Uno de los argumentos más básicos para despreciar una obra artística ha sido siempre el de recurrir a la presunta falta de originalidad o ideas novedosas para invalidar sus posibles méritos, en tanto que éstos ya se vieron más satisfactoriamente alcanzados por alguna obra de similares características en el pasado. Lo cierto es que se puede utilizar fácilmente este argumento contra sí mismo: está muy trillado. Funcionará contra aquellas obras de perfil bajo que el tiempo se encargue de aparcar. Fallará contra aquellas otras que acaben convertidas en referentes para futuros agravios comparativos.
Durante prácticamente todo el S. XXI, el mundo del cine ha conseguido mediante una insistencia sin igual que este argumento se convierta en el arma del crítico perezoso. Ante la proliferación de sagas interminables donde cada entrega, remake o reboot es difícilmente distinguible de las demás, ya no vale despacharlas con un “más de lo mismo”, hay que afinar un poco. A veces, hacer esto puede ser una tarea estéril, pues efectivamente no hay nada donde rascar y el olvido acecha a la vuelta de la esquina. Otras, puede llevar a interesantes digresiones intra o extracinematográficas. Y luego están esos raros casos donde no hace falta rebañar porque hay material de sobra. Material que puede no ser original, pero sí es nuevo. Por poner un símil arquitectónico, mientras el grueso de producciones serían algo así como la ampliación infinita de un museo con obras de cada vez menor valor o el pegote catedralicio en medio de la mezquita de Córdoba, estos casos funcionan como la buena restauración de un edificio donde los materiales frescos reemplazan las partes obsoletas y adaptan la construcción a la funcionalidad que se le requiera en ese momento, saliendo ambas partes beneficiadas de su coexistencia.
Retomando el tema de la ficción narrativa y audiovisual, la relevancia de una obra en un determinado momento no es tanto una cuestión de contenido (los grandes temas no han cambiado desde la Epopeya de Gilgamesh y la Odisea hasta hoy) sino de continente, de formato. Y el formato es lo que en una primera instancia hace destacar a la obra que ocupa este artículo. Hablo de Fargo, la serie.
La segunda mitad de la década de los 2010 está evidenciando cuál es el formato que cumple con las expectativas narrativas del espectador actual. Mientras el largometraje sigue perdiendo peso, también el viejo modelo de series está mutando. Las que alcanzan cinco o más temporadas son una especie en extinción, con las decaídas Juego de Tronos o The Walking Dead como más claros epitafios. A su vez, la extensión de cada temporada se ha reducido desde los 13 capítulos habituales hasta hace poco a los más abarcables 8 o 10. Por otro lado, a diferencia de lo que ocurre en el cine, que estira sagas hasta su agotamiento natural o momento propicio de recuperación, las series tienden cada vez menos a desarrollar historias continuadas y muestran un carácter concentrado, donde el hilo de cada temporada (incluso de cada capítulo, como en Black Mirror) no tiene necesariamente que ver con la siguiente.
Y sumado a esto, está el hecho de que también las series desarrollan cada vez menos material original y más material adaptado. Dos buenos ejemplos son los de El cuento de la criada y Big little lies, que adaptan en sus primeras temporadas la novela de Margaret Atwood de 1985 y la de Liane Moriarty de 2014 respectivamente. Una vez agotado el sustento literario, ambas continúan expandiendo por cuenta propia ese material, que pasa entonces de ser adaptado a ser prestado. En ese contexto, el del material prestado, es donde se ubica Fargo.
Primer acierto: no hacer un remake de la película original. La vigencia que ha perdido en 20 años la cinta primigenia de los hermanos Coen es nula, y no parece tener visos de que vaya a envejecer mal. Segundo acierto: no tomar un solo relato alternativo como base y extenderlo durante toda la serie. Lo que propone Noah Hawley, creador del Fargo televisivo, no es suplantar la insustituible película de 1996 o actuar a modo de añadido a todas luces innecesario (que habría sido el equivalente cordobés: por bonita que sea la catedral, estropea la mezquita), sino apropiarse de ella para construir algo paralelo. Lo que ha hecho Hawley podría bautizarse como 3 Variaciones sobre un film de los hermanos Coen. Hay mucho de musical en el planteamiento de su Fargo, que toma del tema central (la película) los elementos representativos y los reconfigura de tres formas diferentes pero interrelacionadas, de manera que ninguno pretende ir más allá que los otros pero todos se refuerzan entre sí.
La cosa se desarrolla como haría un tenista que mide sus facultades cogiendo ritmo en el primer set, despliega su arsenal con fuerza arrolladora en el segundo, y cuando ya lo tiene prácticamente todo ganado a su favor afianza lo logrado en el tercero. Es explicable que la primera temporada asuma menos riesgos en tanto que muestra más respeto por la fuente original, mientras que el brillante segundo tercio va mucho más allá y el tercero inteligentemente se retrae en vez de exagerarlo todo, garantizando el equilibrio del conjunto.
En cada variación están presentes las líneas maestras que proceden de la cinta de los Coen: los gélidos parajes de la América remota donde parece residir algo que la civilización no ha sido capaz de domar, el absurdo que concatena situaciones tan patéticas como desgraciadas donde identificarnos con tanto humor como amargura.
En un primer estrato se sitúan unas fuerzas del mal que adoptan forma humana para expandir el caos allá donde van. Lo hacen excediendo cualquier concepto ético y desafiando cualquier lógica, sembrando la confusión por medio de una dialéctica enrevesada e inasible. Son los asesinos Lorne Malvo en la primera temporada, Mike Milligan en la segunda y el tiburón V.M.Varga en la tercera. Junto a ellos orbitan una serie de agentes de ese caos que lo ejecutan transmitiéndolo a sus destinatarios finales. Son diversos criminales de poca o mucha monta (simples pringados condenados a morir, y luego el mudo, el indio, el ruso, el oriental, caracteres que parecen rigurosamente escogidos para que su particularidad física o racial los convierta en temibles desde el miedo a lo extranjero, lo legendario, lo otro). Y en el tercer nivel, el de los destinatarios, está la gente normal, representada en el americano medio, y nosotros como espectadores estamos también con ellos. Esa gente normal, más o menos resignada al normal transcurso de sus normales vidas, reacciona de dos modos opuestos a la aparición del caos: respondiendo a su llamada, o poniéndose en alerta e intentando combatirlo. Unos son el Lester Nygaard de la primera temporada, la familia Gerhardt y el matrimonio Blumquist de la segunda, los hermanos Stussy y la joven en libertad provisional de la tercera, Nikki Swango. Otros son los policías. Lo que buscan unos y otros es en esencia lo mismo: algo que rompa su abulia existencial y los aparte de sus miserias. Pero mientras que unos lo encuentran en la posibilidad efectiva de ganar poder comprometiendo su seguridad a través del mal, para los otros el mal nunca es una opción.
El fin que se reserva para unos personajes y otros es desigual y no depende por completo del estrato en que se sitúen (emisores, transmisores o receptores del mal como circunstancia sobrevenida por capricho del azar). Por mucho que la cosa siempre acabe bien para los policías, el hecho no deja de ser parte de la farsa que son tanto Fargo (serie y película) como toda la filmografía de los Coen, una inmensa burla en torno al destino. Lo que mejor resume este espíritu burlón es la cabecilla inicial de la película que la serie mantiene, aquello de “Esto de es una historia real…”, que todos sabemos que es mentira.
Más allá de las similitudes de base, Fargo serie aporta desde su moderna concepción escénica los elementos necesarios que su actualización de formato requería, desde los puntuales juegos de montaje e insertos musicales a la fotografía contrastada, que extrae un cromatismo muy nítido de toda su gama de colores fríos, y a su gusto por detenerse en la extrañeza de los objetos cotidianos, generalmente en composiciones desconcertantes.
Cuando lo gana todo es en aquellos momentos en que se va por las ramas, arriesga mucho y cae de pie. Me refiero especialmente al noveno capítulo de la segunda temporada, de ecos tarantinianos y una muy valiente decisión narrativa. O al tercero de la tercera, que va directamente a un universo paralelo. Si estos elementos tan de su tiempo caducarán pasados unos años no lo sabemos aún. Pero la serie tiene otros hitos a los que aferrarse. Universales, y por tanto perdurables: la preciosa historia de amor de la primera temporada, la gran tragedia familiar Gerhardt en la segunda, la venganza de Nikki Swango o la falsa redención de Emmit Stussy en la tercera.
Fargo es la evidencia de lo poco que vale hablar de crisis de ideas o historias repetidas. Cuando se encuentran el lenguaje propio de cada tiempo con nuestros dilemas perennes (la comedia humana), lo que se nos cuenta siempre será lo mismo, pero será nuevo mientras nos ataña. A nadie le disgusta que le cuenten una y otra vez una buena historia.