Algo singular tiene sin duda la música de privativo suyo frente al resto de las artes cuando incluso la NASA, a la hora de escoger entre las expresiones culturales humanas como carta de presentación a los alienígenas, decidió enviar al ignoto e inmenso espacio exterior emisiones de matemáticas y música. Las matemáticas gozan desde Pitágoras de la buena reputación de ser el lenguaje racional universal, y la música era ya entre los antiguos una techné tan poderosa que es la única que a la que Platón y Aristóteles buscan un hueco en sus respectivas políticas (lo cierto es que sólo conservamos dos o tres piezas musicales de la antigüedad, y bien breves, pero por los testimonios de la época debía sentirse ya entonces como una facultad tremenda, capaz de perturbar y conducir las pasiones hacia unos lugares u otros como ninguna otra). Por las periferias sin fin del espacio viaja ahora Johnny B. Good, entre otras, y el pasado 2017 aún se enviaron más fragmentos musicales, esta vez entresacados del festival Sónar. Si los extraterrestres llegan alguna vez a escucharlos -y si es que poseen aunque sea una forma rudimentaria de oído, porque en caso contrario les podemos suponer muy infelices y cabreados-, esperemos que el mensaje nos represente realmente como especie, puesto que si las matemáticas están para informar al alíen de lo que somos capaces de hacer los seres humanos, la música aportaría en cambio una intuición del para qué lo hacemos…
Este año se cumple el cincuentenario de dos grandísimos hitos de la música popular contemporánea, la publicación aclamada y festejada por todo el mundo del Disco Blanco de The Beatles, y, también, la salida a la luz (desde la oscuridad…) del mucho más minoritario y desapercibido segundo álbum de The Velvet Underground, White Light/White Heat. Yo soy un pecador, lo reconozco, pero entre los respectivos LP de ambos grupos que aparecieron el año anterior, 1967, Sargent Pepper´s y la banana de la Velvet, me quedo con la banana. Sin embargo, no me ocurre igual con 1968, mi congénita perversión conoce ciertos límites. El Disco Blanco de los Beatles es una genialidad, como lo era el Sargent Pepper´s, lo cual a menudo me hace dudar de la eficacia de escuelas y academias de toda laya, cuando estos mindundis provenientes de Liverpool fueron capaces de hacer cosas como estas sin formación especial ninguna. Pero el Blanco es más negro, por decirlo así, es más imperfecto, variado en estilos y en ocasiones más duro que el Sargent Pepper´s, y tal vez por eso le quiero más. A su vez, el White Light/White Heat de la Velvet es bastante peor que la banana (The Velvet Underground & Nico, por dar su nombre de bautismo), pero mucho más salvaje y experimental. Justo antes la banda había decidido quitarse de encima el patronazgo de Andy Warhol y el adminículo cánoro-decorativo de la bella Nico (que había estado enrollada con Lou Reed, por cierto, y me huelo que el primero también), y parecía que tal acto de ingratitud había que llevarlo a su extremo componiendo un disco que desagradara y enervara a todos. No lo consiguió del todo, pero casi, y lo compraron cuatro, todos ellos neoyorkinos amigos de la Factory.
El Disco Blanco de los Beatles, en cambio, vendió decenas de miles, pese a su vago carácter de cajón de sastre. George Harrison perdió a su novia por pedir ayuda a un enamoradizo Eric Clapton, que se la levantó con Layla mientras ambos tocaban When My Guitar Gently Weeps. Paul McCartney alumbró bonitas melodías, como siempre, pero traspasó cierta barrera personal componiendo la cachonda Why Don´t We Do It On The Road. A John Lennon le dio por las revoluciones, pero sobre todo se sacó de la cabeza Dear Prudence, un aire psicodélico y encantador que tampoco es moco de pavo por parte de quien había concebido A Day In The Life (por lo visto, en sus momentos depresivos o estériles Lennon se recordaba a sí mismo que era el autor de A Day In The Life…) Ringo Starr andaba un poco de capa caída, porque sus labores de mediador ya no eran apreciadas en una banda que iba camino de la autodestrucción, y porque se había demostrado casi manifiestamente que hasta McCartney era mejor batería que él. No obstante, qué discazo, y encima doble. El negro de la Velvet, por su parte, contaba con más control descontrolado todavía de Lou, pero intervenía también mucho la viola eléctrica y la formación vanguardista de John Cale. White Light/White Heat no contiene canciones, contiene anti-canciones. No solo por Sister Ray, sino sobre todo por The Gift, que es un relato macabro de Lou suciamente orquestado de guitarras eléctricas. Las letras, más crudas y vulgares que nunca. Los Beatles hacían muy buenas letras, cosa de la que los oyentes castellanos a veces no estamos enterados, pero más que profundas eran a menudo irónicas, cuando no sencillamente líricas. The Velvet Underground también podían ser muy líricos, pero en White Light/White Heat no había ironía alguna, y yo diría que tampoco profundidad: todo se presentaba en primerísimo y violento plano tan chungo como a ellos les parecía que era y querían así comunicárnoslo.
1968 es el año de una cantidad enorme de otros buenos discos y canciones, desde Janis Joplin hasta Simon & Garfunkel pasando por James Brown. Pero esos dos, el Blanco y el Negro, resultan más emblemáticos, tal como yo veo. No es que sean tan antitéticos como los colores que le adjudicamos hacen creer, puesto que ambos simbolizaban por igual las dudas y las exploraciones vitales de aquella década, pero sí que se puede decir que en gran medida buscaron, y hallaron, públicos distintos. El disco de The Beatles se dirigía a gente quizá más ingenua, más confiada, con más ganas de creer en el amor y en el porvenir del mundo, mientras que a The Velvet Underground nada le gustaba más que ciscarse sobre la fingida inocencia de la mayoría y meterse en terrenos desesperados y prohibidos. A ambos grupos, en todo caso, les quedaba poca vida unidos. Pienso que si unos extraterrestres sumamente avanzados ética y tecnológicamente tuvieran ocasión de oírlos sacarían una impresión muy extraña del caótico carácter de los seres humanos, pero lo mismo hasta les entraba un poco de curiosidad…
El regalo
Waldo Jeffers había alcanzado su límite. Eran ya mediados de agosto, lo que significaba que se había separado de Marsha hace más de dos meses. Dos meses y lo único que podía mostrar eran tres cartas dobladas y dos llamadas de larga distancia muy caras. Es verdad, cuando la escuela terminó y ella regresó a Wisconsin y él a Locust, Pennsylvania, ella había prometido mantener una cierta fidelidad: Saldría de citas ocasionalmente, pero como una mera distracción. Ella seguiría siendo fiel.
Pero últimamente, Waldo había empezado a preocuparse. Tenía problemas para dormir por las noches y cuando lo hacía, tenía horribles pesadillas. Se quedaba despierto toda la noche, dando de vueltas bajo su colcha; lágrimas caían de sus ojos al imaginarse a Marsha y sus votos de fidelidad rotos por el alcohol y el suave calmante de algún neandertal, finalmente sometiéndose a las caricias del abandono sexual. Era más de lo que la mente humana podía soportar.
Imágenes de la infidelidad de Marsha lo acosaban. Pensamientos diurnos sobre su abandono sexual penetraban en su mente. Y el asunto era que nadie entendería cómo se sentía Marsha. Sólo Waldo podía entenderlo. Había escarbado en cada rincón y hendidura de su mente. Él la hacía sonreír. Y ella lo necesitaba, pero él no estaba ahí. (Awww…)
La idea vino el jueves, antes que el Desfile de los Mummers fuera a mostrarse. Había recién acabado de podar el césped de los Edelsons por un dólar con cincuenta y fue a revisar su buzón para ver si había algo de Marsha. No había más que una circular de la Compañía de Aluminio Forjado de Estados Unidos, inquiriendo sobre sus propias necesidades. Al menos ellos se dignaban a escribirle.
Era una compañía neoyorkina. “Puedes llegar a cualquier lugar con el correo”. Entonces se le ocurrió. Cierto, no tenía dinero suficiente para ir a Wisconsin de una manera convencional, ¿pero por qué no enviarse por correo? Era absurdamente sencillo. Se enviaría por correo como entrega especial. Al día siguiente Waldo fue al supermercado a conseguir todo el equipamiento necesario. Compró cinta masking, una corchetera y una caja mediana precisa para alguien de su contextura, juzgando con un mínimo de esfuerzo como para viajar relativamente cómodo. Un par de agujeros para respirar, un poco de agua, tal vez algunos bocadillos de medianoche, y probablemente viajaría tan cómodo como en clase turista.
La tarde del viernes Waldo ya estaba listo. Se había embalado a sí mismo y el empleado de correos había quedado de recogerlo a las tres en punto. Rotuló el paquete como “Frágil” y se acurrucó dentro de la caja, descansando en un cojín de espuma que había escogido muy prudentemente. Trató de imaginar el rostro de Marsha mientras abría la puerta, veía el paquete, le daba su propina al repartidor y luego abría la caja para ver finalmente a Waldo ahí mismo en persona. Se besarían y tal vez luego podrían ver una película. Si sólo se le hubiera ocurrido antes. De pronto, un par de manos toscas tomaron el paquete. Cayó con un ruido sordo en un camión y se fue.
Marsha Bronson recién terminaba de arreglarse el cabello. Había sido un fin de semana duro. No recordaba haber bebido tanto. Bill había sido amable al respecto, sin embargo. Después que todo había terminado le dijo que aún la respetaba y que, después de todo, era naturalmente lo esperable de las cosas, y si bien no la amaba, sí sentía un afecto especial por ella. Pero que después de todo eran adultos racionales. Oh, Bill podría enseñarle a Waldo. Pero eso parece de hace muchos años atrás.
Sheila Klein, su mejor e íntima amiga, atravesó la puerta mosquitera y entró a la cocina. “Oh, Dios, qué sentimentales están las cosas afuera“. “Te creo. Me siento incómoda”. Marsha apretó el cinturón de seda de su bata de algodón. Sheila deslizó sus dedos sobre algunos granos de sal sobre la mesa, lamió su dedo e hizo una mueca. “Se supone que tengo que tomar estas píldoras de sal, pero –frunció su nariz- me dan ganas de vomitar”. Marsha empezó a acariciarse bajo la barbilla, un ejercicio que había visto en televisión. “Dios, ni me hables de eso”. Se subió a la mesa y fue hasta el fregadero, donde recogió una botellita con vitaminas rosadas y azules. “¿Quieres una? Se supone que son más ricas que un bistec”, y luego trató de tocar sus rodillas. “No pienso volver a tocar un daiquiri por el resto de mi vida”.
Se cansó y volvió a sentarse, esta vez más cerca de la mesita del teléfono. “Quizás, Bill llama”, dijo a Sheila. Ésta se mordisqueó una cutícula. “Después de anoche, pensé que ibas a terminar con él”. “Sí, sí sé a lo que te refieres. Mi Dios, era como un pulpo. Tenía las manos por todos lados”. Hizo un gesto, levantando sus brazos en señal de defensa. “La cosa es que, después de un rato, una se aburre de pelear con él. Tú sabes. Y después de todo, no hice nada ni el viernes ni el sábado, así que como que le debía una, ya sabes a lo que me refiero”. Empezó a rascarse. Sheila rió, cubriéndose la boca con su mano. “Te diré que a mí me pasó algo parecido, y después de un rato –entonces se inclinó hacia adelante y dijo en un murmuro- como que quería hacerlo”, y ahora se reía escandalosamente.
Fue en ese momento que el señor Jameson, de la Oficina Postal Clarence Darrow, tocó el timbre. Cuando Marsha Bronson abrió la puerta, éste la ayudó a cargar el paquete. Hizo firmar sus papeles amarillos y verdes y se fue con la propina de quince centavos que Marsha le había robado a su madre de su monedero beige. “¿Qué crees que sea?”, preguntó Sheila. Marsha permaneció con los brazos doblados detrás de su espalda y miró la caja de cartón café que yacía en el medio de su sala. “Ni idea”.
Dentro de ella, Waldo temblaba de emoción al escuchar las voces sordas. Sheila deslizó su uña sobre el masking tape que recorría el medio de la caja. “¿Por qué no te fijas en el remitente y ves de quién es?”. Waldo sentía su corazón palpitando. Podía sentir los pasos vibrar. Sería pronto…
Marsha caminó alrededor de la caja y leyó su rótulo. “¡Ah, Dios, es de Waldo!”. “Ese tarado…”, replicó Sheila. Waldo tiritó de nervios. “Bueno, igual deberías abrirlo”, dijo Sheila y ambas intentaron abrir la tapa. “Ahsst”, gimió Marsha, “debe haberla engrapado”. Volvieron a tironear de la tapa. “¡Mi Dios, se necesita un taladro para abrir esta cosa!”. Volvieron a tirar. “No se puede abrir ni un poco”. Ambas permanecieron de pie, exhalando fuertemente.
“¿Por qué no consigues unas tijeras?”, dijo Sheila. Marsha corrió hacia la cocina, pero lo único que encontró fueron un par de tijeras de bordado. Entonces recordó que su padre conservaba una colección de herramientas en el sótano. Bajó al sótano y cuando volvió, llevaba en sus manos un serrucho. “Es lo mejor que encontré”, dijo sin aliento. “Toma. Ábrelo tú. Yo me voy a morir”, y se hundió en un sillón mullido, exhalando ruidosamente. Sheila trató de hacer un espacio entre la cinta y el cartón de la tapa, pero la hoja del serrucho era demasiado ancha y no cabía. “¡Maldita sea!”, dijo exasperada. Y luego sonriendo, “tengo una idea”. “¿Qué?”, dijo Marsha. “Tú mira”, dijo Sheila, tocándose la frente con un dedo.
Dentro de la caja, Waldo estaba tan asfixiado por la emoción que difícilmente podía respirar. Su piel se sentía sensible por el calor y podía sentir su corazón palpitando en su garganta. Sería pronto. Sheila se paró y caminó alrededor de la caja. Luego se puso en cuclillas, sosteniendo el serrucho, inspiró profundamente y sumergió la hoja a través del paquete, a través de la cinta masking, a través del cartón, a través de la espuma y (golpe) justo a través de la cabeza de Waldo Jeffers, que se partió ligeramente e hizo brotar suave y rítmicamente pequeños arcos rojos palpitantes en el sol de la mañana.
Glass onion, es una canción autoreferencial y sorprendente dentro del Álbum Blanco . Cita lo que han hecho, compuesto y cantado, y lo engloban en ese nuevo corte de capas sucesivas al que alude la cebolla misma. Una suerte de despedida anticipada.
Y además da lugar a una metáfora que a veces he visto emplear respecto de la posmodernidad…