No soy yo mucho de ir al teatro, en parte porque los actores teatrales me dan algo de pena. Tienen que repetir su función idéntica cada día, tratando de transmitir la misma emoción, con lo fácil que le resulta a Pacino aprenderse un diálogo de tres minutos, ponerse ante la cámara y, si algo sale mal, repetir la toma. A los profesores nos ocurre un poco lo mismo que a los actores de teatro, quizá por eso me solidarizo con ellos, sólo que a nosotros nunca nos aplauden al final. Sin embargo, ayer fui al teatro, después de muchos años, porque era día del espectador y porque me había invitado mi amiga Lola, que es un sol primaveral incluso en lo más duro del duro invierno. Se trataba de esa obra que lleva unas semanas en el María Guerrero, en base al texto de un dramaturgo francés y que se estrenó en París hace 17 años, la escenificación de la disputa ideológica y personal de Rousseau y Voltaire en el Siglo de las Luces. Naturalmente, esta conversación en particular nunca se produjo, pero sí un enfrentamiento entre ambos que duró décadas, desde que ambos se conocieron en la elaboración inicial de la Enciclopedia de Diderot-D´Alambert. Era imposible que se llevaran bien, aunque cada uno de ellos dependiese en cierto modo del otro para ser quien era propiamente, porque Voltaire era fino y sarcástico, y Rousseau sentimental y gilipollas. En este sentido, el papel más difícil de interpretar es el de Pere Ponce, que hace de Jean-Jacques. Gran parte de la azacaneada y loca biografía de Rousseau se analiza vivamente en la obra, mientras que de la de Voltaire apenas sabemos nada. Es mucho más dramáticamente interesante Rousseau, sin duda, precisamente porque es imbécil. Fue el primer romántico y el primer buenrollista, un individuo neurasténico, falso e inquieto, que terminaba peleado con todos sus amigos y al que en el fondo le encantaba ser piedra de escándalo, aunque a la vez se lamentase de ello. En la obra todo eso queda claro, tal cual: Voltaire hace de payaso listo y Rousseau de payaso tonto, hasta la frase final, un giro espléndido, en que Rousseau, de repente, comenta algo a solas ante el público que iguala en gran parte el marcador…
Y es que el Rousseau histórico mantenía una postura indefendible. A fuerza de reivindicar la naturaleza frente al artificio, resultaba muy sencillo para Voltaire mostrar que era justamente esa reivindicación la que resultaba grotesca y frontalmente artificial en el mundo de avances científicos y artísticos que eran el medio natural de que se nutría el hombre ilustrado. O sea, que al pensamiento de Rousseau y a la actitud roussoniana en general resulta relativamente fácil cambiarle las tornas y dejarla en completo ridículo a los ojos de todos, o al menos de algunos, los más instruidos. Sin embargo, la posteridad fue crédula, más que racional, y la semilla de Rousseau terminó por ser mucho más prolífica que la de Voltaire. Y es que Rousseau era un imbécil, pero también un genio. Hoy existe mucho debate sobre esa cuestión, cómo puede ser que un gran creador sea también un canalla o un cretino. Jean Jacques fue el primer ejemplo. El genio tiene grandes sueños -el primero de ellos, sin duda, destacar él mismo y hacerse un nombre a cualquier precio-, y no es lo suficientemente responsable como para preocuparse por su encaje en la realidad. A mí, la persona de Rousseau me recuerda unos versos de Pessoa que casi vienen a explicar su carácter y a salvaguardar su honor frente a los feroces ataques del divino Voltaire:
Nunca conocí a nadie a quien le hubiesen roto la cara.
Todos mis conocidos fueron campeones en todo.
Y yo, que fui ordinario, inmundo, vil,
un parásito descarado,
un tipo imperdonablemente sucio
al que tantas veces le faltó paciencia para bañarse;
yo que fui ridículo, absurdo,
que me llevé por delante las alfombras de las formalidades,
que fui grotesco, mezquino, sumiso y arrogante,
que recibí insultos sin abrir la boca
y que fui todavía más ridículo cuando la abrí;
yo que resulté cómico a las mucamas de hotel,
yo que sentí los guiños de los changadores,
yo que estafé, que pedí prestado y no devolví nunca,
yo que aparté el cuerpo cuando hubo que enfrentarse a puñetazos.
Yo que sufrí la angustia de las pequeñas cosas ridículas,
me doy cuenta que no hay en este mundo otro como yo.
La gente que conozco y con la que hablo
nunca cayó en ridículo, nunca fue insultada,
nunca fue sino príncipe – todos ellos príncipes – en la vida…
¡Ah, quien pudiera oír una voz humana
confesando no un pecado sino una infamia;
contando no una violencia sino una cobardía!
Pero no, son todos la Maravilla si los escucho.
¿Es que no hay nadie en este ancho mundo capaz de confesar que una vez fue vil?
¡Oh príncipes, mis hermanos!
¡Basta, estoy harto de semidioses!
¿Dónde está la gente de este mundo?
¿Así que en esta tierra sólo yo soy vil y me equivoco?
Admitirán que las mujeres no los amaron,
aceptarán que fueron traicionados – ¡pero ridículos nunca!
Y yo que fui ridículo sin haber sido traicionado,
¿cómo puedo dirigirme a mis superiores sin titubear?
Yo que he sido vil, literalmente vil,
vil en el sentido mezquino e infame de la vileza.
(Fernando Pessoa/Álvaro de Campos, Poema en línea recta)
Sea como fuere, se pasa muy buen rato y se aprende mucho en la obra de Flotats-Ponce. Vayan a verla…
“Voltaire / Rousseau. La disputa” Jean-François Prévand. Teatro Maria Guerrero