Sueños de oriente

Salió a la terraza y un gato la miró fijamente desde la calle. Se sentó en el banco blanco y dejó que el sol inundara de rojo sus ojos cerrados. Olvidó el tiempo y al rato cogió el carro azul para ir al mercadillo. Pasó por el colegio vacío y por las plazas del barrio donde no crecían las flores. Se cruzó con una mujer que buscaba a su perro desesperadamente y esquivó los ojos de un hombre que fumaba apoyado en una esquina.

Siempre entraba por el mismo sitio, cerca del puesto de las plantas. Se paró a mirar las azaleas y las violetas africanas. Observó el reflejo del sol en las camelias y compró un ramo de margaritas amarillas mientras su perro olisqueaba las albahacas. Luego avanzaron hacia los puestos de los zapatos y de las camisetas, hacia los maniquíes oscilantes con medias y bañadores y hacia el de los calcetines y las bobinas de colores. Por fin se demoró en el de los abalorios. Le gustaban los relojes grandes y los pendientes largos. Pensó en él y notó que su corazón se aceleraba. Se compró un pañuelo verde para soportarlo.

 

 

La mujer gorda que vendía loza la miró con una sonrisa y ella siguió andando hasta los puestos de la fruta. La inundó el olor de las cebollas mientras miraba las fresas y palpaba los tomates arrugados. Compró naranjas y mandarinas, manzanas y plátanos. Le regalaron el perejil,  no quiso comprar los ajos que le ofrecían en el camino. Pensó en si habría venido esta semana. Si habría podido atravesar las carreteras interminables con su camión púrpura.

Recordó el primer jarrón que le compró en invierno, de un cristal delicado y elegante como un cisne. Su acento extranjero y su sonrisa un poco cínica bajo su bigote fino. Era alto y moreno y no paraba de hablar a las mujeres que toqueteaban el vidrio a su alrededor, fascinadas como si hubieran entrado en un palacio oriental, fuera del tiempo y del espacio. Ella vagó por la mesas del puesto cubiertas de lino blanco. Se sintió en otro mundo y suspiró con sorpresa, acariciando los ciervos transparentes y los pañuelos que parecían de seda. También había bolsos que sintió como  exquisitos y pendientes que solo había visto en sus sueños.

 

 

Le susurró algo desde su espalda y noto su olor dulce antes de comprender sus palabras. “Vienen de Eslovaquia y parecen hechos para ti”. Fue muy consciente de que nunca nadie le había dicho eso de esa manera. Solo sonrió sin decir nada. Entonces él le habló del largo viaje de esos pendientes hasta llegar allí. De que el cristal era de Zvolen y de que habían atravesado la nieve y las montañas muy altas. Lo miró a través del espejo mientras se probaba el pendiente en la otra oreja.  “No sospechas la soledad de las carreteras heladas cuando estás seguro de que nadie te quiere o de que nadie podría auxiliarte si te pasara algo”. Le puso un pañuelovioleta al cuello con reflejos dorados. “Con esto te queda espectacular”, le volvió a susurrar y le pareció que lo conocía desde hacía mucho tiempo. Mientras, él se apartó para vender un caballo de cristal con reflejos verdes.

 

 

Miró su camión y lo imaginó en las carreteras vacías, en las noches con niebla, entre el tintineo del cristal de cada curva peligrosa. Le dieron ganas de abrazarlo mientras se quitaba los pendientes y su perro husmeaba una aceituna en el suelo. Entonces comenzó a recorrer de nuevo todas las mesas del puesto, muy despacio, tocando cada jarrón, cada pendiente, cada pulsera de cristal,  incluso un sombrero amarillo. Se quedó sola mientras él comenzaba a recoger. Confundió las historias que le contaba con otras que creía haber olvidado y quiso decirle que lo esperaría, que lo acompañaría en aquel camión que traía tanta belleza, que no necesitaba conocerle porque sabía quien era. Él sonreía y le hablaba de los pueblos perdidos, de la fragilidad de los cristales, de los secretos de los sitios donde encontraba esa bisutería tan bonita. De sus otras vidas cuando fue feliz y estuvo desesperado. Le prometió volver cada semana y mirarle los ojos.

 

 

El sol duró todo un año y ella rejuveneció cada mañana pensando en los sábados azules. Todo sucedía después de comprar la fruta, cuando giraba a la izquierda de los calcetines y a la derecha de las gafas de sol. Todo era vulgar o entrañable hasta llegar allí. Luego estaba su camión, el otro mundo de su puesto de cristales. Compró aceitunas malagueñas por demorar el tiempo antes de llegar a él. Pero el camión no estaba. Caminó despacio, sin creérselo del todo, pensando que quizá había cambiado de sitio y se había mudado más arriba, a la pista de los patines. Pero tampoco estaba. Simplemente había desaparecido. Fue entonces cuando decidió seguir buscando unas horquillas para el pelo.

 

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