¡No corras. Ve despacio, que donde
tienes que ir es a ti solo!
¡Ve despacio, no corras,
que el niño de tu yo, reciennacido
eterno, no te puede seguir!
JRJ
Se andan quejando últimamente los teóricos de izquierda (y todo izquierdista es un teórico, la izquierda misma consiste en la sustitución de la experiencia política por la teoría política) de que la explosión de los discursos identitarios está sirviendo de cortina de humo para encubrir la radical unidad de la clase obrera, y si bien esto no es más que otro intento desesperado más por tratar de explicar porque tantos “obreros” votan a las derechas, no deja de tener su razón de ser. Es cierto, o eso me parece a mí, que llevamos tanto tiempo dando coba a la idea de que toda identidad es un constructo histórico de poder/saber que ya no sabemos vivir tranquilos. No ocurre tanto con los nacionalismos, que más bien ignoran esta lección por la cuenta que les trae (ellos convierten su identidad en voluntarismo, como luego veremos), como con la cuestión de género, que tiene detrás a mucha gente engullendo libros de Judith Butler, Julia Kristeva, Clara Serra o el autor o autora que se les ponga por delante, que tal mercado es tan goloso como tediosamente repetitivo. El año pasado, Cristina García Morales ganó no sé qué premio precisamente con otra novela a lo Paul B. Preciado o Virginie Despentes, es decir, tematizando, de nuevo, y cansinamente, que abomina de lo cis-heteronormativo, que lo personal es político, que incluso lo político es netamente personal, qué duda cabe, y que como me toques llevo un táser en mi bandolera del subcomandante Marcos. De ahí que, normal -perdón por la palabra intelectualmente incorrecta-, la chica luego declarase que se alegraba de que hubiera fuego en las calles de Barcelona, puesto que lo contrario sería el horror, o sea, según ella, serían “cafeterías abiertas”… A mí, lo siento, me gustan las cafeterías abiertas, odiaba que estuviese todo cerrado a partir del mediodía del sábado en Berlín un mes que estuve, comprendo que los empleados de esos establecimientos trabajan demasiado y debe legislarse severamente su salario y su descanso, pero comprendo también a Joaquín Sabina, ese cis-heteronormativo incorregible y espantoso, cuando canta aquello de “que no te cierren el bar de la esquina”… Cristina ya se explicó, a su manera, es decir, del estilo de no me comprendéis, carrozones fachosos, pero me quedo con el premio. Al fin y al cabo, Jean Paul Sartre hizo lo mismo, salvando las distancias: renunció al Nobel pero se quedó con los millones. Pocas cosas molan más hoy que ser intelectual de izquierdas radical, que está a todos los -ismos, si acaso ser futbolista, o ser de verdad una persona de talento en algo, por ejemplo, pero si algo mola pero que mola de verdad, que es a donde yo quería llegar, es ser nada, no-ser, ser traslúcido…
Porque es una lata total que hoy todo el personal del mundo rico ande buscando la definición de sí mismo como quien busca un tesoro de euros en un concurso de televisión cutre. Yo antes era bisexual, pero ahora tiro más por el género fluido. Ya no me va el rollo hypster, ahora soy naturista. Dejé de comer carne, pero no soy exactamente vegano. Trabajaba en páginas web, pero me pasé al coaching. Muy bien, muy bien, no tenemos nada en contra, pero no me cuentes tu vida, chaval(/a). O cuéntamela, pero no como si nada de eso importase un carajo, quiero decir: no son más que modas para que te compres ciertas baratijas o acudas a ciertos eventos, no son más que cosas, sólo cosas, nada real, como decía el patético protagonista de 15 millones de créditos. ¿Qué es, entonces, lo real, allá sepultado y revolviéndose bajo un abanico interminable y siempre renovado de ofertas vitales, de máscaras más-caras que las anteriores, de mierdas con el sello 2.0 gregarias y relucientes? Pues, la verdad, no tengo ni idea. ¿Cómo la iba a tener, si yo soy tan de “la serie” -por decirlo con el último Sartre, pero sin sus millones- como todos, si yo por no ser ni soy partidario de los incendios en Barna y me gustan las cafeterías abiertas en Fase 3?
El problema es que la gente dice “soy”, “soy”, “soy”, pero sufre lo indecible por ese “soy”, cuando no es más que una elección estética. ¡Eres libre, hombre (/mujer, trans-, etc.), sé lo que se te antoje, el mercado está de tu parte, el Corte Inglés está de tu parte, yo estoy de tu parte, pero no te obsesiones tanto! Y no pretendas además tener razón en cada nueva encarnación, no se trata de una evolución, evita como la peste eso de “todos evolucionamos”, “yo también fui idealista, pero evolucioné”, etc. O lo que dicen últimamente los ejecutivos, o las estrellas del espectáculo, eso de que tiene (¡debes!) que “pasar al siguiente nivel”, que parece que se habla de escalafón profesional, pero en realidad se trata sólo de caché. La Tierra, s. XXI, Sector Occidental, Japón y Australia: de verdad, puedes ser lo que quieras, a nadie le importa, la diferencia sólo está en la cosa que vas a consumir al efecto, y pronto hasta tu secuencia genética estará disponible para ser retocada en el mercado del “ser”. Te puedes “sentir” mujer, cowboy, catalán, del Rayo Vallecano o cosplay de Thor, hay un espacio para todo, hay una tarifa para cada desasosiego. Pero cuando te pregunten por qué, no quieras dar razón, di como los nacionalistas, que porque sí, porque así lo siento, por puro voluntarismo, porque me da la gana ser lo que miles o millones de tipos que me rodean dicen que tengo que ser y sentir, que la soledad es muy triste…
Pues bien, en la época en que el ser (esto o lo otro, esto y lo otro) es libre y mutable, habrá que ser al menos responsable con el “estar”. Uno llega a determinado momento de su trayectoria y escoge el puesto que su entorno social le permite más o menos escoger entre un repertorio amigablemente amplio, y entonces toca estar. Sé la persona, animal o cosa que desees a cada momento o lugar, por iniciativa propia o por imitación, o no seas nada –dolce essere niente, por decirlo en bello italiano-, que es mi opción preferida, una opción algo queer pero sin reflejo de autodefensa. Pero, seas lo que seas, sigue en tu puesto, cabronazo. Aristóteles decía, hace mucho tiempo (cuando, por cierto, el género no era en absoluto un problema), que raramente una persona sirve para hacer bien nada más de una cosa en la vida –Ética a Nicómaco. Pues esa, humilde o grandiosa, hazla, aunque la puedan hacer igual de bien muchos otros, aunque no sea original ni resultona. Es dulce no ser nada, o no ser nadie, es dulce también transformarse constantemente, como un dios pagano, o como Bowie, pero, en mi opinión, eso no hace en absoluto de tu vida una obra de arte, como pregonaban los románticos.
Existe un mundo enorme más allá de ti que debe curarse, mejorar y crecer con tu ayuda, en los próximos años más que nunca, y para ello importa poco, la verdad, si te sientes perro (un digno señor británico lleva tiempo reivindicando ser transespecie, can y humano a la vez: se llama Tom Peters…) o Ziggy Stardust, con tal de que eches una mano desde el lugar que has escogido de mejor o peor grado. “Quien huye de sus obligaciones sociales es un desertor”, escribió el docto Marco Aurelio, que era emperador, y por lo tanto le convenía hacerlo creer, pero también podían echárselo en cara. De modo que pienso que sí, que tienen su parte de razón los teóricos de izquierda que entienden que la gente está demasiado distraída con su sexualidad, su particularismo político o su gusto musical, sin percatarse ni concentrarse en lo que cobra en su trabajo o las condiciones bajo las que lo cobra o el fin en general al que sirve semejante empleo. Esas personas chillonas que salen en televisión a recordarnos cada dos por tres que se visten como les da la gana, o que les pica el chocho, por ejemplo, hacen bien en jugar a la santa indignación (que consiste en reaccionar sin que nadie te haya atacado), siempre y cuando se dediquen luego a algo que sea de alguna utilidad pública. Alaska, por ejemplo, que es una señora tan libre que hasta se cambió de nombre -siempre he sospechado, dicho sea de paso, que por este verso de The Velvet Undergroud: But she´s not afraid to die, the people all call her Alaska-, ¿a qué demonios se dedica? Quizá a eso, a exhibir su “libertad de ser”, para que cale entre los españolitos rezagados. Sin embargo, luego vota a rancios partidos de rancias y poderosas siglas, para que se vea que su compromiso más allá de sí misma es nulo, que, en efecto, Alaska hace de su Vida una Obra de Arte…
No seamos nada, dejémonos llevar por eso que antes llamaban corazón. Seamos trans, pero translúcidos, como dije antes. Los que son creen saber lo que son, y en consecuencia creen saber también quiénes tienen enfrente a la hora de la Anunciación de su ser inviolable. Las relaciones sociales consisten ya en eso, en acotarse a sí mismo a bombo y platillo para definir nítidamente aliados y adversarios. Y entiendo los problemas legales a qué conduce la actual polémica entre el feminismo que recela del trans y los interesados mismos, y hasta entiendo la postura del PSOE en esta guerra, en esta versión chunga del Mujer contra mujer de Mecano. Pero lo único que querría aportar a ese debate es que encuentro que esa lucha por la autodeterminación de género tiene lugar en un marco demente, que es el que hay, de acuerdo, pero también el que precisamente debe ser superado. El patriarcado debe ser superado, pero también, en mi opinión, justo un segundo después, esa maniobra típicamente capitalista que consiste en haber borrado toda definición –todo lo sólido se desvanece en el aire– excepto aquellas que justamente, y no por casualidad, convierten el amor y la identidad en ese mismo tipo de deseo que estimula la publicidad y el consumo. Seamos menos y hagamos más, sepamos menos y actuemos más, es todo lo que digo, completando al entrañable maestro en el dulce no ser nada que fue Agustín García Calvo…