Ese furioso deseo
de herirnos y curarnos
con palabras y besos
que previamente han
desgajado nuestra piel.
Ese silencio de
reproches y culpa
familiar como la araña doméstica
colgada en una esquina del dormitorio
de siglo en siglo bajando a la cama
para comprobar que seguimos vivos.
Esa tristeza del nómada
que no puede ser feliz en el paraíso
aunque sabe que el paraíso
es la última mentira de la vida.
Y no hay tren que no acabe parando
en una estación sin nombre
donde caer en el embudo de los altavoces
del trasbordo feliz del billete abierto
del regreso.
Esa luz dulce de tus ojos
con su mancha de horror al fondo
dormido abismo de orgasmos
de terribles mordiscos cariñosos
de crujientes huesos momificados.
No puedo recordar ni el día ni la hora ni el lugar
porque cada día y cada hora y cada
playa y cada andén
y cada buen deseo sinceramente rabioso
se han lanzado contra tus caderas
en un desembarco suicida y esperado
bendecido por la araña sabia
bendecido por la guillotina de la persiana
bendecido por el revisor ausente
y el vago estudiante
y el que se cree que un piano es una escalera
y el que confunde sinceridad con ejecución sumaria.
Porque al final
ese furioso deseo de curarnos
y de herirnos
con besos y palabras
vuelve al recuerdo del verano
a la caja cerrada de los libros de contabilidad
a los teléfonos pendencieros
y los sobres tóxicos.
Y la tristeza del nómada
me envuelve con su escarcha
mientras el tren pasa una estación tras otra
y se acerca a velocidad constante
a la vía muerta.