Inmanuel “Ivánovich” Kant pierde un aeropuerto

Königsberg

En mi modesta opinión, en Kaliningrado, antigua Königsberg, deberían besar por donde pisaba hace dos siglos y pico Kant, el filósofo que elevó esa ciudad grande y respetable, pero apartada de los centros de poder, a la notoriedad mundial. En vez de eso, la prensa nos informa hoy de que los rusos, que por motivos geoestratégicos han convertido la vieja Königsberg en la sombra de lo que fue, han votado denegar poner su nombre a un aeropuerto, en favor de una emperatriz rusa que no recuerda nadie, porque el ambiente está muy caldeado en la zona y el presente, como en el 1984 de Orwell, tiene la potestad de definir unívocamente y por decreto el pasado. Y, por si fuera poco, unos nacionalistas descerebrados han realizados los últimos días pintadas injuriosas en la tumba, la placa y la estatua de Kant, que sin embargo el pueblo filogermánico de Kaliningrado parece venerar. Cuenta, en efecto, el diario El País que “lo más sonado, no obstante, no fue el cambio de sentido de las votaciones, sino la arenga impartida por el vicealmirante Igor Mujametshin, jefe del Estado mayor de la flota del Báltico ruso, a sus marineros. De uniforme, el vicealmirante exhortó a sus subordinados, también de uniforme y en formación a la intemperie, a no votar por Kant, según un vídeo difundido por el servicio informativo Novii Kaliningrad en YouTube: “Kant es una persona que traicionó a su patria, que se humilló y se arrastró de rodillas para que le dieran una cátedra en la universidad donde daba clases, escribió unos libros incomprensibles que nadie de los que están aquí ha leído ni leerá nunca”, vociferó el oficial. El vicealmirante pidió a los marinos y sus parientes que apostaran por el mariscal Vasilevski, alegando que un lugar donde “se vertió la sangre de soldados y oficiales soviéticos no puede llevar el nombre de un extranjero”.

 

 

Precisamente Kant logró ascender en la universidad en el periodo de esos pocos años en que Prusia Oriental estuvo en manos de Rusia; no sólo eso: también hizo gran amistad con los oficiales rusos y se lo pasó realmente bien con ellos, en esa etapa de su vida en la que Kant fue un brillante salonier, es decir, un hombre de conversación galante, ingeniosa y de altos vuelos –solo por eso, por los “altos vuelos”, y por la confraternidad con los rusos, ya deberían concederle el aeropuerto. Pero, desde luego, ascendió por méritos propios, y aunque tuvo la oportunidad de seguir trepando escalafones académicos en Berlín, renunció en beneficio de colegas suyos a los que promocionó activamente. Pese a que pudo, pues, Kant no quiso nunca salir de Könisberg, desde muy pronto esta posibilidad quedó fuera de sus planes. Circulan muchas caricaturas de la vida de Kant, pero únicamente hay que leer la biografía que le hizo Manfred Kuhen al principio de nuestro siglo para matizar amplia y profundamente lo que nos han contado, y también, quizá, para cobrar afecto por la persona (los testimonios de sus contemporáneos son bastante positivos a este respecto) al margen de su talla como intelectual. Kant nunca fue esa cabeza cuadrada ejemplar que enuncia el tópico sobre los alemanes, y, de hecho, lo que personalmente adoptó de rigor, esquematismo y contención moral en sus hábitos diarios e intelectuales lo aprendió de un británico al que frecuentó hasta su muerte, un tal Mr. Green. Es verdad que Kant nunca se casó, pero el motivo no fue que por sus venas corriera sangre de horchata, o que no lo desease, como se suele pensar, sino que cuando tuvo oportunidad de hacerlo no gozaba de la situación económica favorable para proponérselo honestamente a ninguna apreciada amiga, que las tenía y no del todo indiferentes, y cuando por fin pudo permitírselo, el caso de un adulterio cercano a su círculo de tertulias literarias le hizo pensárselo dos, tres y hasta cuatro veces.

 

 

Kant era muy bajito, tenía el pecho hundido, y con el tiempo contrajo una hipocondría que le atenazaba, por lo que prefirió organizar su vida para el trabajo filosófico, para el que sin duda estaba dotado, que arriesgarse a formar una familia para la que no creía reunir las condiciones físicas y de salud idóneas. Políticamente, defendió con firmeza la Ilustración frente al propio gobierno prusiano, que entonces estaba secuestrado ideológicamente por las fuerzas conservadoras del pietismo. Es del todo absurdo, y anacrónico, que el vicealmirante Mujametshin acuse a Kant de traidor, puesto que él nunca fue ruso en ningún sentido, ni se le pasó por la cabeza serlo (en cuanto a que escribía “libros incomprensibles”, la observación del vicealmirante no merece comentario, excepto que algo parecido le oímos decir hace tiempo al tándem Alaska-Mario Vaquerizo: ahí está el nivel, Maribel…) Si acaso, Kant fue un traidor a la idea de cualquier nacionalidad sea la que fuere, ya que entendía que desde luego el concepto de “Estado” es superior al de “Nación” -en contra de su cordial enemigo Herder– y todavía más: que incluso el Estado es una forma a superar del particularismo político, puesto que la humanidad debiera organizarse en una federación mundial de estados a escala global en aras de la paz perpetua. Tal vez lo que ocurra es que los rusos actuales sufran morriña del periodo soviético, cuando Kant era concebido por la academia de Moscú como un pensador burgués, alguien, por tanto, reformista, pero no revolucionario, y que con su ética formal habría sido incapaz de descender al barro material de la lucha de clases. Los militares, especialmente, esos que nunca han lidiado con “libros incomprensibles”, puede que sea esa la formación mínima que hayan recibido en filosofía. Pero lo cierto es que, como dijo Alfred Whitehead de Platón, y restringiendo considerablemente su aserto, toda la filosofía moderna y contemporánea son notas al pie de la filosofía de Kant, desde Hegel hasta Bergson, Heidegger o Habermas. Kant no es sólo un filósofo más o menos prescindible o anécdotico, Kant, él solo, es una civilización, o un proyecto de ella. No es justo en absoluto que se ensucien su tumba, su estatua y su memoria por coyunturas bárbaras que no fueron las suyas, y si no quieren dar su nombre a un aeropuerto (a él, que uso de la metáfora de la paloma que sólo es capaz de volar gracias a la resistencia del aire), digamos, a la manera de los amigos argentinos, que se lo metan por el ooooooorto…

Etiquetado en
Para seguir disfrutando de Óscar Sánchez Vadillo
“Mula”: una película del trumpismo
Pese a todos sus detractores teóricos (Elie Wiesel o Emil Cioran murieron...
Leer más
Participa en la conversación

2 Comentarios

  1. says: José Rivero

    El nacionalismo ruso como miopía aeroportuaria y no sólo aeroportuaria, sino cultural y filosófica. Pena de Revolución Rusa, llegar y degenerar para esto. No entienden que sin Kant no habrían llegado donde están.

  2. says: Oscar S.

    El nacionalismo en general es que no tiene filósofos que lo respalden (y cuando lo han hecho, como el propio Herder, Fichte o Heidegger, mejor olvidarlo), sino mártires; es una ideología de la sangre y no de la idea… Y además Rusia, una patria más bien sentimental que reflexiva, cuyos más grandes pensadores sean seguramente Herzen, Bakunin y Lenin, ninguno de ellos en absoluto nacionalistas a la manera de un Dostoievsky…

Leave a comment
Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *