Todo, y la intérprete

Fotografía de Édouard Boubat

Había comenzado todo a las siete de la noche. Sentía que se arrastraba por su abdomen como hormigas de fuego. Mordía muy duro y le agarraba. A las diez, picaba fuerte. Ardía. Un dolor afilado. Quemaba.

Su esposo, y su hermana, la hermana de su esposo, los hijos de su hermana – un niño de tres años, y una niña de seis—le habían acompañado a la sala de urgencias.

–Sentí como si una pelota de sangre hubiera salido de mí, – le cuenta ella al galeno, en su lengua materna. A su lado está la intérprete, intentando llenar los espacios de la grieta.

–Si el sangrado no se detiene,– advierte el médico –entonces, tendremos que considerar cirugía. Dilatación y curetaje—dice.

La clara imagen del procedimiento llega a la mente de quien habla. A la mente de Marela, sin embargo, una espesa neblina le arropa el pensamiento y lo oscurece. Surge entonces una novel sensación. Un dolor amenazante, apresurado. Esto es algo que sabe no haber sentido nunca antes. Mientras tanto, la intérprete médico escucha cada palabra como si la estuviera observando, la una cayendo sobre la otra, como gotas de cascada, implotando en superposición de significados al llegar a su destino.

Fotografía de Édouart Boubat

–No podemos dejarle ahí dentro, tenemos que sacarlo. De lo contrario usted podría sufrir una infección. Tendríamos que extraerlo todo, – advierte el médico.

Y ello confunde a Marela por completo –eso está claro–, porque todo es bebé para Marela, y bebé es suyo todo. ¿Cómo dejarle ir, a esto que tanto trabajo le ha costado construir? ¿Cómo puede encontrar en su cuerpo la sensación para expulsar, sacar y deshacerse, para extraer y vaciar, si lo que más anhela en el mundo es retener y conservar, quedarse con todo para siempre, acurrucarlo?

[¿Y dónde ha de encontrar la intérprete palabras que puedan, que sean capaces de, y que sean justas?]

Marela observa intensamente, sin parpadear, un punto en la distancia. Repasa cada paso que le condujo hasta aquí.

–Comí muy bien ayer… – murmura muy despacio. –Dormí y descansé. Estaba tranquila.

–Esto no es culpa suya, – añade el médico.—Esto que a usted le ocurre es muy común. Ocurre con frecuencia.

–¿Pero entonces por qué?—pregunta el esposo de Marela, con sospecha.

–No sabemos realmente por qué ocurre en cada circunstancia, – dice el médico, –Tal vez la criatura no se estaba desarrollando bien, no era… normal… genéticamente hablando, y esta es la forma que ha tenido la naturaleza para decir, de cierto modo, que quizás no deba proceder. Que no es lo mejor que puede pasar.

Fotografía de Édouart Boubat

Pero eso no es cierto. Tú eres lo mejor que puede pasar. Tú eres mi bebé. Eres lo mejor que puede pasar. Y mamá te ama. Te ama muchísimo.

–Yo no quiero ninguna cirugía, – decide Marela.

No desea nada que pueda causar un daño permanente a sus órganos. A todo. Sería bueno echarle un vistazo a su útero, le oye decir al galeno desde muy lejos.

–Yo no quiero utensilios que toquen mi bebé—se escucha, a sí misma, contestar, mientras se acaricia el abdomen, concentrándose en el todo que siente habitando el interior.

El médico propone esperar un poco más. El dolor cederá eventualmente, parece decir.

El tiempo mismo habrá de mitigar. Se encargará de todo. No habrá necesidad de intervención. La vida empujará de nuevo hacia la quietud y el silencio.

Mientras tanto, afuera, el día es húmedo y gris. Hace frío. La noche es de febrero. En el interior del departamento de urgencias, la mujer de veintisiete años, la madre de dos meses de embarazo, yace cada vez más convencida de que si espera un poco más –tan solo un poco más– el latido habrá de regresar.

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