Diez años de la muerte de Amy Winehouse: cuando el amor fue un juego perdido

No somos conscientes de lo que nos cuesta comprender lo que supone experimentar el límite de las emociones que habitualmente nos mueven, traspasar algunas fronteras donde se vislumbran cosas que luego tenemos la necesidad de olvidar de cualquier manera, simplemente para poder caminar por el mundo aparentando que no ha pasado nada, que es posible volver a tomar el sol en la piscina escuchando la risa de los niños o colocar con aburrimiento la ropa en el armario. No solo el miedo, que sabemos tan desagradable, sino el pánico que puede aparecer como un rayo inesperado que produce la sensación de muerte inminente y hace jadear y termina retorciendo las manos. No solo la tristeza sino la melancolía más profunda donde se pierde la hedonía por el mundo y solo se desea contemplar los ojos de la muerte. No solo la alegría sino la euforia más intensa donde todo parece posible y no se necesita comer ni dormir para sentirse lleno de energía y creerse el rey del mundo entero. No solo esa tentación en la que podemos caer alguna vez y hacer algo de forma desmesurada sino perder del todo la posibilidad de control y comer hasta reventar o no poder controlar cualquier impulso que se nos pase por la cabeza.

No somos conscientes, aunque lo sepamos, de que hay personas que pueden padecer esas emociones, con esa intensidad escalofriante, en largos periodos de tiempo que pueden determinar sus vidas, generalmente perturbados en solo alguna de esas dimensiones: padecer solo ansiedad o depresión o manía (a veces las dos juntas en la misteriosa patología del humor que sube y baja, inexplicablemente, como una montaña rusa) o problemas en el control de impulsos de sus conductas. Pero lo que es todavía más difícil de imaginar es que hay personas que pueden experimentar todas esas emociones sucesivamente o a la vez: subir y bajar, morirse de miedo, sentirse imantados de forma incontrolable hacia estímulos que pueden destruirlos.

Con Blake Fielder-Civil

Pienso en todo esto mientras leo el magnífico artículo de Diego A. Manrique y escucho las canciones de Amy Winehouse que hoy hace diez años que murió sola y ebria con solo 27 años. Especulo si podría haber tenido una personalidad bordeline y que en sus canciones y en su voz estuvieran expresados los ecos del tránsito por todos esos territorios inhóspitos que la debieron acompañar desde muy niña junto con su gran talento musical. Quizá al fondo el miedo al abandono como una angustia radical quizá solo mitigado por algunas compañías ambivalentes como Blake Fielder-Civil un tipo tóxico que la introdujo en el crack y la heroína, que dilapidaba su fortuna pero que quizá le aportaba algo esencial que la consolaba de los cristales de la soledad y el desamparo de algunas noches en las que, sin embargo, presentía que “el amor es un juego perdido”, como canta en una de sus “preciosas” canciones (“Love is a losing game).

For you I was a flame
Love is a losing game
Five story fire as you came
Love is a losing game

Why do I wish I never played
Oh what a mess we made
And now the final frame
Love is a losing game

Escucho Back to blacks, Reab, You know I´m no good, muchas más. Y soy consciente de todo lo que puede contener  su voz tan joven que, sin embargo puede hacer vivido tanto en el lado oscuro de la luna o quizá rebotando en pasiones incontenibles, llenas de luz y capacidad creativa. Eso que nos dejan los artistas, a veces jugándose literalmente la vida, después de bucear por límites de los que, sin embargo, nos protegen. Pienso si esa idea del genio que se destruye y, solo entonces, emite una gran obra es solo un mito romántico y podría haber cantado igual, con la misma fuerza, con la misma sabiduría, si hubiera sido una mujer más equilibrada y con una vida más cuidadosa. Si la hubieran querido mejor o se hubiera dejado querer. Si hubiera tenido la capacidad de tomar mejores decisiones y haber aprendido a deslizarse por el mar de los tonos grises para protegerse y no haber necesitado el alcohol, aquel día de Julio, para mitigar un dolor probablemente insoportable que solo ella conocía.

Su canción favorita

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