No me gustaba ni el lugar ni la gente con quién haríamos el negocio. El sitio elegido era un parking abandonado demasiado cerca de la Gávea. No entendía por qué no lo hacíamos donde siempre, bien dentro de la Rocinha, donde la policía nos dejaba hacer y deshacer mientras que no hiciéramos demasiado ruido.
Llegamos primero. Aparcamos y encendimos los faros. Íbamos tres: mi primo Joao, el gordo Paulinho y yo. Joao no paraba de hacer gestos con las manos en el aire para manejar su tablet. Estudiaba los planos del lugar. Le gustaba que fuera un viejo parking con un intrincado diseño, porque eso dificultaba el pilotaje de drones, pero le disgustaba que no tuviera buenas salidas a la autopista. Tenía tres y las tres daban a espacios sin pavimentar que se entremezclaban con las callejuelas de la inmensa favela. Muy mal asunto si había que salir a toda prisa.
Llegó el otro coche. Un enorme Ford Commander XXL amarillo limón decorado con calaveras fosforescentes. Discreto donde los hubiere. Encendió los focos y salió solo un tipo. Negro, rastas, gafas de sol de espejo, una camiseta de tirantes de los Chicago Bulls, brazos tatuados… narcotraficante de libro. Su única peculiaridad era que a la espalda llevaba colgado un viejísimo fusil de asalto Steyr AUG. Sorprendentemente, no lo tenía customizado, luciendo el arma como se vería hace cincuenta años. Un amante del vintage – pensé. Salí a su encuentro. Me saludó muy sonriente y me dio el sobre con el dinero. Volví a mi coche y se lo di al gordo para que lo contara. Estaba todo correcto. Cogí la caja con las pastillas y se la di. Dieciséis botes de cincuenta píldoras, ochocientas en total.
Vendíamos Senodiol, un derivado de la rapamicina que se había mostrado como el mejor medicamento antisenescente conocido. Era un producto carísimo, y aunque las mujeres de clase alta de Río podían comprarlo, el vendido por los narcos era siempre mucho más barato. No vendíamos drogas, vendíamos el elixir de la eterna juventud. Eso, al menos a mí, me hacía sentir algo mejor conmigo mismo.
Me dio la mano, volvió a sonreírme y se fue hacia su auto con la caja. De repente, sus sesos salpicaron el parabrisas del coche y se oyó un zumbido. Instintivamente, me agaché y, como pude, me fui alejando del cadáver. Otro narco salió del auto y se puso a dispararnos como loco. Por el ruido aventuré que usaba un Uzi modificado con un percutor Owen. Me arrastré y conseguí llegar detrás de mi coche. Las balas de nueve milímetros del Uzi no podían nada contra la carrocería blindada. Joao activó el deflector magnético y un campo de fuerza rodeó el coche. El deflector no detiene las balas, pero sí modifica su trayectoria provocando en el enemigo una vergonzosa sensación de pésima puntería. El gordo arrancó el motor y salimos quemando los neumáticos de nuestro viejo Toyota Avalon. Disparé por la ventanilla al narco con mi FN Five-SeveN, la vieja matapolicías, pero fallé.
¿Qué diablos había pasado? ¿Quién coño le había volado la cabeza al rastas? No debimos hacer tratos con esta gente. Se veía a la legua que eran novatos, camellos de poca monta que pensaron en un negocio que se les quedaba grande. Alguien los ha rastreado.
Mientras esos pensamientos pasaban veloces por mi mente se oyó un nuevo zumbido, el parabrisas de cristal templado saltó en miles de pedacitos y la cabeza del gordo Paulinho se esparció por todo el salpicadero. Ni el deflector ni la luna blindada pudieron detener ese disparo ¿Qué tipo de arma era esa? Sin conductor, el coche se estrelló contra una columna. Salimos maltrechos y magullados del coche. Joao me gritó que íbamos en dirección contraria, que la salida era para el otro lado. No, hacia la salida no. Hay que esconderse y escapar por una vía diferente.
Entonces los vi. Avanzaban en perfecta formación. Eran soldados de las brigadas Bolsonaro, las fuerzas especiales de la policía de Río y la guardia pretoriana del presidente. Nos habían disparado con armas de tecnología Gauss que yo jamás había visto. El fusil Gauss funcionaba a partir de un cañón en el que se creaba un campo electromagnético, que era capaz de impulsar el proyectil a casi dos mil metros por segundo. A esa velocidad, la bala se calentaba tanto que se convertía en un chorro de acero fundido capaz de atravesar cualquier blindaje. Además, el fusil Gauss era muy silencioso: solo se escuchaba el zumbido que hacia la bala al atravesar el aire a esa velocidad. Puntos en contra: necesitaba tanta energía que había que suministrársela con unas pesadas baterías que el usuario debía llevar en una mochila, y a cierta distancia, a veces, el proyectil derretido se esparcía y no daba en el blanco, por lo que su alcance efectivo era reducido. La solución estaba en utilizar balas de wolframio, el material con el punto de fusión más alto conocido (3.410º C), pero eran tan caras que solo se utilizaban en ocasiones muy especiales. Hoy no era el caso. No éramos tan importantes.
Corrimos hacia los pisos superiores. Oí dos zumbidos cerca de mí. El hecho de que los oyera era muy buena noticia. Debido a que las balas de los fusiles Gauss rompían la barrera del sonido, primero notabas su destructivo impacto y luego oías el zumbido. Así que si oías ese macabro ruido es que no estabas muerto. Y eso quería decir que ese día le caías bien a Dios porque no solían fallar.
Los soldados de las brigadas siempre iban en slave. Es un sistema de control neural que toma el mando de las funciones ejecutivas de tu cerebro, convirtiéndote en un absoluto esclavo. Sin embargo, crea la sensación de que todo lo que haces lo decides tú mismo. El sistema de estimuladores electromagnéticos que se extienden a lo largo de todo el casco crea una ilusión de libre albedrío, de modo que el soldado no nota nada extraño y cree que lucha con total normalidad.
Se consiguen dos objetivos: primero, los soldados luchan mejor al estar dirigidos por el programa de combate ESCIPIÓN, un complejo algoritmo compuesto por una arquitectura de redes neuronales artificiales, entrenadas una y otra vez con ejemplos de combate real, que aprende y mejora continuamente. Resultado: los soldados son jodídamente buenos. Y segundo, se evita que cualquier pensamiento independiente o conflicto moral cause que un soldado desobedeczca las órdenes o cometa alguna estupidez. Si al soldado se le ordena que mate a un grupo de niños desarmados, tiene la tranquilidad de que es otro el que lo está haciendo de verdad, él no tiene responsabilidad alguna en el crimen cometido. Es más, el combatiente suele sentirse muy bien, eufórico y sorprendido ante lo diestro que es peleando.
Por supuesto, existía la versión alternativa en el mercado negro: ANIBAL. Pero, a pesar de que multitud de programadores clandestinos hacían lo posible por mejorarlo y actualizarlo constantemente, era mucho peor que ESCIPIÓN. Así que los delincuentes seguíamos luchando a pelo, a la antigua usanza. Llevábamos las de perder, y solíamos perder, pero había trucos. La guerra urbana computerizada no era como el ajedrez o el Go, y los algoritmos todavía estaban lejos de haber agotado el juego.
De un bolsillo de mi pantalón saqué un pequeño artefacto del tamaño de una pila AAA. Lo activé y lo tiré al suelo. Era un disruptor electromagnético. Lanzaba una serie de pulsos regulares que interferían en el funcionamiento de cualquier dispositivo electrónico en un radio de unos quince metros. Los soldados en slave necesitaban estar conectados a una red, no funcionaban offline. Fastidiar su conexión era una buena táctica. No obstante, esta vulnerabilidad ya fue subsanada y la conexión se recomponía rápidamente. Al menos, los soldados solían quedar confusos durante algún segundo. Un tiempo crucial.
– No, por ahí no, espera – me dijo Joao – Hay otra salida.
Nos apoyamos de espaldas contra un muro. Era de cemento de casi un metro de grosor. Sus balas no lo podían atravesar. Me di cuenta de lo rápido que latían mis sienes y de que podría vomitar en cualquier momento. Joao me enseñó su tablet.
– Hay seis salidas para peatones y estarán todas cubiertas, pero hay una de emergencia en la cuarta planta. Por allí – Señaló con el dedo. Seguimos corriendo.
Tres soldados aparecieron de la nada frente a nosotros. Me paré. El tiempo parecía ralentizarse hasta casi detenerse. Di un salto a mi derecha y me metí detrás de unos coches. Joao tropezó. Se acabó. Su brazo izquierdo y parte de su caja torácica se desparramaron por el aire cargado de humedad. Después se oyó el zumbido.
Corrí como un perro rabioso. No sabía ni a donde iba. Los latidos de mi corazón me golpeaban como garrotazos en todo el cuerpo. Disparé hacia atrás sin sentido, como si tan solo quisiera dar a mi sombra. Conseguí llegar a la puerta de emergencia del cuarto piso. La derribé de una patada y salí del edificio. Miré hacia abajo y donde debería haber una escalera metálica no había absolutamente nada. Me giré para retroceder y entonces vi a un soldado que me apuntaba. Disparó mientras yo saltaba al vacío. Sentí que algo abrasaba parte de mi cara y caí sobre las techumbres de las favelas. Era una caída de unos doce metros que debería haberme costado la vida, pero para mi inmensa suerte, los materiales con los que están hechas las favelas no suelen ser hormigón ni ladrillo armado, sino plástico y cartón. Eso amortiguó el golpe y solo me partí un tobillo y un codo.
Mi nombre es Hélder Gadia. No soy un narcotraficante. Vendo Senodiol solo para financiar mi causa. Soy un miembro del FRT, Frente de Resistencia de los Trabajadores, versión armada de lo que quedó del Partido de los Trabajadores después de las dos purgas del Novo Renascimento de 2032. La noche del 21 de abril de ese mismo año, día de Tiradentes, treinta y dos miembros de la cúpula de mi partido fueron asesinados, el Congreso Nacional fue disuelto y se proclamó el nuevo régimen de partido único. Todo ocurrió muy rápido y, para nuestra desgracia, cuando Estados Unidos apoyó al nuevo gobierno, las protestas de la comunidad internacional se apagaron. Hoy solo perduran unas cuantas sanciones económicas, más simbólicas que otra cosa. Todavía no puedo explicarme cómo se permitió que ocurriera. Después de unas semanas de conmoción, la gente volvió a su vida como si nada hubiese pasado. La democracia había muerto y la gente seguía igual de interesada en el último partido del Flamengo. Había campos de concentración diseminados por todo Brasil y el sambódromo estuvo más lleno que nunca en los carnavales. Incluso, no sabría describir muy bien el porqué, pero parecía, verdaderamente, que todo iba a mejor. Cuando los telediarios daban noticias obviamente falsas sobre una milagrosa recuperación económica, a pesar de que todos sabíamos que eso era imposible, costaba no creerlas. Era como si nuestro deseo de que todo eso fuera cierto cegara nuestro sentido común.
A pesar de todo, conseguimos organizar la resistencia. Y a pesar de todos los que hemos caído, a pesar de la muerte de mi primo Joao y del gordo Paulinho, seguimos en pie.
Me encontraba en una clínica veterinaria en Barra de Tijuca. Un tipo alto y desgarbado que se llamaba Amaro Terezinho me estaba operando. Lo del tobillo y el codo se arregló rápido. Un poco de cemento de fosfato de calcio sirvió para soldar los huesos que en un par de días estarían como nuevos. El problema era el disparo. El chorro de acero fundido me había dado de refilón, pero se había llevado un poco de mi mandíbula y del hueso temporal. Tenía quemaduras serias y músculos dañados. Había que reconstruirlo todo de nuevo.
El quirófano era de lo más alegre. Las paredes eran de vistosos colores, había posters de distintas razas de perros y una escultura hiperrealista de un gran danés me miraba solemnemente. Yo estaba tumbado en una especie de silla de dentista canino mientras Amaro intentaba recomponerme la cara con un instrumental que yo no entendía.
– ¿Habrás lavado ese aparato después de operar a un chucho sarnoso? – bromeé.
– Calla. Si hablas mueves tus músculos faciales y no atino. Esto requiere mucha precisión – Respondió.
De repente, se quedó parado y pensativo.
– ¿Qué es esto? ¿Tienes algún implante en el cráneo que no me hayas contado?
– No.
– Pues aquí tienes algo. Está bien encapsulado, pero vamos a ver si… – se quedó quieto, como si un extraño hechizo lo hubiera paralizado.
– ¿Qué pasa? ¿Es grave? – Pregunté, pero Amaro pareció no escucharme y siguió en su extraño estado de parálisis. Me empecé a poner nervioso.
– ¿Oye? ¿Te pasa algo? – Le dije casi balbuceando debido al estado de mi mandíbula.
Un oficial de las brigadas entró en el quirófano de mascotas. Inexplicablemente, no sentí ningún tipo de sobresalto sino más bien lo contrario, una agradable serenidad. Era como si un familiar o amigo al que no veo en mucho tiempo apareciera por sorpresa en Nochebuena.
– Permítame que me presente. Mi nombre es Ricardo Meirelles, teniente coronel de las brigadas Bolsonaro y miembro del Partido Social Liberal desde que nací. Tengo además el honor de decir que soy parte del círculo íntimo de nuestro querido líder, el presidente Ander Bolsonaro.
No necesitaba presentación. Era Ricardo Meirelles, el carnicero de Caramujo… ¿A cuántos hombres y mujeres habría matado y torturado este hombre? ¿Cientos? ¿Miles quizá?
– Se preguntará, obviamente, qué diablos está pasando. No se preocupe que disiparé sus temores y se lo explicaré gustosamente. Como bien sabe, las tropas de élite de nuestro egregio régimen utilizan un software de combate llamado ESCIPION. Y como ha podido comprobar, su funcionamiento es óptimo. Desde su puesta en marcha hemos aplastado una y otra vez a la resistencia hasta reducirla a su mínima expresión.
Me di cuenta de que yo también estaba paralizado. Tenía mi matapolicias cargada y lista encima de una mesa a unos cuarenta centímetros de mi mano, pero no sentía necesidad alguna de cogerla. En el fondo no es que estuviera paralizado, es que no quería moverme. Estaba muy a gusto sentado confortablemente.
– Pero verá, ESCIPION solo fue un proyecto piloto, la puesta en práctica experimental de otro proyecto mucho más grande: DOMINE. Le sorprenderá saber que no solo dominamos la mente de nuestros soldados, sino de absolutamente toda la población.
El veterinario siguió con la operación como si Meirelles no estuviera en la habitación.
– Casi todos los habitantes de Brasil, excepto, por supuesto, el alto mando del partido, llevan implantado un pequeño chip detrás de la oreja, en la parte superior de la hipófisis mastoidea. Calculamos que nos quedan menos de cien mil personas sin chip, pero en cuestión de dos o tres años no quedará nadie. En lo profundo de la Amazonía, cerca de Porto Trombetas, en plena floresta de Saracá-Taquera, tenemos el centro de hipercomputación desde donde controlamos todo. Imagine la colosal tarea: el incontable número de decisiones que los doscientos treinta millones de brasileños toman a diario son supervisadas allí, una a una. Y lo difícil, lo francamente difícil, es que todo funcione como si fuera una orquesta, todo coordinado y sincronizado con precisión de cirujano. Naturalmente, en gran parte de las decisiones no interferimos, es decir, dejamos al sujeto que haga lo mismo que haría si decidiera por sí mismo. Solo interferimos en las que nos resultan interesantes tanto por motivos experimentales como por, no podría ser de otra manera, motivos políticos.
Estaba mintiendo, tenía que estar mintiendo. Era imposible. Todavía no podía existir una tecnología así, y menos en el arruinado y desigual Brasil, sumido en más de veinte años de profunda crisis económica.
– No, mi ingenuo amigo, no le estoy mintiendo – ¿Había leído mi pensamiento? – La dificultad de construir algo así no está en la tecnología ni en la financiación. No sabe usted lo contentos que están en Silicon Valley y en el MIT por poder probar sus teorías neurológicas en tan basta cantidad de sujetos experimentales, ni la enorme cantidad de capital extranjero que ha financiado gustosamente la empresa. La dificultad radicaba en hacerlo en el tiempo y el lugar adecuados. La revolución del Novo Renascimento salió muy bien porque vivimos en el peculiar momento histórico en el que a nadie le importa la política, pero les gusta Bolsonaro ¿Por qué? ¿Porque es un gran político? ¿Porque, realmente, va a salvar Brasil de la miseria? Nada de eso. Les gusta porque es un tipo atractivo, simpático, porque tiene un gran sentido del humor… está todo el día en la tele. Vamos, si, en el fondo, hasta a usted le cae bien. Jair Bolsonaro, al igual que su padre y su abuelo, es un gran animal televisivo. Así, la percepción del golpe de estado no fue tan mala ¡Vamos! ¡Era Bolsonaro! ¡Solo puede ser una travesura más! El fin de la división de poderes o la eliminación de derechos fundamentales son abstracciones que solo interesan a tres o cuatro politólogos, a los aburridos analistas del canal de noticias que nadie ve.
Meirelles sonaba especialmente convincente. A pesar de ser un hombre delgaducho y tener un rostro poco llamativo, parecía estar rodeado de un aura que lo dotaba de un gran carisma. Sin parecerse en nada a su líder, daba la impresión de que los unía un cierto parecido de familia.
– Igualmente, cuando Bolsonaro dio instrucciones para comenzar el proyecto DOMINE, nadie del partido se opuso. Para construir y gestionar el centro de hipercomputación se han necesitado más de cincuenta mil personas y, nada, ni una voz crítica. Hemos construido la mayor estructura de dominación y control de la población jamás imaginada, y todo el mundo lo ve como algo completamente normal. Incluso tuvimos a muchos miembros del partido que quisieron implantarse el chip voluntariamente ¿Sabe qué le digo? Desde hace tiempo albergo la creencia de que si sacáramos DOMINE a la luz de la opinión pública, la gente que todavía no lo tiene, haría colas de días para que le implantáramos el chip. Vivimos en un tiempo en el que ya no hace falta tapar las mentiras porque a nadie le importa la verdad.
Daba vueltas a la habitación con paso firme y convencido. Yo le seguía atento con la mirada.
– Pero no es solo eso. Vivimos en una época en la que la gente no quiere tener responsabilidades. Nadie quiere aceptar las culpas por nada. Todo el mundo quiere vivir tranquilo en su insignificancia, siempre que tengan acceso a la red 7G y ciento cincuenta canales de deportes ¿Y sabe usted cuál es la mejor forma de no tener responsabilidades? Renunciar a la libertad. Así, uno nunca obra mal, nunca se equivoca ni comete el más mínimo error. Yo no he hecho nada, ha sido DOMINE el que me obligó a hacerlo. Y lo sensacional es que uno renuncia a su libertad, pero sin ninguno de los inconvenientes de la esclavitud: todo parece seguir exactamente igual, nadie nota nada. Nos levantamos de la cama, desayunamos y nos vamos a trabajar igual que siempre. La libertad se ha sacrificado felizmente en pro de la comodidad. Y eso solo ha podido suceder aquí y ahora. Solo en este tiempo y en este lugar se podría construir DOMINE. Querido Gadia, vivimos en unos tiempos excepcionales para la dominación.
Miré de nuevo mi pistola. Estaba ahí, a un golpe de mano. Y él iba desarmado. Tenía delante de mí a uno de los peces gordos de la dictadura, a un sanguinario asesino, pero no deseaba hacerle nada. Me sentía muy confuso, pero extrañamente feliz.
– Entonces, querido amigo, se estará preguntando: ¿y por qué sigue existiendo la resistencia? ¿No hubiera sido facilísimo ordenar a todos sus miembros que se suicidasen sin más? No, esto no funciona así. Para que DOMINE funcione, todo tiene que seguir dentro de una narrativa coherente en la que todo suceda de la forma más probable. Me explico. Piense en cualquiera de los soldados de las brigadas Bolsonaro. Imagine que dejamos que se aliste en ellas un hombre obeso, con una forma física muy deficitaria. Entonces, ESCIPION se pone al mando y lo hace combatir de una forma excelente. En primer lugar, ESCIPION le ordenaría hacer cosas que él, verdaderamente, no puede hacer. No podrá correr cien metros en diez segundos persiguiendo a un terrorista. Y, en segundo lugar, si imaginamos que ese hombre no tiene ningún adiestramiento militar, si de repente, se ve a sí mismo manejando armas a nivel experto, se crearía un conflicto en su mente, una disonancia cognitiva insuperable. Por eso, querido narcotraficante, lo que DOMINE manda tiene que estar dentro de lo normal.
Demasiadas cosas en mi cabeza. No sabía qué pensar. Por un lado, la única explicación a mí parálisis era que lo que este psicópata decía fuera cierto, pero, por otro lado, era imposible de creer que algo de tal magnitud estuviese sucediendo en mi país y nadie se hubiera dado cuenta. Seguí escuchándolo perplejo pero muy calmado.
– Es normal que un régimen como el de nuestro excelentísimo Bolsonaro genere un núcleo de inadaptados que terminen por organizarse y formar la resistencia. Por eso os hemos dejado existir y, puedes sentirte feliz, os dejaremos existir más tiempo aún. Sois un formidable chivo expiatorio ante la opinión pública de todos los males que asolan nuestro gran país ¿Recuerda la explosión de la petroquímica Braskem en Río Grande? El auténtico culpable fue un imbécil del partido puesto a dedo como jefe de seguridad ¿Qué dijeron todos los medios? Que fuisteis vosotros. No hay desgracia en todo Brasil por la que no culpemos al infame Frente de Resistencia de los Trabajadores. No sabéis el gran papel que estáis jugando a nuestro favor.
Le creí. No sé con exactitud cuál fue la palabra clave, pero ocurrió, le creí. Lo que Ricardo Meirelles me estaba contando aquel día en ese quirófano para perros en Barra de Tijuca era completamente cierto. Pero, a pesar del shock mental que debería haberme dado descubrir algo de tanta envergadura, seguí como si nada, exactamente igual que seguía postrado delante de uno de mis mayores enemigos sin mover ni un dedo.
– Así, hombre de buena voluntad, va usted a vivir. Pero como comprenderá no podemos dejar que se quite el implante, y, de hecho, no se lo quitará. Terminará de curarse las heridas y se irá a casa. Guardará en secreto esta conversación y seguirá su actividad terrorista como hasta ahora. Paradójicamente, usted lo sabrá todo, pero no querrá desvelarlo. Y lo más fascinante es que pensará que lo hace porque quiere. Será muy instructivo para nuestros ingenieros cognitivos ver cómo su mente se desenvuelve en esta contradicción. Esa es la causa de mi visita sin cita previa: un pequeño experimento de disonancia cognitiva. Buenas noches, ha sido un placer conocerlo y poder charlar con usted.
Le di la mano y le sonreí. La verdad es que me pareció un hombre encantador. Me dio pena que se fuese tan pronto.
Permanecí dos semanas más oculto en la clínica para recuperarme. Amaro hizo un buen trabajo y apenas se notaban las cicatrices. Además del implante de DOMINE, tras la operación tengo dos pequeñas prótesis óseas de polietileno en mi cráneo. Soy todo un cíborg.
Ahora me encuentro en Vila Canoas, en la playa de São Corrado. Hace un día magnífico y la brisa del Atlántico acaricia mi rostro. Estoy sentado tomando un café en el Quiosque do Canto, justo donde termina la playa y comienzan los acantilados. Espero a mi contacto con la farmacéutica. Va a traerme un nuevo alijo de Senodiol. Tendré que intentar venderlo de nuevo, pero no cometeré los mismos errores. El negocio se hará en la Rocinha, donde siempre debería haberse hecho.
Está atardeciendo y el sol se mete tras la sierra de Gávea. El mundo sigue girando y la rueda no se para.
Felicidades, me ha gustado mucho tu cyberpunk. Sólo me pregunto para qué querría realmente la Administración Bolsonaro manejar esa colmena sumisa, o sea, qué gracia puede tener ser amo, sin el reconocimiento voluntario de tu esclavo…
Gracias Óscar. Sí, entiendo que el control sin el reconocimiento verdadero del esclavo pierde algo de gracia, pero, creo que en estos tiempos las élites económico-políticas se contentarían solamente con mantener y engordar el lujoso nivel socio-económico que les otorga el poder. Piensa en el desprestigio actual de la clase política. Todo el mundo piensa que los políticos son unos mentirosos, corruptos, ladrones… ¡y a ellos no parece que les importe demasiado!
Sí, da la sensación de que a estos no les importa demasiado, como a los antiguos reyes, que el llamado pueblo les quiera. Sin embargo no es lo mismo. Quiero decir: no es lo mismo que te obedezcan tus perros a que lo hagan humanos… Éstos últimos complacen inmensamente más a los aspirantes a jefes, precisamente por ese factor que tu relato reputa se ilusorio: la libertad…