Julieta Venegas y el recuerdo de México

Limón y sal. El cilantro y el olor de las tortillas de maíz, que al principio detestaba, pero que poco a poco se me fueron haciendo tan familiares. Las playas de Oaxaca (especialmente Mazunte), donde atardecía en rojo y la gente paseaba desnuda entre tortugas gigantes y graznidos de gaviotas. Las escaleras al cielo del castillo surrealista de Edward James en Huasteca Potosina, donde todo era verde y se podía sentir aquello que decía Kundera de que el vértigo no es el miedo a la caída sino la reacción del cuerpo ante las ganas de saltar. La música en todas partes: en los zócalos,en los autobuses, en las calles sin asfaltar. El norteño y el vagar lento y despreocupado de los mariachis. Las ballenas y los chapulines. El horizonte de cemento, infinito, del Distrito Federal y el acogedor colorido pastel de Puebla. Octavio Paz y su laberinto literario. La cultura que surgió de los sonidos de la selva cuando el mundo estaba aún por nombrar. La superstición que atenúa el miedo, los pueblos mágicos y la extraña seducción de los catrina. Frida Kahlo y la casa Azul. El leve y colorido aleteo de las mariposas Monarca, que nunca vuelven pero saben el camino. Chavela Vargas y José Alfredo. El piolet de Ramón Mercader y la tumba donde acabó la larga huida de Trostki. La creatividad casi tangible que surge de la continua improvisación y la falta de norma. Ese presente, tan presente, que me pareció eterno mientras duró.

Ayer en el teatro Apolo, desde el primer “aiiii,aiiiii,aiiiii… “ de Julieta Venegas, mi mente no pudo evitar llenarse de recuerdos de aquel año en el que fui tan feliz en México. A mi lado, en las primeras filas, un grupo de chicas sonreían y se abrazaban con ojos vidriosos, aullando el chillido mariachi, alegres, imagino, como yo, de ser transportadas a aquel país fascinante y lejano.

Miradla, es una diosa, dijo una de ellas, exagerando quizás un poco. Julieta se movía entonces altiva y sugerente, con su vestido verde, del piano hacia el acordeón. Era el suyo un levitar lento y elegante, como de mantis religiosa, que a veces rompía con una sonrisa dulce o algún gesto laxo. Un pendiente largo colgaba de su oreja derecha, bailando ligeramente sobre su hombro. En la izquierda, una perla grande dotaba su rostro de una asimetría que dirigía la atención al cuello, como en un Modigliani.

El presente es lo único que tengo, el presente es lo único que hay… susurró pronto Julieta, consciente, quizá, de que las cosas más simples son las más difíciles de entender. Hay en su música cierta calidez acogedora, un leve y plácido mecer sentimental que ha conseguido durante largo tiempo triunfar en todas las radios hispanas. Julieta Venegas le canta al amor y a la espera, a la incertidumbre y al malabarismo que antecede el roce de pieles. Temas universales que engarza con maestría y un agradable sonido pop.

Julieta aprovechó su vuelta a los escenarios para presentar nuevas canciones pero fue cuando sonaron sus éxitos de siempre (Lento, Me voy, Limón y Sal, Andar Conmigo…) cuando un teatro Apolo repleto, al unísono, le puso los coros y se desató la locura.

Como no pensar al salir del concierto en todos aquellos lugares a donde nos lleva la música. Como no aprovechar después cualquier momento para tararearle a la persona adecuada aquella frase sutil y verdadera:

Y ahora frente a frente aquí sentados festejemos que la vida nos cruzó.

*Fotografías de Hugo González Granda en el Apolo de Barcelona, concierto de Julieta Venegas, 30/03/2022

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