“El libro de piedra, tan sólido y tan duradero, iba a dar lugar al libro de papel, todavía más solido…La imprenta matará la arquitectura”.
Victor Hugo. “Nuestra Señora de Paris”, 1830.
“La faz de la tierra experimentaría un profundo cambio a partir del momento en que la arquitectura de cristal suplantase por completo a la arquitectura de ladrillo”.
Paul Scheerbart. “Glassarchitektur”, 1914.
“Cuanto más la ciudad cunde amenazante sobre sus habitantes, tanto más impelente deviene el deseo de evasión hacia lo diverso, hacia lo que no pertenece a la figuración estereotipada de lo cotidiano”.
Antonio Pizza. “Representaciones del umbral”,1998.
Hay quien fija, tal vez ingenuamente, la crisis conceptual de la arquitectura histórica en la afirmación de Etienne-Louis Boullé, suscrita en su antivutrubiano trabajo Archictecture: Essays sur l´art. “¿Qué es la arquitectura”, se preguntaba el arquitecto francés. “ Debería acaso, definirla con Vitrubio, como el arte de construir? No. Esa definición conlleva un error terrible. Confunde el efecto con la causa. Hay que concebir para poder obrar. Nuestros primeros padres no construyeron sus cabañas sino después de haber concebido su imagen”. Esto es tanto como desplazar las viejas concepciones vitrubianas de “la arquitectura como el arte de construir”, a otros territorios donde la ideación es el primer requisito o la condición sine-quae-non. Hay por ello un desplazamiento de lo físico y matérico a lo intelectivo e inmaterial; de la materialidad a cierta espiritualidad. Y esa inmaterialidad y esa espiritualidad, estarán en la base de las reflexiones de Víctor Hugo y, años más tarde, en el trabajo de Scheerbart La arquitectura de cristal. La revisión de los conceptos esgrimidos por ambos autores, abre una vía de interpretación alternativa de lo que, ellos mismos, llamaban desmaterialización de lo construido. En un caso como pérdida de una espiritualidad secular, en otro como búsqueda de un camino expresivo que se aviniera a los tiempos nuevos de la máquina, la electricidad y la luz. Ahora tal vez, y noventa y ocho años después del Glassarchitektur, asistamos a una definitiva desmaterialización de todo lo pensado antes, fruto de la encarnadura de lo digital. Recorridos como estamos por espectros de cristal, pero no del cristal deseado por los Expresionistas alemanes.
Lo más sorprendente de ese desplazamiento disciplinar de la arquitectura abierto por Boullée, es que se verifica dentro del gran desplazamiento conceptual y cultural que se gesta en torno a 1750 con la aparición de la Enciclopedia diderotiana y desemboca con la Revolución de 1789; esto es con la aparición de un libro llamado a hundir el Ancien Régime y a poblar el futuro de expectativas de progreso. Y este misterio del libro que mata, se repetirá años más tarde, cuando Hugo indague las razones de algunas desapariciones. Y esa coincidencia –casi de raíz bíblica– al vincular el conocimiento a la extinción, no deja de prolongarse y repetirse, como un maleficio o, como una justa condena a los intrépidos deseos de saber lo que no puede ser conocido. En ese sesgo boulleano hay quien quiere ver un primer fundamento de la Moderna Arquitectura, menos material y magmática que la histórica; pero más intelectual y abstracta al mismo tiempo, como estableciera la estética de la Nueva Objetividad y la inmaterialidad vítrea del credo expresionista. Sesgo, por otra parte, que viene a coincidir con toda la fundamentación del mundo moderno que deriva de ese proceso conjunto Ilustración /Revolución; como si la naciente arquitectura moderna tuviera sus raices en la implacable e imparable mutación abierta por D`Alambert y Diderot y en ese par conceptual del conocimiento y de la destrucción.
Junto a la visión boulleana, creo que es preciso aportar, consecuentemente, otra inflexión significativa que se va a producir ya en el hartazgo de la primera mitad del siglo XIX. Hartazgo de valores y contravalores, que van a abrir esa vía temible y conflictiva del Romanticismo, como agrupación de visionarios antimaquinistas, reaccionarios sofisticados, nostálgicos del Ancien Régime y melancólicos de todo lo perdido, que ya es mucho pero que cada vez será más; como ejemplifica ese trabajo de Schinkel de la Freiheitskrieg que abraza en 1821 el hierro fundido con el lenguaje gótico, como una potente contraposición. Contraposiciones, en palabras de Antonio Pizza, “no fácilmente dialectizables que frecuentemente estallan en polaridades disociadas, como sucede con muchas manifestaciones de la koiné expresionista: primitivismo-modernidad, catastrofismo-utopía, naturaleza-metropólis, caos-geometría”. Melancolía del fin del siglo XIX, que retoma las melancolías del otro final del siglo precedente, como explicitara ,ejemplarmente, ese desideratum de Talleyrand: “Quien no ha vivido antes de la Revolución desconoce la dulzura de vivir”; aunque Gabriel Albiac modifica en parte esa afirmación, en su trabajo Diccionario de los adioses, al mantener que “quien no vivió el tiempo de la revolución, no sabe lo que es la dulzura de vivir”. Que es tanto contraponer el antes y el durante de la revolución. Como en Víctor Hugo.
Inflexión si no conceptual, al menos instrumental, porque explicitaba un retroceso hacia un pasado mejor y, supuestamente, idílico y preñado de sabiduría. No se, si con exactitud, esta posición antimoderna es la derivada de la proclama que explicita Víctor Hugo en Nuestra Señora de Paris y que abre estas líneas. Ese texto, curiosamente, no publicado en la edición de 1831 por un olvido sistemático o por un despiste sintomático, si lo fue en la posterior de 1832. Compone, junto a otros diversos capítulos de Nuestra Señora de París una médula contraargumental que se desliza junto a espacios dedicados plenamente a la narración del relato que interesa esencialmente. Y trenza, tal vez sutilmente, una teoría de la arquitectura del Romanticismo. El capítulo I del libro tercero, sirve para explicitar las razones de la ruina de los edificios (tiempo, revoluciones y modas) que todo lo debastan; para aclarar los conceptos colectivos de su creación (“los mayores y más grandes productos de la arquitectura son menos individuales que obras sociales…El gran símbolo de la arquitectura: Babel, es una colmena ”) y para, decididamente, justificar la autoría de los edificios (“los grandes edificios, como las grandes montañas, son la obra de los siglos…El tiempo es el arquitecto, el pueblo el albañil ”). El II capítulo del libro tercero ( Paris a vista de pájaro ) es un pretexto para describir la hipótesis detallada de la ciudad medieval imaginada por Hugo, y para justificar la parcialidad del Renacimiento (“El renacimiento no fue imparcial; no se contentó con edificar sino que quiso derribar”) y un decidido sentimiento de abandono (“Nuestros padres tenían un Paris de piedra; nuestros hijos tendrá un Paris de yeso”). Con el cierre de algún puyazo relativo a la pastelería que se construye en el momento en que el autor escribe: Santa Genoveva o San Sulpicio. Pero ese pretexto descriptivo de la ciudad medieval, es una lanzada evidente a la ciudad resultante, desde la que Hugo escribe y que arrebata las razones del optimismo ilustrado desde los márgenes nacientes del maquinismo, del industrialismo y de la ciudad de masas. Pero es en el libro quinto, capítulo II ( Esto matará a aquello o Ceci tuera cela ) donde más insiste en la finalización de la arquitectura que arrastrará la imprenta. “A las letras de piedra de Orfeo, van a suceder las letras de plomo de Gutenberg. El libro va a matar al edificio”. Y es esta idea la que recorre el capítulo en muy diversas inflexiones y, podríamos decir, sin escapatoria posible. “El género humano tiene dos libros, dos registros, dos testamentos, la arquitectura y la imprenta, la biblia de piedra y la biblia de papel”; pero esa dualidad no está equilibrada, ya que: “A medida que la arquitectura baja, la imprenta se hincha y engorda. Ese capital de fuerzas que el pensamiento humano gastaba en edificios, lo gasta ahora en libros…Que nadie se equivoque, la arquitectura ha muerto, está muerta definitivamente, matada por el libro impreso, muerta porque dura menos, muerta porque cuesta más”.
En tan sólo veinticinco palabras, las del encabezamiento Víctor Hugo, del que ahora vamos de celebrar el doscientos veinte aniversario de su nacimiento, realiza un cometido complejo y escasamente desvelado, en ese uso de libros de piedra y de edificios de papel. Libros de piedra, sólo sabemos que existan en el mundo de Pedro Picapiedra, de igual forma que habíamos oido cantar a la argentina Elder Barber aquello de la Casita de papel para expresar un amor apasionado, dispuesto a todo, incluso a vivir en un refugio construido con un material tan poco ajustado a la firmitas vitrubiana. Las pretensiones comparativas de la arquitectura y lo arquitectónico con otras ramas de la cultura, son a veces difícilmente defendibles. Tanto en esta visión confundida de la arquitectura como un libro; como en las algo anteriores y muy difundidas en el Romanticismo del que emerge Hugo. Así en el Scheling de 1802 y su visión de “la arquitectura como música congelada” o “erstarrte Musik”; las de Schlegel de la arquitectura como “eine musikalische plastik” o de Goethe de la “arquitectura como música muda”. ¿No revela todo ello, cierta obsesión musical del romanticismo? y todo y a todo lo quiere entender bajo el prisma de la musicalidad; desde el entendimiento de la música como esencia exacta del alma de los pueblos hasta la arquitectura. Esas son las pretensiones de Novalis y de Schiller Pero bajo esa pretensión uniformadora de la música como alma de los pueblos, ¿qué sería ella misma?: ¿Un libro que habla?, ¿un edificio rítmico?, ¿un cuadro sinfónico? Pero ¿no era la música, para Kant un diálogo de sensaciones más que de conceptos y por ello no deja materia para reflexionar? Y es que, en general, las comparaciones no es que sean odiosas, sino que son incapaces de iluminar lo que se pretende. Más bien lo oscurecen, desde ese propósito iluminador. Músicas calladas, músicas mudas, libros de piedra, escultura visitable por dentro, biblia de piedra, son algunos de esos propósitos desproporcionados para tratar de descifrar la arquitectura en la época del romanticismo.
Más o menos hace ciento noventa años, el libro de piedra –que eso era un edificio– iba a ser sustituido por el más convencional y manejable del libro de papel, en palabras del escritor francés. Y no es que este instrumento acabara de aparecer cuando Hugo escribe, que ya llevaba dando vueltas cuatrocientos años, sino que se barruntaba una fuerte expansión de la alfabetización de las masas y por ende de los libros. Hasta ahora, hasta las puertas de la revolución industrial, las masas eran mayormente iletradas. Su capacidad de lectura, se decía, era una capacidad icónica; esto es, estaban más capacitados los individuos iletrados para la lectura de signos e imágenes que para la lectura de letras –que pese a todo– seguían siendo signos específicos. Según esta versión harto discutible, esos individuos inhábiles para la lectura de las letras, suplían esa carencia con los ejercicios verificados en los libros de piedra o en otros libros materiales: ya pictóricos, ya escultóricos, ya arquitectónicos. Y de ser ello cierto, ¿porqué estos individuos que leían mármoles y lienzos, archivoltas y dinteles, con la difusión masiva del libro iban a dejar esas lecturas habituales por la venideras de papel y tinta? Esto es lo que no explica Hugo y da por supuesto. Salvo la razón de su durabilidad y de su coste: “ El pensamiento humano descubre un medio de perpetuarse, no solo más duradero y más resistente que la arquitectura sino también más sencillo y más fácil ”, en relación a la durabilidad. Y en relación a su coste: “Que nadie se equivoque, la arquitectura ha muerto, está muerta definitivamente, matada por el libro impreso, muerta porque dura menos, muerta porque cuesta más. Toda catedral representa mil millones. Imagínese ahora qué inversión de fondos sería necesaria para volver a escribir el libro arquitectónico…¡Se hace tan pronto un libro, cuesta tan poco y puede ir tan lejos! “. Como si quisiera con ello descubrir una escala conceptual que viaja de menos a más: de la tosca lectura de piedra a la sutil y arrebolada de los libros de papel. O ¿ es que el progreso condena y desplaza la arquitectura?
Si el libro de piedra, puede ser conceptuado como “sólido y duradero”, ¿cuales son las razones que dictan su desaparición, más que su mutación? Y digo desaparición, porque queda bien clara la intención de Hugo: “La imprenta matará a la arquitectura”, así dicho en tiempo futuro. Pero si la imprenta había aparecido en 1457, ¿cómo explicar esa coexistencia de imprenta y arquitectura durante más de trescientos cincuenta años, desde los que Hugo escribe? Si la imprenta mata, podía haber matado ya y antes, pero no lo habia hecho todavía. Quizá esta falta de ajuste requiera ubicar el relato hugiano en su contexto histórico: esto es la Edad Media muy avanzada y más aún en 1482. Momento histórico en el que la imprenta –estamos en el siglo XV– lleva apenas veintisiete años y la pretensión de Hugo hay que entenderla desde ese horizonte temporal. La aparición constatada de la imprenta, dictará la extinción de la Catedral Gótica, como piedra emblemática y como edificio simbólico. Bien sabía Hugo en el momento de su escritura que ello no había sido así y que tras la Catedral Gótica surgieron otros elementos edificados ejemplares y no menos simbólicos: el Palacio renacentista, la Iglesia Barroca o el Museo neoclásico. La extinción de la Catedral Gótica no fue dictada por Gutenberg y sus efectos impresos; fue verificada por la revisión del Humanismo Clasicista que desplazó ojivas y arbotantes en otra secuencia de formas e ideas. Pero ¿porqué Hugo, opta por la codificación gótica frente al orden mensurable del Renacimiento? ¿No será el rechazo de cierta racionalidad y de cierto control de la forma, frente al misticismo precedente que avala la teología medieval? y ¿no será, igualmente, el rechazo a la capacidad analítica de la palabra y del pensamiento, frente a la dimensión sintética, intuitiva y sensible de la piedra labrada? Como si la reacción de los desencantados de la Ilustración y de su proyecto, buscaran su superviviencia en territorios presididos por cierto antihumanismo y aureolados por atisbos de irracionalismo. Porque todas las edificaciones posteriores a la Catedral Gótica y sus codificaciones estilísticas, no parecen interesar a Hugo; o ,al menos, no parecen interesar sus estilos y los procesos constructivos llevados a cabo. Procesos constructivos, los ensalzados por Hugo, regidos por cierta autoría anónima: El tiempo es el arquitecto, el pueblo el albañil. Idea esta que casa mal con la concepción romántica del genio individual. ¿Cómo aceptar que un escritor romántico, defensor de ese génie individuelle, abogue por una arquitectura erigida por el tiempo?, ¿de verdad creía Hugo en esas creaciones colectivas?, ¿o sólo era una reacción conflictiva contra el maquinismo igualitario del naciente industrialismo?
Sorprende por todo ello, que el referente estilístico de Scheerbart, de la mano de Worringer, ochenta años más tarde de las proclamas hugianas, sea otra vez la arquitectura gótica. Dice Scheerbart “que toda la arquitectura de cristal parte de la idea de la catedral gótica, sin la cual la arquitectura de crisial sería inimaginable; la catedral gótica es pues su preludio”. Aunque ya Panofsky, había vinculado la arquitectura gótica con el principo de transparencia; de tal suerte que si “la alta escolástica estuvo gobernada por el principio de la manifestatio, la arquitectura estuvo domianda por el principio de la transparencia”. Forzando, por tanto, esa unidad misteriosa del gótico con el cristal, del que había sido su precedente. Aunque lo que interese ahora más, sea la idea de desmaterialización arquitectónica de los constructores góticos, que las claves intemporales del misticismo medieval. En palabras de Worringer “todo aquello que la arquitectura gótica consigue en términos expresivos, lo consigue pese a la piedra”. Circunstancias que posibilitan que Scheerbart establezca el vinculo histórico para la Arquitectura de Cristal, justamente, en el gótico. El mismo establece: “sin el gótico la arquitectura de cristal sería impensable. En su tiempo cuando aparecieron las catedrales y los castillos góticos, tambien se deseó una arquitectura de cristal. Sin embargo, esta no puedo realizarse de forma completa porque no se disponía del hierro apropiado para la construcción”. La desmaterialización de la arquitectura denunciada por Hugo y abierta por la imprenta, es inversamente la reivindicación practicada por los apóstoles del expresionismo. Lo que para Hugo es razón de muerte de la arquitectura, para los expresionistas alemanes es el fundamento de la nueva vida expresiva que abre un nuevo material. Si para Hugo la esencialidad de la construcción gótica es, justamente, la materialidad de la piedra; para Worringer y Scheerbart, el modelo de la inmaterialidad constructiva gótica es el precedente de la formulación de la Glassarchitektur. Con enorme sagacidad esta disyuntiva, es vista por Antonio Pizza no “como una poética de la transparencia, sino como ejercicios de una prolífica experiencia del umbral…y que en la lectura de Benjamin serán interpretados como una densa frontera epistemológica entre el viejo y el nuevo mundo”. Pero en esta frontera del viejo y el nuevo mundo, el destino histórico –prosige Pizza– de las casas de cristal no ha sido el del imaginario alemán de los años diez; sino que han devenido en emblema de la modernidad metropolitana, bajo las formas de los Grandes Almacenes. Grandes Almacenes, que como nuevas Catedrales del consumo, han desvirtuado la luz anhelada por Scheerbart; que es ahora una luz reificada, refractaria y cegadora. Por que –en palabras, nuevamente, de Pizza–: “Ya hemos entrado en el tiempo en que una luz definitiva y totalmente reificada, se transmuta, sin mediiaciones, en letrero publicitario”.
Es decir que en ese proceso de desmaterialización de una fábrica pétrea, denunciado por Hugo y deseado por Scheerbart, llegamos a una desmaterialización reificada de unas letras –que eso es un letrero comercial luminoso–. Si la luz desparramada por las Catedrales del Consumo, ha asumido la estrategia del misterio, la centralidad del mensaje icónico de la arquitectura gótica, ha sido capturada por otra caja luminosa y reificada como es la televisión y años después, por la caja digital, que retoma la transparencia y el carácter de umbral de la Glassarchitektur. Hoy, quizá además, las afirmaciones de Hugo tuvieran cabida desde un doble concepto. El medio que verifica una autoría anónima –igual que lo fuera ayer la Catedral– es hoy la televisión y sobre todo la red, recorridas ambas por mensajes pero no por autores. Y esta ventana de cristal y esa ventana digital verifican toda esa capacidad de lectura icónica de aquellos que no leen libros. Como ocurriera en el pasado con la Catedral. Hoy esa Catedral colectiva y mediática es la invisibilidad matérica de la televisión y la invisibilidad argumental de las redes digitales; que más allá del plató de rodaje y del hogar de recepción están constituidas por la invisibilidad de las ondas y por la propiedad conmutativa de los no-lugares. En una nueva metáfora de la sorprendente propuesta de la Glassarchitektur.
Por otra parte, la otra mediatez e invisibilidad de la Catedral Contemporánea se acomoda a una creciente presencia de la arquitectura en el mundo impreso e instantáneo construido sobre papel –la llamada arquitectura de papel– y llamada al olvido. Quizá por ello, sea más cierta la afirmación de Munford en Sticks and stones, cuando fija: “ El verdadero delito de la imprenta no fue, sin embargo, que quitara los valores literarios a la arquitectura, sino que fue causa de que la arquitectura derivara sus valores de la literatura”. Hoy más que la arquitectura, parecen existir la literatura de la arquitectura, las imágenes de la arquitectura o las revistas de arquitectura, como un relato de ella. Como si aquella fuera un pretexto para éstas. Incluso hay quien sospecha que ciertas obras son proyectadas y edificadas con la sola finalidad de ocupar tales espacios virtuales y de papel. De igual forma que acontece con la televisión y con la red: ciertos hechos ocurren, solamente, para ser televisados y transmitidos o para ser comentados y likeados; y esa es su sóla esencia aunque su apariencia aparezca revestida de otras transcendencias. Una obra de arquitectura existirá, en la medida en que se publicite, se comente y se propague, igual que la televisión existirá en la medida en que se la vea y la red en la medida en que se extiendan sus seguidores. Y aquella otra obra de arquitectura, condenada al reverso de la cuatricromía, no pasará de ser una nebulosa inexistente como los programas televisivos no vistos. Es tal la nómina de revistas –físicas y digitales– que acaparan y asolan nuestra atención, que parecen interesar más que los propios edificios que llenan sus contenidos. Y si ello fuera así, ¿a donde hemos llegado?, ¿al edificio de papel?, ¿a la Catedral Invisible?, o ¿a la caja de cristal que nos mira y nos permite mirar a un vacio inconmensurable que no deja de crecer?