Cuando salgo de mi casa y miro a mí alrededor veo lo mismo que vemos todos. Veo mucha gente caminando absorta en su dispositivo móvil (que los smart-phones no son teléfonos, son verdaderos ordenadores personales, como recuerda siempre Chema Alonso) y lo asocio, no sé por qué, con los coches de choque de un parque de atracciones. Es como si cada una de esas personas, también yo mismo, llevásemos implantada una antena que se alza desde nuestro cuerpo hasta una red metálica electrificada suspendida en aire que es la que nos permite movernos. Mientras dure el tiempo de juego, manejaremos frenéticamente nuestro vehículo, chocaremos con los demás, recularemos y volveremos a empezar, felices como críos. Con la diferencia de que la transmisión eléctrica parece eterna y nunca suena la sirena de final de partida, de manera que se diría que podremos seguir interactuando -como se dice tanto hoy, en sustitución del viejo “relacionarse”- indefinidamente, aunque el vehículo en que vamos montados seamos nosotros mismos con una ligera máscara y el escenario de juego consista en el mundo virtual, el Ciberespacio, la Nube o como se le quiera llamar a esa Nueva Dimensión en la que habitamos desde hace poco más de dos décadas. Estamos todos muy pillados, ya digo, en este nuevo juego, nadie querría que acabase la partida jamás. Al margen de que un apagón en la Red de redes nos devolvería indefectiblemente al Pleistoceno por la vía más directa, la gente parece abducida a la vez que ilusionada con las posibilidades abiertas por el entorno digital, y por lo general se cuestiona poco por la dirección hacia donde pueda estar llevándonos o por lo que está haciendo con nosotros por el camino. Porque para eso está la Filosofía, y la intelectualidad crítica en general, para aguarnos la fiesta y recordarnos en pleno apogeo de ella que el exceso anuncia la inminente resaca. Pero lo preocupante en este caso especial es que no son sólo los savants, más o menos agoreros o anticuados, los que encuentran objeciones a este nuevo idilio hombre-máquina (la cuarta revolución industrial, lo califican), sino que últimamente estamos presenciando cómo muchos altos cargos de empresas fundadoras de redes sociales están alertando también sobre las consecuencias personales y colectivas de sus propias creaciones, en una especie acto de arrepentimiento, conversión y vuelta atrás que debería inquietarnos y decirnos algo[1]. Porque si a sus propios artífices o diseñadores empieza a no gustarles tanto lo que ha llegado a ser eso tan seductor y futurista que han lanzado al mundo, de entrada con el afán de transformarlo enteramente en beneficio de la humanidad, entonces es que debemos empezar a analizar muy bien el terreno que pisamos…
Éric Sadin escribió hace dos años un libro a este respecto que ahora Caja Negra Editores ha publicado en castellano con cierto lujo de maquetación y formato, titulado, neologismo mediante (aquí todo tiene que ser neo-…) La siliconización del mundo. Se trata de un estudio no muy largo, compuesto de calas sucesivas, de la transformación digital desde sus orígenes en el Silicon Valley pionero de Hewllet Packard hasta hoy, y enfocado desde una mirada filosóficamente muy foucaultiana, de la que Sadin se ha declarado otras veces discípulo, aunque no entre estas páginas. En mi opinión, no podría haber nada más interesante, en materia de reflexión contemporánea, entre la bibliografía de este año. ¿Qué puede, si no, resultar más estimulante y sugestivo que tomar un tema de interés universal y acuciantemente presente (hasta el punto de que, para muchos, es él el que define la actualidad como tal de modo crucial), e intentar desmenuzarlo valiéndose de la metodología más incisiva de las últimas décadas, aquella que desempeña todavía hoy con mayor fuerza la labor desenmascaradora del “viejo topo” del que hablaba Marx, un enfoque usualmente tan implacable y minucioso que difícilmente va a dejar de sacar las vergüenzas y veleidades -como bien sabe por propia experiencia la ideología de género en vista a sus propios y demasiadas veces particulares fines- de posible dominación de nuestras vidas a la Utopía Digital, a fin de comprobar si incluso este nuevo emperador, tan idolatrado por gobiernos, corporaciones e incluso por la masas, está finalmente desnudo? Y este Sadin, a quien yo no conocía, lo hace realmente muy bien, componiendo un texto hipnótico y salpicado de sospechas y revelaciones, de categorías descriptivas y decodificaciones culturales tal, conforme al espíritu genealogista y al estilo literario de Foucault -literario, sí, puesto que, como en aquel, no hay estadísticas, no hay datos, no hay aparato sociológico…-, que verdaderamente maravilla leerlo. Esta forma de investigación a la manera del posestructuralismo francés de cuño foucaultiano tiene siempre esa singular cualidad que hace que sus resultados ostenten un aspecto brillante, deslumbrante, como de gran política ontológica u ontología política, pese que en realidad los lectores no sepan muy bien a qué atenerse luego con lo que acaban de aprender (si bien tirar a la papelera la venda que se les acaba de caer de los ojos o bien intentar fabricar con ella una honda como la que uso el bíblico David con el gigante Goliath, pero entonces cómo…)
No obstante, hay una diferencia, una importante diferencia en este tratadito respecto de la herencia foucaultiana anterior, hasta donde yo conozco. Sadin no sólo descubre y delinea las ramificaciones del biopoder encubierto que articula y define tendencialmente hasta el mínimo detalle de nuestra existencia por medio de su duplicado informacional, dataista, también formula la denuncia y propone el antídoto. Porque, en efecto, a partir de su cuarta sección el libro parece convertirse en una cosa distinta, que abandona a Foucault y se convierte en panfleto apasionado. El foucaultismo suele consistir en un análisis frío, que no se compromete con solución alguna y que aunque claramente busca impugnar las estrategias del poder/saber, jamás lo declara así ni lo convierte en programa filosófico deliberado (de ahí que el propio Foucault se “mojase” poco filosófica y políticamente, más allá del Grupo de Información Prisiones, y cuando lo hizo metió la pata sonadamente, como en su apoyo al Irán de Jomeini). Sadin, en cambio, pasa a la acción, aun a riesgo de ser acusado de recaída en la metafísica o de nostalgia de la Ilustración. Pide la insurrección y la movilización colectivas contra la digitalización, enumera una serie de “noes” que el ciudadano consciente debe interponer a la robotización de la vida, y finalmente apela a Kant, a la esfera pública de la razón y a la autonomía del sujeto moral[2]. Escribe, por ejemplo…
“Y no solamente por causa del complejo militar-industrial (antes, Sadin se ha referido al discurso de despedida de Eisenhower), sino por esa sumisión del social-liberalismo al tecnolibertarismo que pretende a largo plazo erradicar toda vida democrática en beneficio de una administración algorítmica y definitiva de las cosas. De ahora en adelante, el tecnopoder ocupa un lugar hegemónico ejerciendo cada vez más su soberanía. Se trata aquí de otra forma de ese soft-totalitarismo digital, más allá de aquel que orienta, subrepticiamente o de modo manifiesto, un número de nuestros gestos que se extiende sin cesar. Hasta hace muy poco, ciertas fuerzas de la sociedad civil querían precaverse contra un poder del Estado demasiado grande; hoy tendríamos derecho a quejarnos de la limitación deliberada de su acción.”
Pero no importa realmente que uno no comparta sus conclusiones. Sadin ha confeccionado, en cualquier caso, un libro necesario, imprescindible, en mi opinión. Como Foucault quería, representa una “caja de herramientas” que faculta al lector para ver más claro en lo que le rodea, y actuar conforme a ello, sea en el sentido que Sadin indica o no. En el colegio de mis hijos hay un chaval de nueve años que ya es un youtuber experto. Ha abierto un canal propio, sabe cómo dirigirse a su audiencia y supongo que espera sacar rentabilidad (“monetizar”, diría Sadin) de ello. A su padre le parece estupendo. Este es el mundo en que vivimos hoy, esa su nueva y chocante economía, una economía capaz de movilizar las gracietas de un niño para sacarles dinero y popularidad por su propia iniciativa. Mi metáfora de los coches de choque se queda corta: habría que ser más listo que yo para dibujar todo el panorama que estas pequeñas anécdotas abren, y eso es lo que hace, con bastante éxito, La siliconización del mundo. Léanlo…
[1] Hoy mismo leo un artículo esperanzador en El País acerca del modo en que esta insatisfacción se está organizando y proponiendo alternativas, veremos hasta qué punto se les permite llevar a cabo sus planes de manera significativa: https://elpais.com/tecnologia/2018/11/23/actualidad/1542970848_353132.html [2] Kant parece estar de vuelta en muchos sentidos, y para muchos pensadores. Tras unos años 80 y 90 en los que Vattimo encabezaba un movimiento de crítica de la modernidad los acontecimientos de los últimos años están recomendado a muchos dejarse de evaluaciones inciertas acerca de la novedad de los tiempos actuales y agarrarse a lo esencial, que no es otra cosa que el sabio pensador de Königsberg. No sólo simbólicamente, sino en muchas ocasiones literalmente. No puede haber mejor muestra de que es la necesidad de cada momento la que marca la agenda filosófica…
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Creo que la digitalización global tiene sus ventajas y desventajas. Considero que las ventajas son mucho más. Dado que las tecnologías modernas han permitido simplificar una gran cantidad de procesos complejos, rutinarios y de otro tipo muchas áreas. Por ejemplo, gracias a los teléfonos inteligentes modernos, puede realizar varias transacciones, comprar cosas y realizar una gran cantidad de acciones diferentes. Esto ahorra mucho tiempo, ya que solía llevar mucho tiempo antes de cometer tales acciones o transacciones financieras.
Todas esa gran cantidad de acciones diferentes que permite realizar un teléfono inteligente pueden ser hackeadas, y antes no. Eso sin contar con el tiempo que pudiera ahorrarnos el smart-phone es, curiosamente, un tiempo que dedicamos también a mirar el smartphone. Hay mucho que pensar sobre todo esto, estamos en un experimento histórico en curso, el palitroque que el simio de 2001 Odisea del espacio lanzaba al cielo no se ha convertido en una nave espacial, sino en un dispositivo móvil que ha caído en nuestra mano como una antorcha y unos grilletes a la vez…
Creo que no sabremos realmente a donde nos lleva toda la tecnologia hasta que pase mucho tiempo, todo parece bonito pero…
No lo sabemos, no, pero una cosa sí es clara: una inteligencia artificial, o mil, lo sabrán aún menos…
Es muy complicado saber donde acabaremos y que vamos a lograr con toda esta tecnología. Esperemos que tantos avances sean para bien y al final sea en beneficio de todos 🙂
Y mientras esperamos y esperamos ya tenemos los chismes hasta en la sopa, como es el caso…