“Sin tiempo para morir”: el final heroico de un cierto Bond

Bond en Jamaica, el huérfano otra vez solo en el último refugio que ya ha dejado de serlo, como un monje lejos de cualquier posibilidad hedónica que pueda distraerlo de la realidad de que su mundo ha desaparecido. Solo una cabaña casi sin muebles, la ropa de los que ya no necesitan vestirse, una cerveza a la caída de la tarde en un porche en vez de su martini con vodka (mezclado no agitado) servido en cualquier hotel de lujo, ninguna mujer en sus brazos. No recuerdo si tiene algún libro a mano o si escucha música, si conserva algún objeto que le evoque alguna forma de belleza. Parece derrumbado hacia adentro como un agujero negro, dispuesto a no olvidar que ya ha terminado todo, que no va a luchar más porque ya no hay nada por lo que luchar, porque los bárbaros están dentro (dentro de su mundo y de él mismo) y han ganado quizá para siempre, aunque la gente no lo sepa todavía.


Allí va a buscarlo Felix Leiter, el viejo colega de otro tiempo que sigue en la brecha a pesar de los pesares, que intenta contratarlo apelando a los viejos códigos para que haga un trabajo para la CIA, ahora que puede ofrecérselo, porque el M16 ya no es un aliado. Así han cambiado los tiempos. Le habla de la necesidad de localizar a Valdo Obruchev, de un arma biológica, de un peligro mundial si cae en manos de Spectre. Dice que no pero esa misma noche llega Nomi, la nueva 007, que lo mira como un viejo dinosaurio y casi lo desprecia, para ofrecerle lo mismo para su antigua agencia. Le habla del proyecto Heracles, de lo que se concibió para proteger al mundo libre de las decisiones de los políticos del mundo libre y se ha ido de las manos del aprendiz de brujo que lo creó, por la traición de Obruchev. Y puede caer en manos de Spectre. Acude a ver a M solo para hacerle algunas preguntas y decirle que no, para reprocharle muchas cosas, casi para insultarlo.

Bond y Paloma

Entonces decide ayudar a Leiter. Quizá solo vengarse de las heridas y de los amores perdidos. Del vacío y del sinsentido. Cree que no ha sabido proteger, ni quizá elegir, a las mujeres que ha amado. Primero Vesper Lynd (que bella era Eva Green en Casino Royale) enterrada en Matera (Italia), el sitio a donde fue con su nuevo amor, Madelaine Swann, quizá a volver a comenzar. La felicidad de aquel abrazo en la noche tibia cuando se quemaban en la fiesta del pueblo notas de papel que contenían las cosas malas para que se extinguieran para siempre, mientras las miraban revolotear en el aire, como mariposas locas. La necesidad de despedirse de un amor para comenzar otro nuevo que quizá no se conoce (me viene a la cabeza “La llama doble” de Octavio Paz).

Madelaine la psicóloga huérfana, hija de Mr. White el asesino, a la que conoció en Spectre (2015), la niña que vio morir a su madre asesinada por el niño, que ya había crecido (Safin), que también vio asesinar a sus padres por el padre de ella. El que herido la rescató del hielo, la única psicóloga que habla con Blofeld, en la cárcel, lo que Bond tampoco sabe. La explosión en la tumba de Eva que generó la gran duda y la ruptura, la destrucción definitiva de la última posibilidad de redención, cuando parecía que el pasado podía arder como un trocito de papel consumiéndose en el aire.

Cuba, como metáfora de decadencia, donde se reúnen los forajidos. La vuelta a lo que fue alguna vez: a los smokings impecables, a las mujeres hermosas, a los martinis con vodka. Y a la acción. Paloma (magnífica Ana de Armas) produce el mismo efecto que Úrsula Andress emergiendo de la playa. El poder de la mujer que da sentido a todo, que devuelve el calor porque tiene valor y determinación, que combina un sobrecogedor escote en un traje de noche negro con unas piernas muy largas que llegan a todas las mandíbulas malignas o que ocultan armas letales. Es fresca y libre como una vida que comienza. Es su primer trabajo y dice que solo se ha entrenado algunos ratos pero parece haber heredado toda la fuerza y el optimismo que Bond tenía antes. Ahora ella es él, una metáfora del cambio de poder que se vislumbra en el futuro de la serie. En otros tiempos Bond hubiera tenido algo, grácil y divertido, con ella. Pero a estas alturas ni siquiera le besa los labios o le mira a los ojos. Tampoco Bond parece ya estar para esos trotes con el corazón consumido por un amor pasión que se alimenta de los obstáculos y solo le hace sufrir. No queda nada de su pasado en los sesenta, cuando se pretendió desvincular el disfrute erótico del amor romántico para ambos sexos, cuando parecían posibles otras formas de relacionarse. El eterno puritanismo que siempre retorna con otros ropajes, al menos para los hombres como Bond que además tienen cierta edad y se supone que tienen que ser deconstruidos o reformados en escuelas de nuevas masculinidades.

Heracles, el arma biológica definitiva, pretendía sólo eliminar con nanorobots a algunos enemigos demasiado peligrosos de los que los políticos ni siquiera eran conscientes, ni tenían porqué saberlo. Programarlo solo para que afectara a algunos ADN de forma irreversible. Ahora, modificado por Obruchev, puede dominar el mundo y actuar masivamente. Spectre, todavía controlada desde la cárcel con un ojo biónico por Blofend, cree haberlo conseguido. Pero hay un nuevo poder y se llama Safin, un producto muy destilado del resentimiento y la necesidad de venganza. El nuevo enemigo de Bond, el que puede eliminarlo esta vez para siempre, destruyendo antes lo que más ama, incluso lo que todavía no conoce que ama.

Safin

M y Bond en el parque de Londres. Las justificaciones. “Yo siempre he luchado por todo esto”, le dice M indicando vagamente a la ciudad, sin atreverse a verbalizar las viejas palabras: mundo libre, sociedad abierta, democracia, libertad. Hay culpa, miedo de que alguien, de inmediato, recuerde el precio, el lado oscuro de la luna que sostuvo esos sueños. Lo que el dedo de M quizá quiere indicar: el Londres que resistió a Hitler, el British Museum que conserva incluso el escritorio de Marx, Hyde Park, Cambridge y Oxford, el Big Ben, el English National Ballet, los teatros del  West End, el Soho de los Beatles. Lo que alguna vez fue posible y bello en un occidente ya avejentado y arrumbado por la culpa, en el que ya nadie cree, sobre todo los jóvenes. M está viejo y Bond también, aunque siga teniendo buenos abdominales y todavía sea un tipo peligroso. Su mundo ha pasado y también su manera de ser un hombre. En el mundo de los neomarxismos todos brindan por el final de la masculinidad que representa Bond, el ejemplo de todo lo execrable en la era de lo multicultural, de los populismos con tentación totalitaria a derecha e izquierda, de las identidades, de lo queer y de lo woke.

En la critica a Skyfall ya dije lo que me producía el nuevo Bond. Sigo pensando aproximadamente lo mismo lo que no quita el que me haya divertido mucho viendo “Sin tiempo para morir” que, con un metraje de 162 minutos, sucede como un suspiro. Está muy bien dirigida por Cary Joji Fukunaga y los guionistas Neal Purvis, Robert Wade, Cary Joji Fukunaga, Phoebe Waller-Bridge han conseguido dotarla de cierta complejidad que resulta reconocible con la historia del personaje. Daniel Craig ha resultado un buen Bond crepuscular, atormentado, buscador de un sentido y unos placeres que sabe que ya no va a encontrar en ningún sitio porque no tiene nada para sustentarlos. Todos esperan una próxima Bond mujer o quizá alguien de género no binario y fluido, lo que sin duda abriría amplias posibilidades al personaje y llegaría a otros públicos quizá ahora en ascenso. Aunque para algunos es también el momento de comenzar a ver de nuevo las películas de Sean Connery, sin muchas más pretensiones, con las mismas con las que se lee un cómic para soportar dulcemente el hundimiento del Titanic y el final de los héroes que siempre ganan.

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