Apareció en casa una tarde a partir de la cual dejamos de mirar al cielo para empezar a hacerlo a la pared, esperando que aquel anciano elevara o dejara caer la mano envuelta en su amplio hábito de monje para decirnos qué nos aguardaba de puertas afuera, con qué rostro nos esperaba la ciudad. Si el palo señalaba la lluvia cogíamos el paraguas incluso aunque en la mañana luciera un sol radiante por si acaso el hombre de la barba blanca sabía más que el cielo mismo. No era infalible, y cuando los errores superaron ampliamente a los aciertos dejó de ser un termómetro y pasó a ser un adorno más en una pared demasiado blanca.
Mucho antes yo ya había percibido que no era el tiempo lo que señalaba. En aquellos días en los que marcaba ‘revuelto’ nunca terminaba de encontrarme y cuando decía ‘ventoso’ siempre me dolía la cabeza. La ‘lluvia’ comenzó a ser una soledad que empapaba piel adentro y si se quedaba varado en ‘húmedo’ la tristeza era solo melancolía. Las noches en las que decía ‘seco’ acababan bañadas en ginebra.
El anciano se ha hecho incluso más viejo y apenas tiene fuerzas para sujetar la pequeña vara, que marca siempre lo incierto, señala de forma perpetua a lo ‘inseguro’. A veces creo que después de tanto zarandeo se ha cansado de avisarme y prefiere que sea la vida la que me sorprenda. Otras veces te culpo a ti, por desordenarme de tal manera que en esos días ventosos no me duele la cabeza si la acompaña el vuelo de tu aliento, no me importa no encontrarme si es tu pelo el que está revuelto, si la humedad es tu sudor no hay atisbo de nostalgia. En esta estación insegura a la que me ancla el monje en su vejez tan sólo queda una certeza: las noches que no estás, cuando más razones hay para un tiempo seco, son en las que más me empapa la tristeza.