Soledad

Otra vez el agujero en el estómago, ese aguijonazo que pide a gritos algo de comer, algo que se trague y que alivie esa especie de cuchillo que se clava hasta el fondo. El caso es que he comido hace poco pero ya estoy vacía como si tuviera hambre de tres días, y sé que si comiese ahora dentro de dos horas me pasaría lo mismo. Cómo me gusta la comida, sobre todo si tiene masa o miga como los bollos, los bocatas, los pasteles o las empanadas, algo que te dé placer al hundir los dientes y partir un buen trozo para paladearlo y masticarlo, el placer de masticar, de hacer ejercicio con la boca como si fueran besos, pero como ahora ya no hay besos pues vale masticar, una y otra vez, y el estómago empieza a estar tranquilo, a gusto, aliviado,….. bueno, no solo el estómago: yo también. El caso es que tomo siempre las pastillas que me receta el médico para la ansiedad y procuro conocer gente nueva apuntándome a cursos o a excursiones, algo que también me aconseja cada vez que voy a la consulta. Me gusta ir al médico, me gusta mucho porque me escucha y me dice que me entiende y además siempre me receta algo, que es lo que quiero. Pero yo insisto en lo del hambre, ese hambre que nunca se va, insisto en que me dé algún jarabe, o un supositorio, o una inyección, y dice que no hay nada para eso, que hay que distraerse y salir y sobre todo hacer ejercicio. Ay, el ejercicio, qué palabra tan odiosa, yo ya le digo que limpio la casa todos los días, que voy al super, que me doblo para barrer debajo de las camas y del sofá. Pero nada, en la tele también están todo el día con lo del ejercicio dichoso y dicen que es peligroso estar gorda y tener esa especie de flotador alrededor de la tripa. Dicen que puede provocar un ictus y muchas otras enfermedades que no recuerdo ahora, así que cuando empiezo a asustarme apago la tele y santas pascuas. Bueno, la verdad es que apago la tele y como estoy asustada me hago un bocadillo pequeñito,y si sigo intranquila me hago otro, esta vez de chorizo, que nunca falla. Y después una magdalena. O a veces dos.

 

Pintura: Fernando Botero

Reconozco que estoy gorda, bastante gorda, pero mientras no me den algo yo no puedo dejar de comer, sobre todo por las tardes, y no digamos ya las tardes de Domingo, que parece que nunca se acaban porque cierran las tiendas y no sé dónde ir. A veces bajo a la calle y compro dos pasteles para tomar con el café. Ya sé que no debo, pero nadie se imagina la compañía que hacen, es como si hubiera alguien más en casa mientras lo pones todo en una bandeja y los tomas despacio, muy despacio para que duren, y rebañas hasta la última migaja. Ay, qué bien, después de un trozo de pastel y el cafetito no soy la misma. Ya no me importa tanto que se haga pronto de noche ni que hoy no haya venido nadie. Porque esa es otra, me gusta que vengan los hijos, cómo no, pero enseguida empiezan a hablar de que tengo que hacer régimen, que en los últimos análisis el colesterol estaba por las nubes y que no tengo disciplina. ¿Que no tengo disciplina yo? ¿Yo, que he estirado el sueldo como nadie y que he hecho mil malabarismos para trabajar y criarlos?, para conciliar, como dicen ahora, pero en unos tiempos en los que los hombres no entraban en casa. Pues nada, están todo el día con el régimen y la disciplina, y no me atrevo a decir que comer es lo que más me gusta del mundo porque es lo único que me quita la tristeza, esa tristeza que está siempre ahí como agazapada. Y tampoco saben que cuando me paso comiendo luego estoy todo el día con un sentimiento de culpa terrible.

 

Pintura: Fernando Botero

Ya sé que estoy gorda, en realidad nunca he estado delgada aunque de joven solo era “rellenita”, como decían entonces. Siempre me daban envidia esas chicas que se ponían una falda y se les notaban los huesos a los dos lados de un vientre tan plano como una tabla de lavar (de las de antes).Y eso que por aquellos tiempos todavía te podías permitir algún que otro michelín y hasta podía resultar sexy. Pero nunca me gustó cómo era yo, cómo era mi cuerpo, y por eso odiaba que llegara el verano y se abrieran las piscinas. Lo odiaba. Me pasaba el día probando bañadores (el bikini estaba descartado, claro) y ninguno me quedaba bien, aunque metiera tripa hasta asfixiarme. Y luego con el paso de los años vinieron otras gorduras, los embarazos, la menopausia, y el cuerpo se fue desparramando hasta que me hice una mujer mayor: en realidad solo debería decir mayor porque de mujer yo creo que no me queda nada. Ya hace tiempo que nadie me mira y que nadie me toca, así que empiezas a comer y te das cuenta del consuelo que te ofrece la comida, que una buena pizza resucita un muerto y que un postre rico es como un abrazo de esos que te daban antes. Sé que debería salir más y apuntarme a esos viajes a la playa para mayores de 60, pero solo la idea de tener que ponerme en bañador me echa para atrás. Es que ya no es solo la gordura, son los colgajos y las manchas y las varices, aunque mi marido está bastante peor que yo pero a él le importa un bledo. Hasta presume de barriga diciendo que su trabajo le ha costado conseguirla pero de la mía se burla sin piedad y yo soy tan tonta que sufro por ello. Asi que cuando compro ropa- compro mucha ropa- me la pongo a escondidas o cuando no está él y nunca le digo ni pío.

 

Pintura: Fernando Botero

El caso es que recuerdo con nitidez que de niña abrazaba y acariciaba a mis abuelas con enorme ternura, y que las encontraba muy hermosas a pesar de que eran unas viejecitas arrugadas, encorvadas y todas vestidas de negro. Pero eran tiempos en que la vejez se veneraba como tal y la gente se enorgullecía de haber llegado a ella. En cambio ahora se rien de ti si aparentas la edad que tienes y no digamos si aparentas más. ¿Por qué no te haces algo? te dicen, hoy en día la que está vieja es porque quiere. Y es que estoy convencida de que todas las mujeres de este país, aunque no lo confesemos, cambiaríamos nuestra vida por la de la Preysler, que siempre está delgada, no envejece y siempre tiene al lado un hombre interesante, rico y guapo. Recuerdo que cuando se enrolló con Boyer todas las progres nos quedamos de una pieza porque aún nos creíamos aquello de que un tío (sobre todo de izquierdas) busca en una mujer la afinidad intelectual y la personalidad. Leches. Cómo nos engañaron. Porque para más inri en cuanto la Preysler enviudó de Boyer, y mira que ya era sesentona y parecía de plástico, atrapó a Vargas Llosa, que todavía está de muy buen ver y es premio Nobel de Literatura. ¿De qué hablará con ella?, pienso yo, porque parece más bien ágrafa; y en cambio las demás venga apuntarnos a cursos y a clubs de lectura por aquello de ilustrarse un poco y tener temas de conversación. La Preysler sí que sabe. Entendió a la perfección aquello de que la mujer es el reposo del guerrero y se hizo una maestra en el arte de agradar(les), alabar(les) y esperar(les), siempre hecha un pincel y sin pizca de estrés. Justo como yo y las de mi generación, que nos dejamos la piel por la igualdad, la independencia y otros ideales para acuñar la imagen de una mujer nueva. ¿Y de qué me vale hoy esa mujer nueva, pregunto, cuando me deprimo y me doy un atracón?

 

Pintura: Fernando Botero

Creo me ha puesto triste escribir todo esto y ya tengo ese vacío en el estómago que necesita comida o, lo que es lo mismo, consuelo y comprensión. El otro día vi un programa en la tele sobre la bulimia y se lo comenté al médico y me contestó que yo no tenía eso, que lo único que tenía era soledad, con mayúsculas, dijo, SOLEDAD. Me quedé extrañada, porque tengo marido (aunque es como otro mueble en casa), hijos y algunas amigas, pero cosas como lo de la comida no se las cuento a nadie. Es la soledad, dijo el médico, qué raro. Nunca hubiera pensado que comer tanto tuviera que ver con nada de eso. Yo creía que la soledad la sufre la gente que vive sola o que no tiene a nadie en el mundo y no personas como yo, con una familia y con tantos contactos en Facebook y en el móvil. Además en un momento puedes poner un guasap a cualquiera porque incordia menos que si llamas y además pueden pensar lo que quieren contestarte. Ahora la gente tiene pocas ganas de hablar y está ocupada siempre, creo que nunca se ha hablado menos, y quizá esto también tenga que ver con mis panzadas. Porque sinceramente a mí la única compañía que nunca me falla es la comida, siempre esperándome, siempre fiel, siempre dándome gusto hasta que yo diga basta. Pero debo confesar que no hago más que darle vueltas a lo que me ha dicho el médico y que empiezo a estar preocupada, así que voy a ver si hay por aquí cerca una pastelería.

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