El reencuentro

Fotografía Clark & Pougnaud

Cuando se anunció que las peluquerías iban a abrir de nuevo, cundió la misma alegría que si se hubiera anunciado la vacuna para la COVID-19. Los desperfectos estéticos, después de casi dos meses, eran dantescos: pelos de mil colores en las damas y melenas selváticas en los caballeros. Ellas y ellos lucían al natural, ese penoso estado que los países desarrollados combaten con tintes y otros inventos. Solo la juventud, la verdadera juventud, podía enfrentar la calle sin más prótesis que una mascarilla aunque quizá luciera, como el resto de la población, unos kilos de más. Pero no sé qué tiene la juventud que hasta los kilos saben dónde colocarse con cierta armonía, mientras el resto vemos cómo crece el volumen del abdomen y desaparece la cintura a un ritmo vertiginoso. Y eso por no hablar de otros efectos colaterales, como el desprendimiento de carnes sostenidas por el bótox y otros trucos. Durante tantas semanas en casa los rostros se descompusieron como el retrato de Dorian Gray, así que no dudo que más de un centro de belleza habrá funcionado en la clandestinidad, evitando así algún divorcio y más de un susto al despertar juntos. Al principio incluso pensé que el Hola tendría que cerrar o restringir su información a personajes y cuerpos que, por su edad, resisten cualquier pandemia. Pero luego comprobé que el photoshop es uno de los mejores cirujanos y que quien se gana la vida siendo bella, eternamente bella, tiene en su casa una infraestructura digna del CSIC. Por eso (casi) todas las celebrities siguieron apareciendo y mostrando, en solidaridad con el resto de la población, alguna cana aquí y allá. También los varones reaccionaron de formas diversas ante el deterioro: baste comparar, por ejemplo, el aspecto impoluto de un Discóbolo de Mirón trajeado que siempre luce el presidente Sánchez con el look Atapuerca de Fernando Simón, que no me extrañaría que acabara en el Museo de la Evolución después de la pandemia. La ventaja estética, por llamarlo de algún modo, fue para los millones de personas que vamos sumando kilos y arrugas con resignación e incluso cierta alegría, por cuanto significa seguir vivos y coleando. Qué gran descanso poder salir, ir a la compra o a dar el paseo- cuando se legalizó- sin preocuparnos de nuestras pintas ni asustar al personal. Porque el reencuentro puede ser difícil después de un tiempo tan largo sin vernos las caras, en el sentido más literal de la expresión.

Fotografía Clark & Pougnaud

Me temo, sin embargo, que hay averías que no se arreglan con ir a la pelu o con intensificar el ácido hialurónico y el fitness. En un confinamiento como el que estamos sufriendo la vida queda en suspenso y desaparece el disfraz, la máscara, en otras palabras, la representación que suele regular nuestra vida social. Cabe el peligro, muy fundado, de que haya que reconstruir los personajes que veníamos interpretando y los guiones que fabricamos para ser aceptados-incluso admirados-en nuestro entorno. La pandemia nos ha replegado a un espacio inédito y ha impuesto un viaje hacia dentro tan implacable como las canas o los michelines. Una oportunidad de oro, si sabemos y podemos vivirla así, para revisar nuestro interior, detectar goteras y aplicar remedios, aunque no sean tan rápidos como el tinte. O, por el contrario, este puede ser un tiempo y un espacio para lecturas dramáticas sobre nuestra vida, donde cada día es un libro de reclamaciones sobre nuestra (mala) suerte y una fuente continua de rencor. Pero de lo que no hay duda es que han sido sobre todo semanas de profundo dolor, propio o ajeno, por cuantos han perdido a sus seres queridos o han sufrido la enfermedad. Y sin olvidar, por supuesto, a esa enorme masa de población que pasa los días echando unas cuentas que no salen, estirando el euro que no llega a fin de mes o decidiendo ir a la cola del banco de alimentos, algo que nunca pensaron que les pasaría a ellos. Los más afortunados solo hemos padecido el miedo al virus en un montón de días grises y todos iguales, algunos de nosotros con un exceso de soledad y otros de compañía, que de todo ha habido. Y lo que presiento es que nadie será exactamente el mismo cuando se abran los bares, los cines y las playas; y que quizá lo de menos será tener que llevar mascarilla o guardar cierta distancia física con el personal.

Fotografía Clark & Pougnaud

Cuando todo pase nos recordaremos pegados al whatsapp, una aplicación que, además de mandar y recibir mensajes, actuó como una radiografía de nuestros sentimientos. No sería difícil catalogar a cada uno de nosotros por la clase de material que enviamos o la frecuencia con que lo hicimos: videos, chistes, arte, consignas, noticias y un largo etc. Algunos apelaban a la nostalgia y a los recuerdos comunes, otros buscaban la sonrisa y la carcajada cómplice o una evasión a tanta amenaza y dolor alrededor ; era un modo de llenar las horas vacías y de sentir cierta compañía y cierto calor, aunque fuera a través de la pantalla. Pero a lo largo de estas semanas nuestra lista de contactos fue cambiando, registrando ausencias y presencias inesperadas. Hay quien ha desaparecido desde la declaración de la pandemia, a pesar de que antes se dejaba “ver” de vez en cuando, y ha hecho del silencio su forma de estar en el mundo. Por el contrario, está aquel o aquella que no nos abandona jamás, machacando con el meme o la gracieta de turno e incluso reenviando lo mismo porque ya no controla. No hay duda de que ese largo silencio o esa inusual insistencia son formas de reaccionar ante un cambio brutal de nuestra cotidianeidad y un modo de protegerse ante el nuevo escenario que habitamos.

Fotografía Clark & Pougnaud

Porque el confinamiento no solo ha transformado el espacio físico en el que nos movemos sino también- y quizá sobre todo- nuestro espacio emocional y afectivo. Resulta curioso, por ejemplo, que nos recuerden o que recordemos personas de las que hacía años no sabíamos nada y que de repente se interesan por nuestra salud. Y pienso yo, en un alarde de optimismo, que quizá esto haya ayudado a recuperar viejos amores, familiares alejados o amigos olvidados, con la misma intensidad que va a haber divorcios y otras catástrofes sentimentales largamente anunciadas. Hablaba antes del viaje hacia dentro impuesto por el confinamiento y en ese camino, solos o acompañados, hemos vivido cosas bastante más transcendentales que la canas o los kilos, aunque no tan visibles. La mente y el espíritu también han sufrido la agresión de la cautividad, así que habrá que esperar a que se levante el telón de la libertad para ver si ese amigo que desapareció vuelve de nuevo o, por el contrario, ha descubierto que algunos sobramos en su espacio vital y viceversa; o para comprobar si el que mandaba tantos mensajes nos sigue necesitando; o si nuestras aficiones artísticas y propósitos de austeridad, tan exacerbados con la pandemia, resisten el envite de unas buenas cañas y unas bravas o la lujuria de las rebajas, por no hablar de otras tentaciones. Y ¿qué pasará con esos resucitados del pasado? ¿Sobrevivirán en la nueva normalidad, o con ella volverá a envolvernos esa amnesia perniciosa que tantas veces borró de nuestra vida lo bueno y lo bello? Muchas preguntas y ninguna respuesta, me temo, al menos de momento.

Fotografía Clark & Pougnaud

Las peluquerías y otros arreglos de chapa y pintura nos van preparando para el tiempo en que se pueda ir a muchos sitios sin perro ni carrito de la compra. Y para esa calle donde ya empezamos a quedar con los nuestros y donde, aunque no haya abrazos, podemos mirarnos y hablar. Quizá pronto comprendamos lo fácil que era hacerlo por whatsapp, porque con (re)enviar un mensaje ya parecía estar todo dicho, o al menos algo, y así ya habíamos cumplido ese día con el amigo/vecino/conocido/familiar de turno. Pero ahora es tiempo de reencuentros y lo de menos son los desarreglos físicos porque, si me apuran, las mascarillas pueden ser muy socorridas y ya se encargarán los frikis de la moda de sacarles rendimiento. Más peligro corren, en mi opinión, las expectativas que hayamos podido crearnos o los rencores que hayamos podido almacenar, los silencios que ya no sabemos romper o el sufrimiento que no sabemos expresar ni entender. Y por ello habrá que esmerarse de nuevo, quizá más que nunca, en pulir la palabra y el gesto para tender puentes, y en abrir el corazón además de los oídos a la hora de escuchar. Porque la mascarilla solo nos defiende (en el mejor de los casos) del coronavirus, pero no sirve para enfrentar grandes males que pudieran aparecer como la incomunicación, la falta de empatía o la agresividad. Estos virus, no por conocidos menos peligrosos, convertirían el (re)encuentro en (des)encuentro, así que habrá que estar atentos, muy atentos, no vaya a ser que necesitemos otras vacunas, además de la Covid -19.

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4 Comentarios

  1. says: Óscar S.

    Buenísimo. Y las fotos también. Hoy me he cortado las melenas salvajes, como dices, y me arrepiento un poco, pero con el loable fin de que crezcan frondosas y asilvestradas en verano. Gordo ya era gordo antes, desde hace unos años, pero siempre recuerdo que cierta chica me dijo que con la protuberancia exquisitamente colocada (ah, yo también echo de menos el arte de la mentira, como Wilde…), Y vestirme nunca he sabido, por tacañería, mala planta y por socratismo, que es el sucio ardid que los filósofos utilizamos desde Sócrates para hacer creer a nuestras presas que la belleza es mayormente interior. Pero en el viaje hacia los adentros de uno a que te has referido bien y mal. Bien porque creo me he comportado como un buen spinozista ante la fatalidad: sin temor ni esperanza, queriendo comprender más que juzgar, y eso que estoy casi siempre solo y padezco trastorno de ansiedad generalizado, que es una auténtica lata. Últimamente ando odiando cada vez más a la otra España, como os pasará a tantos, pero me inhibo, no lo expulso en las redes y trato de cultivar las pasiones alegres en vez de las tristes, como el judío de traslucidas manos, que dijera de él Borges en su mejor poema. Y mal, porque ando sin hablarme con mi madre y un amigo muy íntimo, creo que a causa suya, suya de ellos ambos dos. La primera porque vertía amablemente en mi oído el te hirviendo de su miedo y cólera sin preguntarme primero si gustaba o si prefería un terrón o dos, y el segundo porque temo que en su aislamiento le esté pegando demasiado a las hierbecillas del Señor y ya no sabe bien lo que dice. Ya pensaré algo para arreglarlo todo (he probado a enviarles cosas por el guasap y nada, por aquella maniobra tan estudiada también en la Ética de que ahora el ofendido soy yo o tendría que reconocer mi metedura de pata…)

    Lo de las mascarillas, en cambio, lo llevo regular. No porque oculten mi bella faz -al revés: tapan un complejo que jamás confesaré-, sino porque temo que en un tiempo se tuneen como apuntas y termine por pasarnos como al Rorschach del único cómic del mundo que todo lector debería conocer, y es que cuando te la quites o te la quiten solloces y supliques “¡mi cara! ¡devolvedme mi cara!”… Estamos feísimos con ellas, si las quirúrgicas ya son malas, y huelen mal, con las de Ayuso devenimos can bípedo. Lo sorprendente de todo eso, Inés, lo inédito, es que sólo han pasado dos meses, ¡dos meses!. ¿Cuando en la historia de la humanidad se ha podido hablar de dos meses como un quicio epocal? Ni en la Revolución francesa. Es más, me parece, la propaganda del cambio de vida a la que estamos siendo sometidos que lo que de verdad pudiéramos haber cambiado realmente, y por eso, aunque esto dure año y medio más, como nos anuncian, me temo que al cabo todos volveremos a nuestras manías, vueltas y revueltas neurasténicas de siempre…

    Simón, por cierto, me recuerda a los Mentats de Dune, tal como los diseño David Lynch. Gracias por el fuego…

    1. says: Inés praga

      Gracias a ti, Óscar, por los amables comentarios y por ese estupendo ” autorretrato en tiempos de pandemia” que nos brindas. Deberías publicarlo…..

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