40 años de la muerte de Alfred Hitchcock

Teoría del Suspense…

por Oscar Sánchez Vadillo

¿Qué tienen que ver la Nouvelle Vague y la obra fílmica de Alfred Hitchcock? Pues nada, pero nada de nada. Sin embargo, todos hemos leído la famosa entrevista larga en que Truffaut rinde pleitesía al genio del británico, además de tratar de sonsacarle sus trucos. Y eso es, precisamente, lo único que tienen en común: la idea del cine como puro cine, de que el cine es un truco sofisticado, y no un reflejo de la realidad, o un transmisor de lecciones para la vida. Por eso aquellos cachorros franceses hablaban tanto del “cine de autor”, y no existía entonces más Autor, o autor más Autor, que Alfred Hitchcock, de cuya muerte han pasado ya cuarenta años como cuarenta desiertos de exilio israelita. La analogía es siempre la misma: Hitchcock era como un mago. Hacía ilusionismo en la pantalla, de ahí que no permitiese a nadie contar el final de Psicosis cuando se estrenó, no por lo que ahora llamamos spoilers, sino por no desmerecer la prestidigitación del artista. Si el mago te va a engañar, te va a emocionar y sobresaltar con tu consentimiento, sólo lo conseguirá si permaneces mudo y expectante frente a la función completa, agarrado a la butaca, comiéndote las uñas y tragándote la pildorita del suspense de principio a fin…

Pues por ahí va mi teoría. Desde el punto de vista de las susodichas emociones, los personajes de las películas de Hitchcock -y los actores que los encarnan, puro “ganado”…- son puramente convencionales. Personas más o menos acomodadas, contentas con el modo de vida de los vencedores de la guerra, nada originales ni peculiares en ningún sentido, y a los que les cuadra bien la frase de Chesterton, “la aventura puede ser loca; el aventurero no” –El hombre que sabía demasiado, por cierto, es el título también de un ciclo de cuentos formidable de ese otro gordo genial. Ninguno de ellos, que yo recuerde, tiene las menores ganas de meterse en líos, ellos son pequeñoburgueses felices que hubieran seguido su existencia ordinaria de no ser porque el director, como un dios perverso, les tiene guardadas las peores sorpresas.

Ni siquiera su subconsciente, como en Recuerda, es demasiado interesante, Hitchcock era demasiado inglés para tomarse en serio las fantasmagorías del Psicoanálisis más que en lo que pudieran tener de útiles para impulsar la intriga. Hitchcock era un gran técnico de la narrativa audiovisual, no un filósofo de la naturaleza humana, eso es decisivo comprenderlo cabalmente. Así, en Vértigo, la etiología psicológica del vértigo como tal sólo tiene un valor en tanto que tiene una función dinámica en la trama. Y en Los pájaros, ni a Hichcock, ni a nadie (a mi no, al menos), le importa lo más mínimo ponerse a pensar si los pájaros malignos como tales simbolizan o significan algo en el ámbito de un hipotético Inconsciente Colectivo. De hecho, todas las películas posteriores sobre tarántulas gigantes, serpientes en el avión, marabuntas o plagas post-bíblicas no se han preocupado en nada de esos detalles tan sesudos: ahí está el bicho y basta, el bicho es el McGuffin que desata nuestros miedos internos y eso es algo que ya sucedía en los mitos griegos y que sigue sucediendo hoy mismo de modo real e irreal con el dichoso coronavirus.

¿Qué es, pues, el famoso “suspense”, si no es ni aventura como tal, ni freudismo tonto, ni intensidad emocional humana? Pues, en mi opinión, algo muy viejo que se hace pasar por nuevo. Consiste en hacer participar al espectador en el interior de la trama, y a la vez dejarle fuera, en una tensión tan excitante como subyugante. Mis alumnos, cuando ven una película que realmente les gusta, no dejan de intervenir. Dicen “yo le metía una hostia, colega…”, o “bueno, a mi me hace eso…”, o “yo me cagaba, te lo juro”. Me invento un ejemplo de suspense. Imaginemos que James Stewart se ha quedado dormido en un butacón con el periódico en las manos (Cary Grant no se rebajaría jamás a esa indignidad). Bajo el asiento, una bomba de mecha acaba de ser encendida por alguien que quiere acabar con él. Sospechamos de la rubia de turno que embelesaba a Alfred, pero esa sospecha tiene que durar hasta la última escena. Ahora fijaos. La escena nos pone nerviosos, frenéticos, queremos que Jimmy se despierte y salga de ahí, corre, idiota, que revientas. Estamos, pues, metidos en la película, querríamos más que nada zarandearle, pero no podemos, porque es una película. La escena, sin embargo, tiene ya tres componentes: Jimmy, la bomba y nosotros, angustiados. No hay un segundo personaje que esté viendo la situación y que pueda hacer algo al respecto, que es lo que hubiera ocurrido en el cine anterior. No, el espectador sufre la escena por sí mismo, no a través de un mediador. De modo que está y no está, se rompe la Cuarta Pared, pero de fuera adentro, y el espectador sale del cine sintiendo que ha hecho una extraña experiencia estética… Pues eso es, me parece, lo que conseguía el mago Alfred Hichtcock, su truco máximo.

No obstante, no lo inventó él. Es el mismo truco del teatro de toda la vida, desde la tragedia griega (¡no lo hagas, Edipo, que es tu madre!) hasta los culebrones venezolanos actuales, en los cuales la gente vive lo que ve, como mis alumnos. Hitchcock fue un técnico soberbio, alabada sea su memoria…

Hitchcock y la lógica de los espías

por José Rivero Serrano

Frente a los partidarios de un Alfred Hitchcock volcado en el suspense – el Rey del suspense le denominaron en las promociones comerciales del momento– y en el terror controlado de sus imágenes hipnóticas –sobre todo cuando van acompañadas por la música de Bernard Herrmann–, incluso de su obsesión sobremedida, y un poco freudiana, por la persecución de las actrices rubias, me quedo a meditar en su trazado de los espías. 

Ciertamente Hitchcock y la lógica implacable de los espías merecen algunas notas y comentarios. Lógica bien distinta –aunque no tanto, como puede deducirse– de la denominación de John Le Carré, de El espejo de los espías. En la medida en que todos llevamos un espía –y no sólo por la función de mirar y ver que solemos realizar– dentro de nosotros. Y, por otra parte, los espejos nos enseñan una peculiar manera de ver y de vernos, y han sido un artefacto visual de enorme importancia y recorrido en la historia de la Pintura, sobre todo de la Pintura holandesa del siglo XVII. El cine puede ser también recorrido y analizado a través de la presencia del espejo y del uso los espejos, que en el juego del objetivo de la cámara, del ojo y del párpado del director y del espejo del fondo del set o del decorado, se inscribe una enorme Mise en abîme. Que eso es el bien cine, en suma: un desfiladero visual de imágenes encadenadas, donde se duda entre el original y la copia. 

Y justamente, ese desdoblamiento del espectador, del mirón, del director de imagen y del voyeur pasional, se cumple en las historias de espías. Donde existe un haz y un envés, una cara y una cruz, un héroe y un villano superpuestos y una ida y una vuelta como un bucle sin final. Por eso no es raro que ya en fechas tan tempranas como 1928, Fritz Lang diera rienda suelta a los desdoblamientos personales y materiales con el clásico Spione, que anticipaba desde el cine mudo el otro espejo de los espías. Un espejo que, tal vez, alcanzara clara visibilidad y elocuencia con El tercer hombre (Carol Reed, 1949, basado en texto de Graham Green), y cerraría el círculo con El espía que surgió del frío, de Martin Ritt (1965) y basada en la obra homónima de John Le Carré. Con la salvedad de que el espía de Lang, lo hace para una causa difusa y abstracta; mientras que los espías de Ritt-Le Carré se reconocen en la plenitud de la Guerra Fría.

James Mason, Eva Marie Saint y Cary Grant en “Con la muerte en los talones”

Algo parecido al primer Hitchcock que rueda sus primeros trabajos con fondo de espías entre 1936 y 1942, realizando Sabotaje y Agente secreto. Es decir, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial y ya de lleno en ella. En 1942, retoma la segunda versión de Sabotaje y en 1946 realiza Encadenados (Notorius). Con un grupo de nazis, ocultos y resistentes, actuando en un hipotético Brasil relajado de escuchas y de espías, tratan de obtener material radioactivo. Es decir, las primeras obras (incluso la primera versión de El hombre que sabía demasiado, de 1934) se inscriben en ese contexto difuso del espionaje, sin que quede clara la potencia promotora del espionaje mismo.

Cosa que cambiará en el ciclo de películas que van del 1956 (El hombre que sabía demasiado) a 1969 con Topaz, basada en un relato de Leon Uris. Si en la primera de ellas, el atentado previsto realizar, en un concierto del Albert Hall londinense, será justamente sobre la persona destacada de una potencia menor (por más que Wikipedia establezca el magnicidio sobre una autoridad británica), las películas finales de los años sesenta se construyen sobre el espionaje cierto y verdadero de la Guerra Fría. Con esa parada intermedia, y preparatoria, en una película de espías falsos, como ocurre con Roger Thornill (Cary Grant), frente a la autenticidad de espía de una pieza, de Phillip Vandamm (James Mason), que eso es Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959). Sin olvidar el papel activo de la agente federal Eve Kendall (Eva Maríe-Saint) que juega a doble agente.

Topaz

Las obras finales de esos años, Cortina rasgada (Torn curtain, 1966) y la citada Topaz (1969), son ya apuestas decididamente reconocibles y ubicadas en su tiempo casi real y casi coetáneo del espectador. Apuesta anticomunista la primera y anticastrista la segunda –con picotazo incluido a los servicios de inteligencia franceses, incapaces de quedarse callados– que le costaron más de un rapapolvo desdeñoso de los antiguos adoradores de Cahiers de Cinema. Adoradores, doblemente perjudicados, que habían pasado de la glorificación de Hitchcock como autor, cuando todo el cine era –en esos años cincuenta– de los productores, para tildarlo, al compás del cambio operado en la redacción de la revista (de la Política de Autores al Cine Militante), de ‘esbirro del capitalismo’. Y todo por unas visiones desmitificadoras del Telón de acero en Cortina rasgada (Torn curtain) y del Telón de azúcar en Topaz. Donde nuevamente, el profesor Amstrong (Paul Newman) finge ser lo que no es, para poder sacar la verdad del gamma 5 al profesor Lindt (que se dispone a viajar a Leningrado y rendir servicio a los soviéticos), e iniciar Amstrong y su prometida Sarah Shermann un atribulado viaje fuga-rescate, desde la Universidad Karl Marx de Leipzig al Berlín occidental. Casi parecido al otro viaje que formulara Mark Robson con El Premio (1963), donde se juega al secuestro y a los dobles, con fondo de Guerra Fría. Parecido ambiental y temático, y no sólo por la presencia de Paul Newman como premio Nobel de Literatura, cuya imaginación se encuentra agotada. 

Cortina rasgada

Topaz, se ubica en plena crisis de los misiles instalados en la isla de Cuba, y que dio pie al episodio de tensión política entre bloques, resueltos finalmente entre Kennedy y Khrushchev. Dando comienzo con la deserción a Occidente de Boris Kusenov en pleno día en Copenhague. Y prosigue con la secuencia pintoresca de los castristas, alojados en el hotel Esperanza, de Haarlem, (no en la embajada de Cuba como cita equivocadamente Wikipedia) y el viaje a Cuba del diplomático francés André Devereaux (Frederick Stafford) para detectar la implantación de material nuclear. Devereaux, que obviamente, no es diplomático y experto en asuntos comerciales, sino que trabaja para la CIA, al tiempo que sus colegas del ministerio francés de Exteriores lo hacen para el KGB. 

Otra vez el juego de espejos y dobles –que eso es el espionaje en estado puro– y la lógica fundamental del espionaje, de mirar sin visto. Por más que no se entendiera entonces. el juego perverso de Hitchcock sobre la doblez humana y sus recovecos oscuros. Y, además, se hiciera una lectura en clave política militante, para condenar esos trabajos. Pero ahí están.

Ver documental Hitchcock/Truffaut

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