“Insolación” en el centenario de la muerte de Emilia Pardo Bazán

100 años de la muerte de Emilia Pardo Bazán

Antes que amanezca el día y las sombras desaparezcan, 

queda conmigo, mi amado, y huye después,  

ligero como la gacela o como la cabra montés por los montes perfumados.  

Cantar de los cantares 

Se cuenta que George Sand, en 1834, había oído hablar mucho de la fogosidad y diestro arte amatorio de Prosper Mérimée, el célebre autor de Carmen. Quiso probar, así que le sedujo en una fiesta y se lo llevo a casa, porque además ella le admiraba también como escritor. Por estas cosas que tiene la química erótica, demasiado singulares para que puedan ser previstas o formuladas en forma de ley, la noche no fue muy bien, y al día siguiente Sand envió una notita a una amiga donde se podía leer algo tan sencillo y claro como esto: “Mérimée: no es para tanto…” Su amiga, haciendo alarde de una indiscreción intolerable, le fue con el cuento a todo el mundillo artístico y literario de París, lo que ocasionó casi más vergüenza en la propia Sand que en el pobre Mérimée. Como consecuencia, la escritora abandonó la ciudad de la luz para hacer un viaje romántico a Venecia con Alfred de Musset, cuyo resultado fue todavía peor… Traigo esta anécdota/gossip a colación después de leer el Insolación de Emilia Pardo Bazán, que no conocía, ahora que se conmemora el centenario de su fallecimiento, y lo hago para establecer aquí una odiosa comparación cultural entre naciones. Insolación fue escrita en 1889, un año después de la perdida de Cuba, y por tanto 55 años después de la emasculación simbólica de Mérimée. Sin embargo, y como vivimos en España, el escándalo que se armó en los cenáculos literarios por la nouvelle de Pardo Bazán fue mucho más sonado y criticado que lo que había practicado con sus propias carnes George Sand más de medio siglo antes. Y eso que en Insolación no hay ni contacto, los amantes lo más que llegan a hacer es cogerse de modo casi gazmoño las manos hasta que al final… pero eso tienen que leerlo ustedes.   

 

George Sand

El trasfondo del asunto estaba en la sospecha generalizada por parte de esa capital del Reino que vertía tan solo sobre sí misma como si fuera no más que un rincón de provincias cerrado al mundo (así es como Ortega y Gasset explicaba el origen del género Zarzuela) de que la autora había escrito un relato autobiográfico. Hoy sabemos que es cierto, puesto que en 1970 salieron a la luz las deliciosas y cursis cartas -pero “lo cursi abriga”, como dijo Ramón- que se intercambiaron la condesa y Don Benito Pérez Galdós durante veinte años. Pardo Bazán se la había pegado, en efecto, al gran novelista, y encima lo había puesto por escrito y dedicado en el frontispicio al tercero en discordia. Tenía, Doña Emilia, 37 años en ese momento, y es cosa de imaginar -por usar una locución literaria muy de la época- lo bien que se lo habría pasado esta mujer viviendo en el París de George Sand, ella que había viajado por media Europa. No obstante, pidió perdón humildemente a Galdós, aunque sin arrepentirse demasiado. Pues bien: grandes críticos de la pomada de entonces, incluido y para su oprobio Leopoldo Alas “Clarín”, pusieron a caer de un burro la novelita, y a su audaz autora no digamos ya. Clarín, ex amigo y ex aliado de la condesa, reaccionó como un cura en su pulpito, fingiendo ver en Insolación el rabo pecaminoso de Satán y toda clase de guarrerías, salacidades y cerdadas redactadas por la pluma de la concupiscencia… 

Emilia Pardo Bazán es la prueba viviente de que, efectivamente, lo que ha mantenido a las mujeres secularmente en un segundo plano ha sido la falta de instrucción. Ella no sólo procedía de una familia pudiente, su verdadera fortuna fue que su padre fue un gran señor, un probo político e igualitarista en cuestiones de género. Emilia vio claramente el camino de baldosas amarillas que tener un padre como ese ponía ante sí y vaya si lo supo aprovechar. Consiguió todo lo que ninguna mujer había conseguido nunca en España, con excepción de Concepción Arenal. Fue periodista, conferenciante, editora, ateneísta, traductora, catedrática, agitadora cultural y hasta poliamorosa, como hemos visto. Pero, sobre todo, era una gran escritora, era mejor escritora, técnicamente hablando, que su amante, que ya es decir (al cual, por cierto, no le nominaron para el Nobel que sin duda merecía por los celos cainitas de este nuestro país). Leí Los pazos de Ulloa hace 25 años y me pareció una gozada de mimo en la descripción y de facilidad de retratar una situación con toda su carne y toda su sangre, el epítome del naturalismo sin menoscabo del romanticismo inevitable en un argumento de folletín (y en el s. XIX todos lo eran en una medida u otra, salvo, quizá, Guerra y Paz). Un director de cine hábil tendría -no he visto la serie de Gonzalo Suarez- todo ya hecho, no sólo el guion, sino también el storyboard. Insolación, sin embargo, no es tan buena, en Insolación más que de virguerías literarias de lo que se trataba es de poner a prueba la siguiente tesis, que la autora pone en el pensamiento de su protagonista, la marquesa Asís Taboada:  

Benito Perez Galdós y Emilia Pardo Bazán

Ya que estoy dialogando con mi alma y nada ha de ocultarse, la verdad es que en lo cordial de mi saludo entró por mucho la favorable impresión que me causaron las prendas personales del andaluz. Señor, ¿por qué no han de tener las mujeres derecho para encontrar guapos a los hombres que lo sean, y por qué ha de mirarse mal que lo manifiesten (aunque para manifestarlo dijesen tantas majaderías como los chulos del café Suizo)? Si no lo decimos, lo pensamos, y no hay nada más peligroso que lo reprimido y oculto, lo que se queda dentro.  

Y esto es un desafío tal lanzado a la cara de la rancia sociedad española como quien le pega con un guante a un hombre para retarle a un duelo. Insolación no es una novela, es un “episodio”, como lo denomina Pardo Bazán, y no especialmente conseguido, ya que la protagonista es bastante plana y su pretendiente un estereotipo, pero le dice al mundo algo tan elemental e inédito como que las mujeres del barrio Salamanca pueden irse un día a la pradera de San Isidro, emborracharse con un sujeto casi desconocido, mezclarse con la gitanería y la clase trabajadora y no parar de regodearse en las buenas prendas físicas del caballero en cuestión, pese a sufrir a la vez y sentirse culpable a causa de los prejuicios de aquel tiempo. Lo que Pardo Bazán escribe, como si fuera un grafiti en la fachada de una Iglesia perpetrado con nocturnidad y alevosía, es que existen “divinas locuras que abrasan el alma y dan a la existencia sentido nuevo”, y que estas también pueden consistir en la afición de una hembra por el buen plante y donosura de un varón más bien golfo y no muy recomendable como futuro marido. Pardo Bazán era católica, lo que hacía que engendrar estas ideas le costase más de un remordimiento de conciencia, como a su protagonista, pero luego se encolerizaba consigo misma y pensaba que las mujeres tenían el deber de emanciparse de lo que ella llamaba su “eterna infancia”, como señala en este pasaje:  

Las Cardeñosas eran dos buenas señoritas, solteronas, de muy afable condición, rasas de pecho, tristes de mirar, sumamente anticuadas en el vestir, tímidas y dulces, no emancipadas, a pesar de sus cincuenta y pico, de la eterna infancia femenina; hablaban mucho de novenas, y comentaban detenidamente los acontecimientos culminantes, pero exteriores, ocurridos en la familia de Andrade y en las demás que componían su círculo de relaciones; para las bodas tenían aparejada una sonrisa golosa y tierna, como si paladeasen el licor que no habían probado nunca; para las enfermedades, calaveradas de chicos y fallecimientos de viejos, un melancólico arqueo de cejas, unos ademanes de resignación con los hombros y unas frases de compasión, que por ser siempre las mismas, sonaban a indiferencia. Religiosas de verdad, nunca murmuraban de nadie ni juzgaban duramente la ajena conducta, y para ellas la vida humana no tenía más que un lado, el anverso, el que cada uno quiere presentar a las gentes. Gozaban con todo esto las Cardeñosas fama de trato distinguidísimo, y su tarjeta hacia bien en cualquier bandeja de porcelana de esas donde se amontona, en forma de pedazos de cartulina, la consideración social. 

En Insolación, Pardo Bazán deja caer que una novela es el “examen de conciencia” que una sociedad hace de sí misma en un periodo determinado de su historia[1]. Aquí, tenemos también el examen de conciencia que ella hizo consigo misma por su traición a Don Benito, y yo creo que se concede generosamente la absolución. “A las mujeres nos gustan los hombres, y nos gustan también en la cama, punto”: de eso trata la novela de la polémica. Don Gabriel, que es un petimetre amigo y visitante habitual de Asís Taboada, dice en conversación a solas con ella lo siguiente: “La infeliz de ustedes que resbala, si olfateamos el resbalón, nos arrojamos a ella como sabuesos, y o puede casarse con el seductor, o la matriculamos en el gremio de las mujeres galantes hasta la hora de la muerte. Ya puede después de su falta llevar vida más ejemplar que la de una monja: la hemos fallado…, no nos la pega más. O bodas, o es usted una corrida, una perdida de profesión…” La parte católica de Emilia Pardo Bazán asiente y le da la razón con resignación, por eso al final del relato se insinúa boda, pero la parte feminista, y por llamarlo así, “sexualmente activa”, georgesandesca, de la condesa se niega en rotundo, y por eso lo de la boda queda más bien un poco en el aire, como un caramelito ofrecido para amansar a sus carpetovetónicos críticos… Insolación es un punto demasiado pintoresquista y ñoña (personalmente no puedo con tantos diminutivos, algo que me sucede también con Galdós), para alcanzar la calidad innegable de las obras anteriores de Pardo Bazán, pero a cambio tiene momentos de humor y alegría que no están en el resto de su producción y que no son ya ni Zola ni Gógol, sino simplemente el inmortal Dickens del Pickwick…  

La berlina de la señora, enganchada desde las cinco, esperaba allí. El cochero, inmóvil, bien afianzado en su cuña, había permanecido algún tiempo en la actitud reglamentaria, enarbolada la fusta, recogidas las riendas, ladeado graciosamente el sombrero y muy juntas las punteras de las botas; pero transcurrido un cuarto de hora, el recalmón de la tardecita y el aburrimiento de la espera le derramaron en los párpados grato beleño y fue dejando caer la cabeza sobre el pecho, aflojando las manos, exhalando una especie de silbido y a veces un ronquido súbito, que le asustaba a él mismo despertándole… También el caballo, durante los primeros momentos de quietud, se mantuvo engallado, airoso, dispuesto a beberse la distancia; pero al convencerse de que teníamos plantón, desplomó el cuerpo sobre las patas, sacudió el freno regándolo con espuma, entornó los ojos y se dispuso a la siesta. Hasta la misma berlina pareció afianzarse en las ruedas con ánimo de descansar. 

Y fue poniéndose el sol, subiendo de piso en piso a despedirse de los cristales, refugiándose en la copa de las acacias de Recoletos cuando ya las envolvía la azul y vaporosa bruma del anochecer; y el calor disminuyó un tantico, y el farolero corrió encendiendo hilos de luz a lo largo de las calles… Berlina, caballo y cochero dormían, resignados con su suerte, sin que se les ocurriese que para semejante viaje no se necesitaban alforjas y que mejor se encontrarían la una metida en su funda, el otro despachando su ración de pienso, el último en su taberna favorita o viendo la novillada de aquella tarde… 

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