En la antigüedad, las epidemias producidas por microbios invisibles siempre se asociaron con algo maligno y pecaminoso, castigo y penitencia de la humana soberbia. Bíblicas plagas, purulentas pestes, cóleras inmundas que causaron muerte y espanto en magnitudes sobrehumanas, que arrasaron ciudades, países y culturas, sin respetar razas, ni clases, ni jerarquías. Contra las que apenas cabía más defensa que enclaustrarse o huir, ni más consuelo que rezar o resignarse.
Y así pasaron siglos y siglos hasta que la que la modernidad y la ilustración trajeron los primeros conatos de soluciones y prevenciones eficaces, que acabaron con el descubrimiento científico de las vacunas en el siglo XVIII. (Se dice que entre los siglos X y XV ya hubo algunos intentos de vacunaciones, curiosamente iniciados, como casi todo, en China, pero no se sustentaban en un pensamiento científico, sino en meras observaciones casuales). Lo cierto es que en pleno siglo XIX, el descubrimiento de los microorganismos como causantes de enfermedades, junto con la expansión de las vacunas, nos hizo creer que finalmente seríamos dominadores de esas terribles enfermedades bíblicas, tan demoledoras de la nuestra orgullosa condición, como demostradoras de nuestra vulnerable fragilidad.
Y de nuevo pasaron los años, ahora contados por décadas, y así llegamos a la posmodernidad (o hipermodernidad, según teorías ahora irrelevantes), la última gran era, que trajo tan grandes avances científicos que finalmente nos sentimos poderosos e imbatibles, definitivamente dominadores de la naturaleza gracias a la ciencia y la técnica, a la comunicación planetaria y a la expansión de la democracia y la justicia social.
Sin embargo, algunos filósofos moralistas pronto nos advirtieron sobre los riesgos de esta era superlativa y desmesurada, viciada de consumismo y basuras putrefactas, devoradora de impaciencias y adicta a los sucedáneos de felicidades. Y otros pensadores, más científicos, nos advirtieron de que vendrían nuevas epidemias de virus, que causarían muertes y angustias insospechadas por la distraída mente humana hipermoderna.
Durante esta última era, nuevas corrientes filosóficas y científicas, como el transhumanismo y la potenciación radical por la genética, la nanotecnología, la robótica y las ciencias de la salud, han hecho que algunos pensadores aseguren que hemos dejado atrás al homo sapiens y nos aproximamos a ser como dioses, homo deus. Pero aun así, reputados estudios sociológicos han mostrado que el sentimiento humano más extendido sigue siendo el miedo, y que nuevas amenazas provenientes de la naturaleza incontrolable, nuevas plagas y epidemias, como el SIDA, el Ébola, la gripe A, etc., nos hacen volver a sentirnos vulnerables y efímeros.
Ahora mismo un minúsculo organismo, una pequeñísima esfera de ARN que ni sabe ni piensa, ni ama ni sufre, nos lacera y derrota. Ese diablillo se ha cargado en un santiamén los símbolos señeros de la hipermodernidad: el hipermercado global, el apresuramiento vital, la inquietud ansiosa, y ha arrasado la sociedad del espectáculo y el hedonismo sin fin. Y de repente, en un pispas, volvemos a los principios de nuestra frágil condición, renacen nuestros miedos ancestrales, el pánico nos hace alarmarnos y desconfiar del vecino, y volvemos a enclaustrarnos o ansiamos salir huyendo, solo que ahora, en vez de rezar o resignarnos, salimos a las ventanas a cantar, o aplaudimos nuestras heroicidades, confirmando con ello la paradójica condición humana vigente.
Pero, ¿dónde encerrarnos, a dónde huir, si el mundo es una minúscula esfera infectada por doquier? Ese mínimo microbio que, por no tener, no tiene ni maldad ni violencia, nos ha acobardado y asolado universalmente. Es más, este virus, que no tiene ninguna característica extraordinaria en comparación con otros de su especie, no sólo nos infecta y amenaza de muerte, sino que ha conseguido que tiemblen la bolsa y la vida, que se vulneren las naciones y las fronteras, que se quiebran los sistemas de gobierno multinacionales y se esfumen las esperanzas de organización planetaria, que, bien claramente, muestran sus enormes fragilidades.
¿Y esto porqué? En opinión de este observador, todo esto se debe, en gran parte, a que el sistema de relaciones, el estilo de vida humana hipermoderno, ha actuado como una gran lupa y un gran amplificador, y ha conseguido que, comparativamente con otras epidemias previas, la alarma sea muy superior a la afrenta, que las razones científicas se hayan escuchimizado en la información pública, en comparación con las reacciones sociales y acciones políticas.
Pero quizá no todo sea malo, quizá esta gran alarma mundial nos sirva para tomar una intensa lección de humildad, para apreciar más las virtudes de la lentitud y la mesura, del desprendimiento y el recato, de la sencillez y la pulcritud. Estas son virtudes que se tildan de pacatas y aburridas en la sociedad del espectáculo, aunque en realidad son síntomas de fortaleza y equilibrio, de suficiencia y autonomía. Puede que, como alguien me ha sugerido, incluso resultaran saludables para la especie y ecológicas para el planeta.
Esta reflexión, que garabateo temeroso e inseguro, no quisiera que sonase como una cavilación moral, pero si como una preocupación ética. No pretende ser un discurso de pecados y penitencias, sino una indagación sobre la inteligencia y la capacidad de adaptación humana. Quizá podamos aprender y cambiar, ser más auténticamente sapiens y menos injuriosamente deus.
Mas permítanme por un instante que, como observador profesional de la naturaleza humana, sea un poco pesimista. Cierto que arden las pantallas y cunde el pánico, pero tendemos a convertirlo en espectáculo mediático. Verdad es que cerramos puertas y caminos, pero abrimos las ventanas de Internet. Notorio resulta que nos enmascaramos y empapamos de antisépticos, pero no pensamos en asear nuestras costumbres y conciencias. Apenas llevamos unos meses de penitencia y ya estamos ansiosos por volver a la desmesura y la quimera. Y pronto olvidaremos, si es que alguna vez tuvimos conciencia de ello, que virus significa veneno y virtud fortaleza. Que los primeros nos aterran pero nos tientan, y que las segundas nos encantan pero nos fatigan. Que por muy científicos y solidarios que parezcamos, nuestras ansias y desatinos nos hacen ser frágiles y vulnerables. Por eso opino, temblorosamente insisto, que contra virus, no solo vacunas, sino virtudes. No sólo ciencia, sino un cambio social valiente y solidario. Mas no creo que lo consigamos, es más quizá ni lo intentemos.
Así somos los minúsculos humanos, más venenosos que el peor de los virus, más débiles que la menor de las virtudes.
Es verdad que las epidemias impactan en las sociedades y producen algo mas que muertos directos por la enfermedad, también las convulsionan, hacen que las poblaciones se cuestionen o que se busquen chivos expiatorios. Son momentos de crisis donde reina la duda, el miedo y por tanto la oportunidad de los cambios, también en la estructura de poder o en las normas morales que históricamente oscilaron entre las practicas religiosas exaltadas como las procesiones de los flagelantes a la efervescencia de los placeres mundanos.
También es verdad que, a veces, las epidemias dependen de condiciones socioeconómicas, las pueden desencadenar o influir las formas de vivir o de comportarse. Pero me temo que con cualquier forma de vivir los microorganismos seguirán mutando y siempre nos volverán a poner en peligro. Cuando esto ha ocurrido en la historia solo la ciencia ha conseguido resultados para frenarlos. Solo el conocimiento de la causa, su prevención y tratamiento han sido determinantes para acabar con enfermedades como la viruela que acabaron con imperios enteros.
Quizá por eso la auténtica virtud es que en la gestión de las nuevas epidemias en las sociedades modernas se aplique correctamente el conocimiento científico sin dejarse llevar demasiado por las metáforas de la enfermedad, en el sentido que lo decía Susan Sontag. Aunque ya se lo dificil que es esto en la práctica en sociedades tan complejas.
Gran artículo
Muy bueno, enhorabuena.
Gracias.
Sin duda la sensación de pérdida del control es lo peor de las epidemias. Por eso en una sociedad que pretende controlarlo todo son tan dañinas o mas en efectos adversos o secundarios como en morbi-mortalidad. Por eso me preocupa que no se dé más información científica y menos sociopolitica. La ciencia es la mejor de las herramientas que hemos desarrollado los humanos, la mas segura, la que más aumenta la seguridad y sensación de control. Y la mayoría de la población está capacitada para comprender y asumir las verdades científicas. Pero en esta hipersociedad cunden tanto las creencias y supercherias que si cultivamos alarmas recogeremos huracanes. Por eso, ojo, más tiento y mesura.