chase no pretendió hacer reivindicación feminista alguna, o no lo hizo como parte de su visión pesimista (es lo que tocaba, el ambiente de la mafia es el que es, el machismo campa a sus anchas). El caso más sangrante es el de Meadow, que oculta bajo su fachada de chica inteligente, comprometida y con estudios, su querencia por no abandonar ni el contacto directo con su cultura ni los roles que le toca heredar de ésta. Pero lo que sí hizo Chase es dotar a sus principales caracteres femeninos de la misma relevancia que los masculinos, no dejarlos como mera comparsa de un protagonista muy fuerte (Tony Soprano solo hay uno, pero series que acaban reducidas a su figura central, casi siempre masculina, hay miles), y esto abrió muchas puertas (sin ir más lejos, las de Mad Men, cuyo creador fue coguionista y director de algunos capítulos de Los Soprano).
Así, los personajes femeninos son junto a Tony los más fascinantes de la serie. Están la inasible Livia y su consecuencia Janice, las ya mentadas Meadow y la doctora Melfi. Pero con quien me quedo por encima de todas es con Carmela Soprano y Adriana La Cerva. La primera, en una permanente tensión entre el impulso de explotar su potencial y adquirir autonomía, su convencimiento de raíz católica de la inamovilidad y conveniencia de lo marcado por la tradición, y la holgura y poder que le proporciona mantenerse conscientemente a la sombra de su marido. La segunda, en una dicotomía similar, personificando el altísimo coste de no tomar las riendas y elegir la supeditación.
Junto a todo esto, queda una historia poderosa, que se va desembarazando de sus referentes y adquiriendo entidad propia a medida que transcurre, algo reiterativa hacia el final pero no menos interesante, plagada de grandes escenas que han engrosado antologías para todos los gustos. Muchas de ellas, por el modo en que están rodadas y/o resueltas, han quedado superadas por lo que vino después. Pero las series del S. XXI le deben todo a Los Soprano. Da igual que haya muchas cosas pendientes que ver en Netflix o los canales de cable aumentando cada día. Los Soprano siempre tendrá su hueco y mantendrá su estatus de parada obligatoria. Se vea diez o treinta años después de su emisión, siempre tendrá algo que ofrecer. El aura imperecedera de los clásicos.