El efímero reinado del primer Borbón español

Luis I de Borbón

La madrugada del 31 de agosto de 1724, poco menos de ocho meses después de haber sido coronado, fallecía Don Luís I de Borbón, uno de los soberanos más fugaces de la historia universal. Pocos días antes había cumplido los diecisiete años, justamente la misma edad en la que su padre, Felipe V, había asumido el trono en el año 1700, e idéntica edad, también, en la que su bisabuelo, el solar Luís XIV, ya consagrado rey, contraía matrimonio con la infanta española María Teresa en 1660. La brevedad de su reinado no se debió a causas violentas, como era usual en las monarquías (no digamos ya en las renacentistas): lejos de ello, su muerte se debió sencillamente a una infección de viruelas, la pepite virole tan desdichadamente conocida entonces por cuanto que había causado ya anteriormente considerables bajas a la casa de los Borbones, y de la que no se avecindaría remedio hasta que Edward Jenner descubrió la vacuna en 1796. A la funesta viruela habría de sumarse, además, una pulmonía, resultado probable de las correrías nocturnas con las que el recién estrenado rey, después de todo adolescente, se consolaba de las ausencias de su esposa en compañía de sus pajes. Con ellos, en efecto, según afirman documentos franceses y españoles de la época, salía cobijado por las sombras disfrazado de chulo en busca de una diversión más bien pueril rondando los melonares cercanos a su residencia del Buen Retiro.         

Felipe V

La reina, en efecto, una casi núbil -contaba con apenas 15 años- Luisa Isabel de Orleans, que creció apartada de sus padres y descuidada en su educación, solía dar motivos frecuentes de escándalo a la corte, pues era dada con exceso a la bebida, gustaba de exhibirse ligera de ropa y, para colmo, los rumores la acusaban de intimidad con su camarera mayor. Eran éstas razones más que sobradas para que su marido, seguramente muy a su pesar (aunque también se ha hablado, a nuestro juicio infundadamente, del desprecio que esa conducta le inspiraba), pero imbuido por la reputación de rectitud moral de la monarquía española que él mismo profesaba, se viera obligado a recluirla periódicamente en el sombrío Alcázar de los Austrias. No obstante, y como prueba del casi infantil afecto que en último término les unía, Doña Luisa Isabel permaneció heroicamente al lado del rey los últimos días de su agonía, aún a riesgo de contraer la contagiosa enfermedad, como así, de hecho, terminó sucediendo. Una vez viuda, la reina-niña perdió todo apoyo en la corte y fue devuelta rápidamente a Francia, donde pasó dando tumbos unos tristes y erráticos años hasta que murió, relativamente joven, endeudada y enferma de los nervios, en el encierro de un convento de Carmelitas. Fue, sin duda, un casamiento desventurado desde el principio, como se he señalado muchas veces, protagonizado por dos altos personajes con los que el destino no se mostró especialmente generoso, y hasta es más que posible que el sacrificio de Luisa Isabel aquellos postreros días de la enfermedad del rey se debiese tanto a la devoción conyugal como al intento de aferrarse a su única garantía de futuro en una familia real. Pero su historia común destila un cierto encanto y un cierto veneno romántico avant la lettre, de manera tal que no parece plausible, cotejados todos los datos, que Don Luís, indignado por el descocado proceder de la reina, llegará a pensar seriamente en pedir la nulidad matrimonial en Roma, como se ha conjeturado algunas veces.      

Luisa Isabel de Orleans

Con Luís I se perdía el primer monarca de la dinastía Borbón nacido en España, concretamente en Madrid el 25 de agosto de 1707 en el palacio del Buen Retiro. Su padre, Felipe V, había nacido en Versalles como Duque d´Anjou, y toda su política fue, por diversos medios, apadrinada por su abuelo Luís XIV desde el palacio francés hasta que “el rey más rey que nunca ha habido” (según lo califica Desormeaux) murió en 1715. A los siete años de edad, Luís Fernando quedó huérfano de madre, la bondadosa reina María Luisa Gabriela de Saboya, y una severa tutela a cargo de la asesora real, Ana María de la Trémoille, la “princesa de Ursinos”, y la indiferencia de su madrastra, Isabel de Farnesio, la segunda esposa de Felipe V, hicieron que su infancia fuera solitaria y un punto desgraciada. A ello contribuyó también el carácter apático de su padre, victima permanente de ese estado de ánimo que el británico Robert Burton había analizado cien años antes en su Anatomía de la melancolía de 1621. Un rey que se mostraba negligente para las tareas rutinarias de gobierno (tan diferente de su antecesor Felipe II, el “rey de los papeles”), dado al aburrimiento crónico y la neurastenia congénita, y que sólo manifestaba repentinos brotes de fuerza y actividad con ocasión de las guerras, mal podía guiar a su primogénito como un siempre enérgico y brillante Luís XIV había hecho en su momento con él.  

Maria Luisa Gabriela de Saboya

De cualquier modo, en 1709, con sólo dos años, el infante Luís Fernando fue proclamado príncipe de Asturias, y ya en 1722 se casó con Luisa Isabel de Orleans, hija de Felipe de Orleans, a la sazón regente de Francia. Tal boda fue un producto de la alianza franco-española del 23 de Marzo de año anterior, según la cual Doña Luisa Isabel fue intercambiada por la infanta María Ana Victoria, que contrajo nupcias con el heredero y también nieto del rey sol, Luís XV. Cuando estos lazos internacionales se complicaron, y la política expansionista del ministro Julio Alberoni comenzó a dar peores resultados de los esperados, Felipe V, aunque dotado de buena salud, se dejo llevar una vez más por su natural taedium vitae. Gobernaba en su lugar la ambiciosa reina parmesana, asistida del marques de Grimaldo y del padre d´Aubenton, al igual antes habían hecho las veces la saboyana, la inteligente princesa de Ursino y su camarilla italo-francesa. En esas desidias se encontraba Felipe V cuando, en una de las cacerías con las que distraía sus ocios, quedó fascinado de los rumorosos parajes donde los frailes jerónimos de El Parral de Segovia tenían un rincón de reposo llamado “La Granja de San Ildefonso”. Sin pensarlo demasiado, Felipe V compró los terrenos y el edificio de la ladera norte del Guadarrama a los monjes con el deseo de hacer de aquellos bosques y estancias su particular monasterio del Yuste (se recordará que tal monasterio fue el lugar de jubilación y devociones del austriaco Carlos V). Fue entonces cuando la idea de la abdicación y el retiro, que dicen le fue sugerida por el duque de Orleáns, prendió en su espíritu con tal vigor, que ni aun la influencia tiránica de la reina fue bastante para doblegarla. De este modo, la promesa solemne de renunciar a la corona fue formulada privadamente por los reyes el 27 de julio de 1720, y luego renovada en los años sucesivos, hasta que Felipe V abdicó definitivamente, el 10 de enero de 1724, en su primogénito el Príncipe de Asturias, especificando que, en su defecto, la corona pasaría a su hermano Don Fernando y luego a los hijos varones de Isabel de Farnesio (para los cuales la reina, como segunda cónyuge, siempre había aspirado a conseguirles una alta posición). 

La Granja de San Ildefonso

Se ha dicho alguna vez que, en realidad, había otra razón de mucho más calado por la cual Felipe V se decidía a abdicar al trono de España: en tanto que nieto de Luís XIV, tenía derecho a convertirse en heredero de la corona francesa que entonces estaba en el tapete, y Francia seguía siendo el gran referente europeo desde su hegemonía en la segunda mitad del Siglo Barroco. En efecto, la reciente muerte del duque de Orleans y heredero al trono, y la gravedad de los padecimientos del todavía niño Luís XV, habrían hecho abrigar a Felipe V esperanzas de ocupar el trono de Francia. Sea como fuere, lo cierto es que el rey saliente se reservó solamente una renta de 6.000 ducados y lo estrictamente necesario para dar fin a las obras del palacio de La Granja y ahora Real Sitio de San Ildefonso, amen de hacer numerosos y llenos de patetismo gestos internacionales de despedida. Entre tanto, la proclamación de Luís I fue recibida con entusiasmo en las principales ciudades de la monarquía, y pronto fue apodado “el Bienamado” al igual que su primo Luís XV, recabando para sí toda la popularidad que su padre había perdido con el paso de los años. No era muy agraciado, aunque gozaba de unas facciones más regulares y limpias que las de sus antepasados Austrias, que ya se sabe que solían ser rubios, prognáticos y leporinos,  pero el exquisito cronista Saint-Simón opinaba que era gallardo de apostura y un garboso y elegante danzarín. Así también, el Marqués de San Felipe hacía de él este elogioso retrato: Era sumamente liberal, magnánimo e inclinado a complacer a todos; la libertad de que gozan los reyes no le había contaminado la voluntad, y aunque contaba sólo diecisiete años, no se le descubría vicio alguno, antes bien gran aplicación al despacho y deseo de comprender y acertar. Era aficionado a la pintura y dibujaba regularmente; bailaba con el mayor primor y era gentilísimo. Si a todo ello le añadimos el sincero fervor religioso que caracterizaba a los soberanos españoles del Barroco, obtenemos la estampa de un rey que bien podría haber sido efectivamente más “bienamado” que el propio Luís XV, que más tarde se reveló desordenado, venal y libertino, y que, en general, fue poco querido por los franceses pese a su sobrenombre -pero jugar a las “hipótesis contrafácticas” es una práctica de ciertos historiadores norteamericanos y también de algunos novelistas autóctonos con la que no vamos a coquetear aquí.  

Isabel de Farnesio

A pesar de que su padre seguía sus movimientos desde su retiro, el joven rey se rodeó durante su escaso reinado de una suerte de consejo de tutores, conocido como “el gabinete”, que intentaron separarlo de la influencia paterna dando un giro a su política en la dirección de despreocuparse de la recuperación de las posesiones italianas perdidas en la guerra de sucesión y centrarse más en América y el Atlántico. No obstante, Luís I le consultaba todo personalmente a su padre, y no permitía ninguna restricción a su pensión o a su influencia, con lo que al fin y a la postre seguían reinando entre bambalinas Isabel de Farnesio y el Marqués de Grimaldo, como sentenciaba el satírico soneto de origen oscuramente cortesano, cuyo célebre inicio reza: 

“Ahí os quedan las llaves”, dice el rey,  

y al nuevo rey el pobre reino dan 

desnudo de mercedes, como Adán, 

porque las dio Grimaldo, su virrey. 

Princesa de Ursino

Entre las tareas pendientes que dejó la prematura muerte del aprendiz de rey se contaban principalmente, en la política exterior, el aprovisionamiento de una armada capaz de contrarrestar a la flota inglesa, que amenazaba ya por entonces las colonias españolas en el norte y el sur de América (fuentes en ese momento no sólo de prestigio, sino sobre todo recursos máximos de una acuciante urgencia de riqueza), y la recuperación de los territorios mediterráneos perdidos en la paz de Utrecht por los que tanto se había batallado en aras de revitalizar, no sin algún éxito, el pasado imperio español. Y en la política interior, la necesidad de la nación de afrontar la continuidad del proceso de centralización que modernizaba paulatinamente España conforme al modelo francés, venciendo el atraso material en que habían dejado al país los últimos Austrias -y, para lo cual, tanto la creación de secretarías de estado y de despacho, así como la emergencia de un reformismo ilustrado pro-absolutista, serían en el futuro de tanta utilidad. Ninguna de estas ventajas pudieron ser puestas en marcha ni aprovechadas por Luís I de Borbón, que en la víspera de su muerte testó a favor una vez más de su padre. Éste, que había conseguido tras la dura guerra de sucesión y las contiendas posteriores recuperar a España para un papel de relevancia entre las potencias europeas, retornó al trono con cambiantes pero inequívocos signos de anormalidad personal, entre los cuales el más llamativo era su costumbre de errar con la Corte por los pueblos de Andalucía, durmiendo de día y levantándose de noche, sin afeitarse ni cambiarse de ropa. Al tiempo, encadenaba error tras error y desastre tras desastre en su política, dejando la Hacienda exhausta y las viejas posesiones españolas desmembradas, hasta el punto de que incluso el pueblo castellano que le apoyó en sus comienzos terminó despreciándole. Su hijo Luís, primero de los Borbones íntegramente españoles, representó durante un corto espacio de tiempo una esperanza mayor; no pudo ser, y su cuerpo recibió sepultura en el Panteón de los Reyes del Monasterio de El Escorial. 

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