En la magnífica saga de Dune, de Frank Herbert, que Denis Villeneuve ha convertido de nuevo en cine (lo cual no significa que vayamos a ir a verla a una sala de cine, tal como están las cosas), el protagonista de la primera novela, Paul Atréides, aprende a usar un poder especial que le enseñan las Bene Gesserit, que son una especie de monjas que dan más miedo que la de la película La monja. Ese poder consiste en modular las cuerdas vocales de tal manera que emitan un tono de voz capaz de subyugar a cualquiera, una facultad que es posible que tuviera Julio César, por lo que cuentan los historiadores, que tuvo Frank Sinatra pero sólo a ritmo de swing, que poseyó Constantino Romero haciendo de tipo duro, y que sin duda dominaba a la perfección Marcos Mundstock, el cabeza visible de Les Luthiers, que nos ha dejado hoy y no, según parece, de la enfermedad esa célebre que se lleva a la gente mayor, o ya perjudicada -lo cual es clara cobardía-, o rellenita o excesivamente cariñosa. En Arrakis, La Voz se usaba en contadas ocasiones y siempre para dominar la voluntad del prójimo (y menos mal que es ficción: imaginaros la Manada o vuestro jefe con un instrumento así…); en el caso de Mundstock, sin embargo, su voz tenía el superpoder de desencadenar carcajadas. Y lo digo literalmente, yo estuve en una actuación de Les Luthiers a finales de los años ochenta en un teatro de la calle Alcalá de Madrid y os juro que en cuando apareció Mundstock con su traje planchado, su barba cuidada y su carpeta roja, el público estaba expectante, con los nervios a flor de piel, pero en cuanto por fin pronunció las palabras “Johann Sebastián Mastropiero” ya no pudo continuar, porque el teatro se vino abajo…
Sólo había abierto la boca y ya estaba el público descojonado vivo: ese fue el tipo que ha muerto hoy con 77 años. Mundstock, que era de origen polaco pero tenía apellido de festival de música hippy alemán y nocturno, hizo como que no sabía qué estaba ocurriendo, y, sin perder la compostura, miró en su ropa, miro en el revés de la carpeta y no halló nada que pudiera ser tan gracioso… Y es que lo gracioso era, en realidad, que los que allí habíamos pagado la entrada nos sabíamos sus anteriores monólogos o introducciones de memoria, y habíamos imitado su peculiar voz mil veces en casa. La emoción, pues, era esa: que ahí mismo, en el escenario, estaba el Dios profundo y grave del humor inteligente, hablándonos como el otro Dios a Moisés en el Monte Sinaí, pero con infinito más cachondeo. El mérito de Mundstock era ese, difícil de repetir: tenía cara de cachondo y a la vez de catedrático, como un goliardo que hubiera conseguido engañar a las altas instancias universitarias. O, dicho de otra manera, Mundstock era como Groucho y a la vez como el señorón altivo del que se burla Groucho delante de Margaret Dumont, y esa duplicidad genial sólo está al alcance del melón con jamón o de Buster Keaton siendo alegre y triste al mismo tiempo. Daniel Rabinovich, que murió hace unos años, también era muy gracioso, pero su papel era en cierto sentido más sencillo: hacía, muy bien, de pueblo llano, entendido como persona sin cultura que únicamente atiende a sus instintos más básicos. Yo, la verdad, creo que Les Luthiers perdía el tiempo construyendo sus extravagantes instrumentos de lata de atún o lavabo de urinario, porque lo que realmente le importaba a sus seguidores era la música, las gracias y la voz y el porte de Mundstock. Johann Sebastian Mastropiero, el alter ego torpe y disparatado de Bach, era él, aunque lo disimulase, haciendo como que había algo en el envés de su carpeta.
Lo extraño de todo esto es que hace treinta años que no escucho a Les Luthiers porque lo tengo todo en cintas de cassette y carezco del aparato reproductor adecuado -carraspeo de Mundstock. Sin embargo, me acuerdo de cada actuación, palabra por palabra, ya digo, y entonación por entonación. Quizá sea eso la cultura en tiempo de las pandemias: que no exista ningún libro sagrado que haya que memorizar, ni himnos que cantar a la mayor gloria de algo o alguien, excepto los divertidos soliloquios de un argentino que fingía que carraspeaba antes de hablar. De todos, el más memorable sin duda es este, y no admito discrepancias:
Lo que no queda claro es de donde viene, no la voz de Eclesiastés de Marcos Mundstock, sino la inteligencia gestual y paratáctica de Les Luthiers. Debe ser la mixtura de los emigrados europeos, con la ensoñación porteña, con las refinadas notas del humor judio y con una rara melancolía por la inteligencia perdida. Eso es, una mezcla de la brillante impostura de lo universos imaginarios de Borges con la calle sudorosa y cómica de los guiones radiofónicos de los Marx brothers de los años treinta. Algo de ese imposible mundo leo estos días con un autor argentino oculto: Jose Emilio Burucua y su Enciclopedia B-S. Puro sentimiento porteño. La voz de Mundstock creo que viene de su cuaderno rojo y de sus apuntes imposibles de retener. Más tropiero que nunca.