“Es señal de un talante distinguido amar lo verdadero en las palabras, no las meras palabras bellas. Una llave de oro no vale para nada si de abrir una puerta se trata, y no lo consigue“
Pedro Abelardo, Sic et Non, 1340 A y B.
El confinamiento continúa, no sabemos por cuánto tiempo. Ya hay muchos vídeos y memes circulando que sacan a un Pedro il bello envejecido pidiéndonos que nos quedemos en casa un día más, por el amor de Dios, o a Fernando Simón con aspecto de científico loco anunciando con pinta de tener cien años que esta vez os juro que el pico de contagios llegará mañana. Llevamos dos semanas de vacaciones forzadas y sin playa -una playa es ya de facto el sueño postrero de la civilización occidental…-, y ya estamos hasta el moño, como diría mi ex. Era totalmente cierto el chiste de los primeros días, que rezaba: “ahora os reís, pero ya veréis cuando cierren los bares…” -en letras blancas sobre fondo negro, inconfundible plantilla de esquela. Por eso pienso que, al margen de las consecuencias sociopolíticas que puedan acarrear todo esto (y si es que no es disparate mío poner toda esa barbaridad al margen, como si se dijese en el Museo del Prado: “dejando al margen los cuadros que llevan el color rojo”…), un efecto insospechado que puede tener lugar es una modificación sustancial en la percepción de lo que entendíamos por “vida íntima” o “doméstica” en el caso de que este suplicio se prolongue. Vivíamos, hasta hace un mes, convencidos de que uno se emancipa de casa de sus padres para poner un nido propio, tener hijos, amueblar con Ikea y llenar el hogar de artefactos electrónicos y conexiones digitales que hiciesen la existencia agradable y entretenida a la vez. Eso de “¡encargue la compra sin moverse de su propia casa!”, o “¡aprenda inglés cómodamente desde su propio sofá!” -el sofá es, a falta de playa, el otro desagüe último de la civilización occidental…-, o “usted sólo tiene que apretar un botón, el resto lo hacemos nosotros”… etc., que se va a potenciar demencialmente con la implementación del Internet of things. Pues bien, molaría que esto sirviese también para tomar conciencia de que eso, gozar del domicilio privado, si no fuese optativo, es el verdadero taedium vitae pequeñoburgués tematizado metafísicamente por Arthur Schopenhauer. Ahora nos recluye el virus, y nos jode, porque nos va a tocar gravemente el bolsillo y tal vez la salud, pero antes nos recluía toda una mercadotecnia del amor cobrado (incluido, literalmente, el porno) hacia las cuatro paredes que nos albergan y parecíamos encantados. Me pregunto, por ejemplo, cómo estarán llevando esta crisis en los poblados gitanos de los extrarradios de Madrid… ¿estarán también los calés encerrados, adictos a la tele paya, rasgueando una guitarra, bailando hasta la madrugá, programando Lynux -no quiero prejuiciar-, vendiendo mascarillas y guantes…? ¿Qué…?
Quedarse en casa, con tu pareja, con Imagenio, la Playstation, la novela de moda o el aerobic de Jane Fonda y tapiar la puerta u olvidarse del mundo es un puto coñazo, es el infierno anti-humano, es como el inicio de esa peli de animación tan buena, Los Croods, donde los personajes sufrían huyendo de cueva en cueva. Pascal tenía razón cuando señaló que todos los problemas que aquejan al ser humano nacen de su incapacidad de quedarse en casa, pero se le olvidó decir que si el hombre fuese semejante a los osos (qué tremenda escena de lucha con oso al principio de El renacido, por cierto, no había visto nada igual), entonces no sólo rugiríamos y se arruinaría el vergonzoso negocio de las pieles, sino que tampoco hubiésemos descubierto el baile ni el fútbol. Creo que esto es algo que habría que aprender también este marzo/abril de excepción, el hecho de que no nos gusta quedarnos en casa, que constituimos una especie exploradora, gregaria, claustrofóbica y seguramente depredadora. En el norte de Europa ya lo saben, y les pesa, pero también están más acostumbrados. El poco tiempo que yo estuve en Berlín, la gente joven que vivía en pisos compartidos abría su primera cerveza a las cuatro de la tarde. En Irlanda los pubs se llenan en cuanto termina el trabajo, y van con resaca de nuevo al tajo al día siguiente. La cultura que nos hemos dado el último siglo y medio, pero sobre todo después de la SGM, ha sido una cultura del spleen, de la evasión casi psicodélica por medio de la alteración y satisfacción de los sentidos en un entorno predominantemente urbano. Pero la cultura de una civilización poderosa y viva debería ser también el repertorio de motivos por los cuales alguien, un ciudadano cualquiera, sale con ilusión de su casa por la mañana y no necesariamente a buscar el sustento o sólo por buscar el sustento, como ocurría, de modo ejemplar, en la Atenas clásica. Los únicos que nunca se mueven de su sitio preasignado son los muertos en el cementerio, o en las cunetas de España, pero eso es otra historia…
Yo mismo soy muy caracol en su concha. Pero estos días hasta echo de menos dar clase, algo que en verano jamás me ocurre. Eso que nos venden de un futuro inmediato en que la “robolución”, es decir, la revolución de la introducción de la automatización robótica en el trabajo, nos va a quitar nuestros empleos y, si hay suerte, derramar sobre nosotros quintales de ocio o confortable teletrabajo de gestión no nos está gustando nada estos días, y eso en el mejor de los pronósticos respecto a lo que nos pintan a la vuelta de la esquina. Recordemos, por favor, esta lección tan concreta y elemental: es estupendo, sin duda, que una vez a la semana te sientes a una mesa y le pidas al camarero lo que deseas comer de una carta, pero una vida así, a diario, es una vida de bebé. Un rentista ocioso es un bebé consentido e insoportable, como el niño del Capitanes intrépidos de Kipling. Los adultos necesitan salir al mundo y hacer las cosas por sí mismos, o no serán hombres o mujeres o trans de verdad, sino mierdecillas sin temple, lombrices de tierra, pegotes de Blandiblú. Recuerdo que Asimov decía en sus memorias que su hijo no se había dedicado a nada, porque había decidido vivir de los derechos de autor de su padre, y que él encontraba muy digna esa vida del caballero rentista, pero esa es la única línea que dedicaba a su cachorro en mil páginas; el chico no tenía mayor interés, eso era todo. A los robots, a los algoritmos, a la IA, lo mismo que a los virus, les soportaremos lo justo, pero por lo demás que les den mucho por el saco.
Sin embargo, lo opuesto también es exagerado, fuera de quicio, descabalado, y hasta algo extrahumano por desbordamiento. Me refiero a una filosofía de izquierdas que ahora está muy de moda, una especie de neohippismo mezclado de marxismo diluido que yo identifico en España con la obra de Marina Garcés. Garcés es una gran escritora, y una pensadora de mucha consideración, a la que hay que leer, pero yo de verdad no sé por dónde pillar lo que dice. La ética de los cuidados, la feminización de las costumbres, etc. ¿a quién no le gusta esto, excepción hecha de la plantilla de Vox? Lo que ya no gusta tanto es la experiencia real de las asambleas, de echarse para todo a la calle, del municipalismo, etc., en el cual parece -no me entero mucho, sólo en cuentagotas- que los proyectos comunes estos que Garcés dice que se van redefiniendo según se van haciendo enfrentan a la gente en vez de unirla. Si esas mismas personas se viesen únicamente para desayunar, o para tomar cervezas, habría, como mucho, infidelidades, piques, envidias y ese tipo de cosas patéticas, pero cuando mucha gente variopinta está a la vez embarcada en empresas comunes virtuosas terminan por darse de leches por la definición del Bien Mayor. En esto queda, creo, el nosotros relacional, el anonimato grupal, la comuna de intereses no predeterminados, porque en ellos concurren todos los posibles… queda en peleas de vanidad, Santa Inquisición permanente de unos sobre otros y formación de bandos. Y es natural, puesto que qué demonios de filosofía es esta en la que se confiesa desde el principio que no se propone nada, que no se quiere nada, que no se va a ninguna parte y que cualquier práctica es buena bajo la condición formal de que sea colectiva y desprendida. Se me antoja eso que he dicho sin ánimo de ofender antes: hippismo sin drogas y marxismo tímido. El marxismo tiene buenas razones para ser tímido (en nuestro país ya ha renunciado totalmente a la Revolución y tales extremos maximalistas), con su amplio historial de crímenes, tanto con el de sus rivales, pero la gente sigue adherida sentimentalmente a él, como los Negri, los Lyotard, los Fernández Savater y muchos otros que hablan de la “multitudo” espinozista, del régimen de los afectos, del todo se hará sobre la marcha, del acontecimiento propicio, etc. Yo, si no es que quieren orgía, creo que nos toman un poco el pelo con tanto lenguaje buenista -de “bien”, no de Gustavo Bueno. Y lo más significativo es que el marxismo más estricto tampoco se los toma en serio…
En mi opinión, una filosofía, o una teoría, lo es si propone una meta y un camino a seguir para lograrla, en caso contrario es una descripción hueca del puro devenir -quiero decir, no hace falta ninguna Marina Garcés para que ya la realidad produzca ideas de sus propias prácticas, sucede así desde la prehistoria o desde que el hombre es hombre, todavía más: eso es lo que es el hombre, a diferencia de los animales. Y una política, o una praxis, lo es a su vez si se objetiva en instituciones, en reglas de juego para todos, porque lo opuesto sería una suerte de improvisación que habitualmente termina como el rosario de la aurora. Ya digo, no pillo bien la intención de esta clase o subclase de pensamiento que por otra parte es muy familiar hoy. La nota más característica de esta música la da la mala conciencia, creo: que no haya jefes, que no haya propiedad, que no haya ataduras, que no haya patriarcado y que todo ocurra en una catacumba cristiana, excitantemente perseguidos por los romanos perversos del Capital que van a asesinar el planeta, lo cual es, por otra parte, tristemente cierto. Estos planteamientos me son muy afines, me apunto, yo también juego, pero siempre y cuando no se me pida un compromiso existencial y pueda entrar y salir de las prácticas comunes, tribales, cuando me venga en gana. Pero eso ya no sería en absoluto bienvenido, me temo, o he tenido mala experiencia. Porque el truco de todo esto, pienso, es que el Nosotros definido por Garcés como “ni unidos ni separados” suena de maravilla, pero en cuanto no te partes los cuernos por mantener cohesionada a la tribu te estigmatizan como en La casa de Bernarda Alba o Calle Mayor. Como toda organización basada en sentimientos y no en normas formulables, todo estos planteamientos tienen más trampa que un circo chino. Zizek, que a veces tiene sus puntos en mitad de las tinieblas del lacanismo, ponía un ejemplo buenísimo a propósito de otro asunto en un vídeo de Youtube: decía que es como cuando tu madre te dice que tienes que darle un beso a la horrible tía Clara pero que lo hagas porque sale de ti, no porque ella te lo está pidiendo… La libertad, claro, no era eso…
De manera que los seres humanos metidos en el castillo de su hogar es una pesadilla liberal que sólo se alivia cuando existen los clubes exclusivos adonde acude a desfogarse el caballero pudiente o los bares de mala muerte donde se emborracha el obrero. Pero, al tiempo, la vida enteramente arrojada a la calle, a la puesta en común de todo y al Omnia sunt communia no sólo es nostalgia de una Atenas o una Esparta irrecuperables, sino que también siembra irremediablemente la semilla de la discordia. La “multitudo” indistinta, autorregulándose ebriamente, no dejando nada establecido a su paso, la revolución permanente de Trostky o el pensamiento nómada de Deleuze, es una puñetera invitación al desastre fuera de los libros, y poesía en prosa dentro de los libros. Es, justamente, lo que estamos consiguiendo evitar estos días, el que, pese a que esto comience a parecer un estado policial, como apuntaba muy bien ayer César Rendueles, no hay caos en las calles ni saqueos en las tiendas. Ni siquiera en la Atenas antigua todo ciudadano libre acudía a la Asamblea, sencillamente porque no se cabía y a menudo se delegaba en unos cuantos, diez mil personas, aforo máximo, que desde el puto de vista actual no está nada mal (diez mil personas de cuarenta mil tomando decisiones en igualdad, un milagro, sí, pero un milagro sustentado en la esclavitud y el patriarcado). Existen otras iniciativas actuales, como el Blockchain[1], que prometen una democratización mucho más interesante que la implantación de chismes potencialmente tiránicos y manipuladores como el Big data, los videojuegos -tengo la teoría paranoide de que los videojuegos sirven para estudiar cómo pensamos y reaccionamos en un entorno artificial cuyas reglas son relativamente sencillas…-, la “robolución”, el IoT, los ordenadores cuánticos o los algoritmos omnímodos, que no nos hacen falta para nada, o al menos eso me parece a mí. Nos quieren embaucar con palabras bellas, con llaves de oro, cachivaches flamantes y filosofías utópicas que no sirven para solucionar ninguno de los embrollos en lo que verdaderamente estamos metidos hoy ni para abrir ninguna puerta real, siguiendo la metáfora de Abelardo que resulta casi dolorosa hoy. Son quince días más de necesario mirarnos el propio ombligo, pero al salir atendamos no sólo a que vamos de cabeza a una recesión brutal -que seguramente convierta al continente europeo en segundomundista, por así decirlo-, sino también que no nos gustó el encierro, que somos homo faber y no homo mínumus. La contemplación está muy bien para los genios, como Aristóteles o Cezanne, pero no para las personas corrientes. Como decía Robert Venturi contra el funcionalismo moderno, no es verdad que less is more, sino que lo que es rigurosamente cierto es que less is bore… -no se refería a la producción o al consumo-, y eso es, justamente, lo que estamos experimentando contra nuestra voluntad estos extraños días…
(No obstante…
1880: El derecho a la pereza. Paul Lafargue
1932: Lecturas sobre el futuro del trabajo desde el pasado. Bertrand Russell