Black Mirror, Temporada 4: ¿Corazón? ¿Qué “corazón”?…

Charlie Brooker, guionista de los hasta ahora diecinueve episodios de Black Mirror -seguramente la mejor serie actual, o por lo menos la de mayor mérito-, era ya un nombre muy conocido en Gran Bretaña como humorista y escritor de televisión; por eso, seguramente, firma así, con diminutivo cariñoso. Casi acaba de estrenarse la cuarta temporada doblada en castellano y ya podemos encontrar en la red multitud de comentarios, análisis y hasta artículos de Wikipedia específicamente consagrados a cada capítulo. Tal es la expectativa que producen, tal el rastro de interés masivo que dejan a su paso. En esta última temporada, el guionista ha decidido incluir en cada episodio guiños que aluden a las temporadas anteriores, lo cual llega hasta el paroxismo en la sexta entrega, Museo negro. A Brooker, pues, no se le escapa ni el éxito de su serie ni el impacto que ha generado entre el público, de modo que se permite tratar su propio pasado creativo como si fuera ya un clásico, y yo diría que acierta y que ciertamente lo es, pese a los acelerados tiempos que vivimos en lo que respecta a la ubicuidad y proliferación de la ficción audiovisual. Estaría bien, me parece, inventar en el futuro una historia de Black Mirror acerca de eso mismo: de la influencia que la propia ficción post-televisiva ejerce cada vez más en nuestra realidad tecnificada actual, como en una suerte de evocación de una especie de Ciber-Quijote apocalíptico, pero es que me temo que Black Mirror ahora ya no es tan apocalíptica como lo era antes. El primer episodio de esta nueva temporada, USS Callister, intenta un poco tantear esa idea, pero fracasa, en mi opinión, por diseñar un desenlace tan vintage como la misma space-opera que se crítica. De manera que lo que resulta es una sátira de los nerds, como un tipo de persona resentida, fea y friki que no parece caer mucho en gracia a los dos guionistas de esta historia. Hay, me temo, mucho de tópico fácil en eso, como lo hay también en la segunda entrega, donde el blanco de la acerba crítica son los padres superprotectores. Cualquiera que vea tan sólo el principio de Arkangel ya puede más o menos imaginarse el resto, lo cual hace de esta historia, dirigida nada menos que por Jodie Foster, la más anodina y previsible de todas. Sin embargo, y eso es lo más curioso, es la más semejante al espíritu de Black Mirror original tal como se verificaba formidablemente en sus anteriores temporadas, lo cual demuestra, a mi parecer, dos cosas: la primera y más obvia, que más vale renovarse que morir, lo cual asegura a la serie vida y sorpresas para mucho rato todavía; y la segunda, que tal vez el futuro tecnológico no vaya a traer a nuestras vidas tanto pavor deshumanizado como el propio inicio de la serie podía augurar, dado que al propio visionario que es Brooker no se le ocurren ya muchas más ideas espeluznantes en este sentido…(1)

 

Charlie Brooker

 

De hecho, el episodio quinto, Cabeza de metal, pese a su excelente factura y ejecución, viene a demostrar este presentimiento. Es terrorífico, aquí una Sigourney entrada en años vence la batalla al Alien pero pierde finalmente la guerra, a costa de que la peripecia carezca de trasfondo. Intuimos algo épico, trágico, descomunal, en el destino de la humanidad, pero no se nos aporta indicio alguno de ello. Algo similar sucedía con 15 millones de méritos, donde también ignorábamos cómo ese nuevo proletariado había llegado a ese estado de esclavitud tan radical que únicamente se podía ya producir energía en bruto sin más evasión que la alienación del espectáculo, pero al menos era una fábula mucho más compleja, y sus ecos en nuestra vida presente mucho más acusados y tremendos. Ya digo que Black Mirror ya no es tan apocalíptico como antes, aunque eso no reste un ápice de calidad a su nuevo estilo, más variado, más versátil, que toca más registros. Lo prueba Cocodrilo (el título, por cierto, es perfecto, como se comprende en la última escena), el tercer episodio, que bien podría ser un novela corta de Patricia Highsmith. En este el dispositivo tecnológico no es más que un pretexto, y no, ni mucho menos, la amenaza. El final, por cierto, debería que dar que hablar a los neurólogos y psicólogos, ya que se da por supuesto que los animales poseen un código perceptivo idéntico al de los humanos, pero aún así resulta un buen capítulo, después de todo, al que sólo se puede poner la pega adicional de que tarda un poco en arrancar. No obstante, la vieja vocación de la serie no iba por allí, tal como yo lo veo, no se trataba de narrar pedazos de intriga más o menos interesantes y vagamente bladerunnerizados, de lo que se trataba era de plasmar un futuro inmediato en el que el uso cotidiano de un entorno artificial altamente desarrollado iba a redefinir las estructuras del mundo y a nosotros con él, como en Oso blanco. De ahí que Museo negro, el sexto, tampoco consiga su objetivo enteramente, si es que tenía algún objetivo directo aparte de asustar al espectador. Se trata de una historia de terror pulp, como en los comienzos pobres de la ciencia-ficción en Estados Unidos, cuando ese género lo consumían adolescentes ávidos de sangre, fantasía y condenación eterna. Pero sirve de algo, en tanto remate de esta temporada, de algo esencial desde el punto de vista de la serie. Sirve por lo menos para dejar claro que, aunque hemos visto con gusto San Junipero, en la tercera temporada, y Cuelguen al DJ en esta, la entraña de Black Mirror sigue siendo, en lo importante, la misma. Porque podría parecer que a Black Mirror le está creciendo un corazón optimista y romántico, pequeñito por ahora, pero que puede terminar por colonizar toda la serie en las próximas temporadas. Sin embargo, allí está Museo negro, con todo su sadismo pueril y subcultural, para recordarnos que no, que, más allá de la tierna defensa de nuestro modo de vida actual que es inherente a la denuncia de un futuro heterodirigido que sólo en parte ha tenido y está teniendo lugar[2], Black Mirror sigue siendo Black, aunque ya no sea tan Mirror… O, como se recordará que decía Gabriel Byrne a John Turturro -qué gran actor y qué gran histrión es Turturro, dicho sea de paso- antes de descerrajarle un tiro a bocajarro en el final del genial Miller´s crossing de los hermanos Cohen, “¿corazón? ¿qué “corazón”?”…

 

 

[1] Pero eso no quita, claro, para que no se le ocurran a otros. Hasta tal punto Black Mirror es ya un cierto estilo y tono de narración futurista y realista a la vez (puesto que los personajes viven inicialmente ese futuro desde la normalidad anónima y cotidiana), que podemos considerar ahora otras películas y series anteriores o coetáneas como de estirpe blackmirroriana. Se me ocurren, por lo pronto, tres: la serie Mr. Robot, que según me dicen está bien fundamentada tecnológicamente, la espléndida e imprescindible Gattaca -tardé, por cierto, tres visionados en percatarme de que el título está compuesto de las siglas de las cuatro bases nitrogenadas del ADN-, y la más reciente Ex Machina, que es sin duda la más blackmirroriana de todas. Tal aire de familia puede hacer pensar que estamos ante un fenómeno de sospecha creciente hacia las bondades del progreso que nos venden desde las portadas de los medios, y que un cierto elemento de crítica parece querer adelantarse antes de se nos echen encima de modo irreflexivo unas nuevas-novísimas tecnologías que actúen como una suerte de Caballo de Troya del control político y corporativo en el interior de lo más esencial de nuestras vidas.

[2] Pero hay algo más en lo blackmirroriano que esto, algo que ya estaba es aquellos cómics pulps baratos donde comenzó todo, y que sólo se puede apuntar en nota. Es algo así como la insinuación soterrada, y de inspiración conservadora, ludita, de que la tecnología representa una hybris, una extralimitación, una arrogancia de hombre semejante al pecado de Prometeo o de la bíblica Torre de Babel, un desafío a Dios o a los dioses que terminaremos por pagar caro.

 

 

 

«San Junípero» (Black Mirror T3c4), el cielo ateo

 

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