Tea Rooms es una obra de teatro tan sorprendente, que aunque fue escrita en España en tiempos de la Segunda República (1934), pasa más que holgadamente el célebre Test de Bechdel para medir el grado machismo de una pieza de ficción, algo que no se puede decir de la gran mayoría de las producciones cinematográficas del s. XXI. Eso sí, Tea Rooms no es teatro de entretenimiento precisamente, no acuda a la sala a pasar un buen rato. Concebida por Luisa Carnés en aquellos tensos y asendereados tiempos, en Tea Rooms el personaje que representa a su autora reclama frente al público la sindicación de las trabajadoras de la hostelería, eso que en el franquismo se conoció mucho después como “esas pobres chicas, las que tienen que servir”, sólo que muy en serio, trágicamente. No lo consigue, claro, y es que en Tea Rooms hasta la propia encargada, la “gallina”, sufre tanto como las demás, pero con la aquiescencia a la autoridad característica de los siervos ligeramente encumbrados. También Laurita, la enchufada, que en principio parecía venir con sus aires de pijilla despistada a perturbar esta peculiar casa de Bernarda Alba de la explotación laboral sin escrúpulos se lleva lo suyo, se lleva incluso más, en un giro de los acontecimientos muy típico de novela social española de los cincuenta, a la que Carnés en gran medida se adelantó.
Preguntaba una vez un amigo mío si todo lo malo de esta vida nuestra será no más que lo malo dentro de lo bueno, la mancha en el rico tapiz de Estambul, o si más bien no será al revés, de modo que vaya a ser que lo bueno de la vida sea eso escaso que se destaca sobre el fondo negro y abismático de lo malo. Afortunadamente, es imposible saberlo, pero en obras como esta el saldo final sale siempre negativo, aunque sólo fuere por provocar en el espectador esa clase de reacciones que Bertolt Brecht buscaba también en su dramaturgia. Brecht decía, en efecto, que en el teatro no había que conmover al público, sino más bien politizarlo. Otros muchos autores, después, han criticado la novela de ideas o el cine de ideas como algo obsoleto, aburrido y moralizante, pero tal vez sea por lo que tan acertadamente dijo Óscar Wilde, aquello de que quien afirma que las obras de arte no deben vehicular ideas es porque se refieren a ideas distintas de las suyas. Tanto es así que las películas o novelas más cargadas ideológicamente son justamente esas que se presentan como absolutamente inocentes. No se aprende casi nada, por ejemplo, sobre la mentalidad estadounidense real viendo una cinta de Spike Lee o los hermanos Cohen, que son muy buenas; en cambio, si quiere comprender la estrategia emocional del capitalismo a fondo asista a la última -la que sea- de Disney/Pixar. Carnés, en esta obra, no pudo ser más explícita. Se habla de la antítesis “escalera de servicio” versus “subir por el ascensor” en casi los mismos términos en que el marxismo ha hablado siempre de la Lucha de Clases, y no hay mejor ilustración de la proletarización del trabajo que lo que las chicas de esta historia denominan “conseguir una colocación”…
Tea Rooms es un establecimiento de repostería y cafetería, pero en la cabeza de Luisa Carnés -que no se lo imagina, sino que estuvo allí sufriéndolo en sus… ¡ejem!- figuraba una jaula, poblada por un ejambre. El enjambre es de punta a cabo femenino, y no asoma un solo hombre en la función. Los hombres están al otro lado de lo visible, los hombres son la Quinta Pared y son los Deux ex machina de la explotación, lo malo de lo bueno a que me refería antes. Y no es que las chicas sean rebeldes, en absoluto, es, que, muy al contrario, ni siquiera en la más rastrera de las sumisiones las cosas les salen pasablemente bien. Como escribió Simone Weil acerca de su espantosa experiencia en una fábrica francesa de la Renault:
Tenía el alma y el cuerpo hechos pedazos; el contacto con la desdicha había matado mi juventud (…) Estando en la fábrica, confundida a los ojos de todos, incluso a mis propios ojos, con la masa anónima, la desdicha de los otros entró en mi carne y en mi alma. Nada me separaba de ella, pues había olvidado realmente mi pasado y no esperaba ningún futuro, pudiendo difícilmente imaginar la posibilidad de sobrevivir a aquellas fatigas. Lo que allí sufrí me marcó de tal forma que, todavía hoy, cuando un ser humano, quienquiera que sea y en no importa qué circunstancia, me habla sin brutalidad, no puedo evitar la impresión de que debe haber un error y que el error va desgraciadamente a disiparse. He recibido para siempre la marca de la esclavitud (…) Desde entonces, me he considerado siempre una esclava (A la espera, pág. 42).
Weil, por cierto, trabajó en la fábrica el mismo año en que Luisa Carnés escribía Tea Rooms...