Es diciembre en Bruselas y espero el noventa y cinco para volver a casa. El frío cruje en las esquinas. Estoy fumándome un cigarrillo. En la acera de enfrente hay dos hombres. Uno de ellos se parece al actor Timothée Chalamet; hace contacto visual conmigo y me pide uno. Lleva unas botas roídas, su pelo está enmarañado en una trenza, gruesa. Tiene pinta de pirata – de menos de veinticinco años. Le digo que no tengo, es verdad, me lo ha dado una amiga para el camino. La historia podría haber acabado ahí, quedaban diez minutos para que llegara el bus, estaría en mi casa durmiendo pasada la medianoche. Pero no. Yo se lo digo, le digo que se parece a Chalamet. No es un intento de ligar, ni siquiera me parece atractivo el actor, ni el chico; pero le hago saber lo que estoy pensando. Me manifiesto. Interactúo. El otro, más mayor, me da la razón. Andan pululando con una misión. Pasa una pareja que capta su atención rápidamente, y a la que les pide un cigarrillo. La pareja parece incómoda, quizás es el COVID. Apenas intercambian palabras. Se marchan en cuanto les devuelve el mechero. El mayor me pregunta cómo me llamo. Su acento lo delata británico, también su estilo: lleva las piernas al aire, una especie de chándal rojo y un chaquetón de pelo negro. Un poco macarra, bastante queer. Por supuesto no sabe pronunciar mi nombre: Airin, le intento ayudar. Me invitan a ir con ellos.
Hoy escribo sobre encuentros con extraños. Pequeños momentos que me inspiran, me conectan con realidades ajenas, alimentan mi curiosidad. Quizás la base de mis experiencias con desconocidos es que no he tenido malas. Tengo buen olfato: sé de quién fiarme y de quién no. Aunque no es algo infalible. Solo hay que leer la sección de sucesos de cualquier periódico del mundo. Si me violaran, alguien pensaría, por qué se fue con ellos. Pero, si me hubiera visualizado muerta en una esquina en Bruselas, no lo hubiera hecho. Y ese pensamiento no me pasó por la cabeza.
Les sigo. Supongo que me dirijo a alguna fiesta en una casa. Pero entramos en un primero, un local vacío, blanco, con plásticos en el suelo. Hemos entrado en una galería de arte que abrirá próximamente, me dicen. Se llamará Vergüenza (traducido literal del inglés). Hay dos chicas sentadas en el borde del escaparate. Las saludo. Es algo íntimo, cuatro personas bebiendo cerveza en una sala vacía. Me pregunto si soy bienvenida, pero enseguida me siento como en casa. Somos una holandesa y una española con padres colombianos, ambos del Valle; Timothée – no me acuerdo de su nombre – es francés, y los padres del chico inglés son de la India. Hablamos de nuestra identidad. Hablamos de Tinder. Hablamos de vivir en la ciudad o en el campo. Hablamos de arte. De amor. Hablamos de salud mental, de la policía. Todo mientras Nathan le corta el pelo a Timothée, su cita. Llegó con trenza y se fue sin ella. No sé qué más dejó aquella noche.
Hay todo tipo de leyendas urbanas sobre hablar con gente que no conocemos, extraños; especialmente si eres mujer. Se nos educa desde pequeñas a desconfiar, a cruzar a la acera de enfrente, a mirar hacia atrás cuando volvemos a casa por la noche. No sin razón, claro. Miro al pasado, y pienso en la cantidad de veces en las que me arriesgué demasiado, conté demasiado. En un viaje en Blablacar, acabé consolando al conductor que había ido a visitar a la chica que le gustaba para descubrir que tenía novio; en un bus a Londres, un señor me alimentó con las alitas de pollo picante que le había preparado su hija con mucho amor; en una parada de autobús, en la playa, en la piscina, en el aeropuerto. Haciendo autostop por pueblos perdidos, o en la misma Venecia. Recuerdo a mi amiga Mar hablando con personas etílicas, a menudo habitantes de la calle, cuando salíamos de fiesta. Entonces me preocupaba, pensaba que se exponía a riesgos innecesarios. Ahora es psicóloga y ayuda a gente con adicciones. En retrospectiva, estaba practicando, explorando la que sería su futura vida, solo que ahora lleva una bata blanca, y no una minifalda y las medias rotas.
Cuando escribo extraño, me refiero a alguien absolutamente desconocido. Las citas a ciegas no cuentan. O bien hemos visto a la persona en foto – gracias, Tinder – y hemos intercambiado alguna palabra, o bien tenemos a alguien en común que conoce a las dos partes. Tampoco cuentan para esta historia los encuentros casuales con gente de fiesta, en el supermercado, en la cola del banco, en los que intercambiamos alguna palabra. Los encuentros de los que hablo requieren intimidad.
En general, los encuentros con extraños suelen ser bastante patéticos. Tanto, que cuando nos encontramos con alguien que no conocemos en algún sitio cerrado, como un ascensor, nos ponemos a hablar del sol, de la lluvia o de la temperatura que nos está amargando, por ser muy alta o demasiado baja. Quizás el extraño nos habla, y podemos distinguir en su voz y tono, información que nos hace dar media vuelta, cambiarnos de asiento, o dar un paso atrás.
Me gusta la gente, hacer preguntas y conversar sobre la vida con personas que no conozco de nada. Los encuentros con extraños de los que escribo hoy son bastante particulares. Fueron con personas de las que no recuerdo el nombre, que normalmente no he vuelto a ver más, con las que no he intercambiado ni fluidos salivales ni corporales, pero con las que he conectado. Durante unos minutos o unas horas, hemos compartido espacio, tiempo y confidencias. Ojalá hubiera guardado un pequeño registro con todos ellos. Muchos los he olvidado. Si me esfuerzo, el primero que me viene a la cabeza fue en Ginebra. Es 2016, enero, hacía mucho frío, no recuerdo si iba o volvía, pero intuyo que estaba de vuelta a la residencia donde me alojaba. Visualizo unas crepes flambeadas. Hace poco, en casa de un amigo, le prendimos fuego a un flan, y también me acordé de este episodio. No sé cómo, pero acabé cenando en una especie de local de estilo industrial. Hubo primero, segundo, vino y las crepes, de postre. Eran todo hombres, entre veintipico y cincuenta y muchos. Un grupo de cocineros profesionales se turnaban para preparar el festín. Organizaban esta cena una vez a la semana para indigentes, o gente con muy pocos recursos. Les daban una experiencia dignificante, a la luz de las velas. Hablamos durante horas. Yo, haciendo prácticas en Naciones Unidas, conversando con aquel variopinto grupo de personas de toda Europa. Me fui a casa, no recuerdo si le conté a alguien.
Ser una misma extraña en un lugar, aunque sea donde vives por unas semanas o meses, te predispone a estar abierto a otros extraños. Es abril del dos mil veintiuno, un encuentro más reciente. Estoy en Costa Rica, en uno de los varios parques nacionales en Monteverde. Ando buscando el quetzal, un pájaro. Es mi máxima ilusión. Secretamente, necesito ver este animalito. Manifiesto el encuentro, porque no quiero gastarme los doscientos euros que cuesta un guía, sin certeza de éxito. Es difícil verlo. Se esconde. Después de esperar cincuenta minutos junto a un grupo de jubilados gringos, al lado de un nido, finalmente aparece. Se me revuelve el estómago y los sentidos. Pensaba que no ocurriría. Son dos: macho y hembra. Se posan en diferentes ramas, en distintos árboles. Es normal, nos explica el guía que han pagado los gringos. Antes de introducirse en el nido, que no es más que un agujero en el tronco de un árbol, hacen una evaluación de riesgos. Y, cuando se sienten a salvo, el macho primero, se introduce rápidamente y desaparece, quedando solo la punta de su cola de dragón a la vista.
Después de tremendo subidón, el resto de los animales me da un poco igual. Sigo mi camino, solita por el bosque. Me cruzo a alguna familia, a una pareja. Me quedo sola de nuevo. Detrás de mi hay un tipo grande como un armario, mandíbula fuerte, cámara en mano, coleta rubia. Hay silencio. El silencio de la lluvia, de los pájaros. Nos hacemos un pequeño gesto, pero aún no nos comunicamos. Me da un poco de pereza, parece que nos dirigimos al mismo sitio, un mirador. Al llegar, solo hay niebla, no hay nada que mirar. Hay otra pareja que resignada se hace una foto en el mirador sin vistas. Allí no hay nada más que hacer, así que nos recorremos el camino de vuelta.
Empezamos a hablar. Se llama Nikolai. Me acuerdo de su nombre porque nos intercambiamos el teléfono. Lo primero que descubro es que es ruso, aunque lleva muchos años viviendo en Canadá. En aquel momento, recién leído Limonov, andaba un poco obsesionada con la cultura rusa. Lo segundo que me cuenta es que su trabajo es hacer posible la extracción de petróleo. Su cometido es explotar las rocas alrededor de yacimientos. Le sonrío, y a los minutos le confieso que me considero una activista por el medio ambiente. Hablamos de literatura rusa, de restaurantes en Moscú, como chica ignorante e inmiscuida, le pregunto sobre sus opiniones políticas y él, tan simpático, responde a mis inquisiciones. Los dos estamos cansados, la lluvia se intensifica, así que damos por terminada nuestra excursión. Se ofrece a llevarme. Había hecho el camino andando y no me apetecía caminar bajo la lluvia, así que le digo que sí. Son 5 minutos. Su coche parece una nave espacial, azul eléctrico, gigantesco, es un extractor de petróleo, al fin y al cabo. Lleva de todo; tienda de campaña, y otros utensilios para sobrevivir en la intemperie. Si estallara la tercera guerra mundial, me gustaría ir en ese coche.
Cuando llegamos a mi hostal, me pregunta si tengo planes para comer, y la verdad es que no. Recojo mis cosas – porque esa noche duermo en otro sitio que está bastante lejos. Estamos hambrientos. Durante la comida, hablamos sobre su divorcio, de rupturas y de relaciones, hablamos de sus padres – que siguen en Rusia -, de su trabajo – tengo mil preguntas al respecto. Le despidieron durante la pandemia, como a tantos otros, y aprovecha para viajar. Es raro para mí conocer este tipo de vidas de primera mano. Y pienso en todos lxs ingenierxs trabajando a destajo en la dirección opuesta de la que yo trabajo. Me habla de la adrenalina que siente cuando está en acción, del estrés al que se ha hecho adicto, un milímetro mal calculado, una perforación que se desvía, y se pierden millones de dólares.
Es un fumador casual, como yo, y nos fumamos un cigarrillo de despedida en un mirador (otro) al que vamos después de comer. Lamentablemente, fumar es una excelente excusa para este tipo de encuentros, quizás por eso me cuesta tanto dejarlo. Hay silencios, pero no son incómodos. Me deja en mi hotel y sigue su camino. Se dirige hacia la costa pacífica donde va a practicar kitesurf. No es mi primer ruso, hubo otro, anterior. Salgo a bailar sola en Bogotá. En la nocturnidad colombiana, no tan segura como la costarricense, me alío con un bailarín ruso con el que voy a otro bar; la pasamos bebiendo guaro y bailando hasta que nos cansamos y nos vamos a casa, por separado.
Me doy cuenta de que mis encuentros con extraños son con hombres. También hay mujeres, como Consu, que conocí viajando y fue una extraña maravillosa, con la que comparto la pasión por el yoga, la lectura, y a la que espero visitar algún día en Chile. O una mujer que me trató como a su hija en una cola de inmigración, de hecho, me invitó a su casa, pero no me dio tiempo a visitarla. Pero son minoría. Me pregunto por qué. ¿Acaso somos las mujeres más desconfiadas? Supongo que mi curiosidad por los seres humanos supera los miedos. Tal vez soy un poco como Mar y es mi espíritu escritor el que se manifiesta en realidad, en búsqueda de historias, material; cualquier excusa para seguir escribiendo.