Cronobiografía: el taburete de las tres edades

Foto Guido Harari

Dedicado a Eduardo Fernández-Villoria Nadalmay, con motivo de su nonagésimo primer cumpleaños.

Desde el origen de los tiempos los seres humanos hemos deseado ser como los dioses: buenos y bellos, sanos e inmortales. Ya lo dice el primer libro de la Biblia:

Génesis 3, 1:
-La serpiente, que era la más astuta de todos los animales salvajes que Dios el Señor había creado, preguntó a la mujer: ¿Así que Dios os ha dicho que no comáis del fruto de ningún árbol del jardín?
 -La mujer le contestó: Podemos comer del fruto de cualquier árbol, menos del árbol que está en medio del jardín. Dios nos ha dicho que no debemos comer ni tocar el fruto de ese árbol, porque si lo hacemos, moriremos.
– Pero la serpiente dijo a la mujer: No es cierto. No moriréis. Dios sabe muy bien que cuando comáis del fruto de ese árbol podréis saber lo que es bueno y lo que es malo, y que entonces seréis como Dios.

 
Y la mujer comió, y se lo dio al hombre y comió, y Dios, molesto, los castigó a sentir vergüenza de su desnudez, a enfermar y sufrir, a trabajar y sudar, y a morir volviendo a la tierra de la que salieron. Pero lo que los humanos habían adquirido no era la divinidad, sino la inteligencia. En definitiva, pasaron de ser monos listos a homos sapiens, cargando con la conciencia (saber que sabemos) y la responsabilidad (responder de lo que hacemos). Una pesada carga que aun nos fatiga.

Umberto Eco. Fotografía Guido Harari

Pero lo que no sabían es que en el Paraíso había otro árbol mágico del que no comieron, el de la vida eterna. Y dijo Dios:

Gen 3, 22: Ahora el hombre se ha vuelto como uno de nosotros, pues sabe lo que es bueno y lo que es malo. No vaya a tomar también del fruto del árbol de la vida, y lo coma y viva para siempre.”

Y esta fue realmente la causa de la expulsión definitiva del Paraíso, que si lográbamos pensar como los dioses y vivir como los dioses ya no los necesitaríamos. Pero, ¿sabe dónde está de verdad el paraíso? En el vientre fecundo y calentito de nuestras madres. Ahí pasamos la etapa más tranquila y feliz de nuestras vidas. Luego nos echan al mundo y nos oxidamos, nos deterioramos y morimos. Como dice Walter White, protagonista de la famosa serie Breaking Bad, “Toda vida viene, con una condena a muerte”. Contra ese destino inexorable hemos luchado todas las humanidades de todos los tiempos. Con filosofía y con ciencia, con religiones y con magias, y hasta ahora siempre hemos perdido.

Pero recientemente se han puesto de moda ciertas corrientes filosóficas y científicas (potenciación radical, transhumanismo) que aseguran que cualquier día de estos seremos como los dioses, sanos, fuertes, felices y longevos… muy longevos. Más recientemente aun, el pensador israelita Yuval Nohah Harari, nos ha mostrado que tras haber logrado ser “Homo Sapiens”, ya ha llegado la hora de que los seres humanos seamos “Homo Deus”, gracias a los avances de la biología, la nanotecnología, la robótica y la farmacología. Estas son todavía cosas de ciencia-ficción, pero puede que pronto sean reales, de hecho ya somos como dioses en aspectos como la comunicación, el transporte o el bienestar, aunque aun no lo seamos en cosas como el envejecimiento, la enfermedad o la edad vital.

Vittorio Gassman Fotografía Guido Harari

Carmina, 51 años, trabajadora y madre, inteligente y activa, guapa y elegante, consulta por angustia persistente y depresión:
No lo soporto, es todo horrible, ver a mi madre vieja, a mi hija con jaquecas… me pongo fatal, una angustia enorme… La vida no vale la pena, solo sirve para envejecer, sufrir y morir… y las arrugas y el deterioro, no puedo con ello… No es que esté deprimida, ni que me quiera suicidar, pero de verdad que no vale la pena tanta lucha, tanto agobio… para nada… La menopausia fatal, pierdes las ganas de todo… solo me entran ganas de quedarme en la cama, no salir, no arreglarme, total para qué… ¿Que estoy bien?, pues sí, me cuido, me arreglo, ir a la moda, hacer deporte… pero usted y yo sabemos que todo eso es mentira, que al final solo me espera envejecer y estar horrible y las arrugas y… nada más.

Este discurso es el de una paciente real, que sabe que por mucha ciencia y mucha cosmética que le echemos al asunto de la vida eterna, nada de eso servirá para apaciguar la lucha contra el inexorable paso del tiempo, pues, como dijo el poeta Alberto Herrero: “Al tic tac monocorde / del reloj de chaleco de tu difunto abuelo / que orgulloso ahora cuelgas del tuyo / tampoco podrás tú robarle / un segundo de más.”.

Pero volvamos un momento a la ciencia ficción, por ejemplo, a una aventura espacial. Para no perderse en las incertidumbres tenebrosas del tiempo y el espacio los cosmonautas usan dos cosas, mapas y relojes, distancias y tiempos, que en el fondo son la misma cosa. Así saben dónde están y dónde tienen que ir sin perderse y morir.

Pues bien, para la vida que fluye y concluye también podemos usar mapas y relojes que nos den mayor seguridad. De modo semejante a lo que propuse en otro lugar sobre “Taburete de Kant” para asentarse en las incertidumbres de la vida, también podemos diseñar un taburete para mejorar nuestra relación con el flujo inexorable de la existencia: El taburete de la edad.

Todos los seres humanos, desde que somos “sapiens” y a diferencia de los “brutos”, tenemos tres relojes para medir nuestra edad o, mejor, nuestro decurso vital: La edad cronológica, la edad biológica y la edad biográfica. Para que el taburete de la edad no se caiga hay que equilibrarlas, esa es la única manera de resolver sin angustia la interrogación más difícil de todas cuantas tenemos los seres humanos: ¿Cuándo llegará a hora?

Si aceptamos con serenidad el paso del tiempo, y no queremos ser eternamente jóvenes, y lo aprovechamos bien para ser lo mejor que podamos, entonces la decrepitud y la muerte no llegarán ni antes, ni después de lo debido, si no su justo tiempo. ¿Cómo se puede hacer eso?

Empezaremos por la edad cronológica, la del DNI, que se puede tasar con precisión pero no es negociable, al menos de momento. Empieza un día y se acaba otro, y no tenemos capacidad, salvo penosas excepciones, para intervenir en ellos. Por eso hay muchas personas que lo pasan muy mal con las edades simbólicas, como son todas las de paso o tránsito ritualizadas por convenciones sociales, como la mayoría de edad, la jubilación, la crisis de los “40”, de los “50”, etc. Si contra el flujo del segundero no podemos hacer nada, contra los tránsitos angustiosos sí podemos. Celebrarlos con velas felices y no tristes, racionalizarlos y compartirlos, aprender a tasarlos en su justa medida, tomarlos como un inicio en vez de cómo un final, atender y valorar lo que tienen de gozo y no de miseria, etc. De esa manera, la condición efímera, mutable y deletérea del hecho de vivir, nos lacerará menos, y algunas personas, o quizá todas, evitaremos sufrir sus consecuencias.

Los discursos internos, los lenguajes interiores, también sirven. Podemos, por ejemplo, aprender a tomar con cierta distancia la curiosa paradoja del vivir, que al tiempo que es lo que más ansiamos, es lo que más nos hace sufrir: “La aventura de vivir es la más peligrosa, nadie nunca ha salido con vida”. Y menos mal, pues la condena a vida eterna es la más dura que los dioses pueda desear para un humano, como le sucedió a un tal Butadeo, que le negó agua a Jesús – el hombre – cuando iba camino del calvario, y Jesús, – el Dios – lo condenó a errar hasta que el mismo retorne a la Tierra. Mientras tanto Butadeo se ha convertido en un “judío errante” que vaga por el mundo disfrazado de muchas maneras, buscando la muerte sosegadora.

Patti Smith Fotografía Guido Harari

No queremos eso, ¿verdad?, queremos vivir, no sobrevivir, por lo tanto, podríamos decir, parafraseando al poeta Félix Grande, qué importa que dure un día, un año, un siglo, lo importante es aceptar que viene para irse, que su victoria es que se acabe y su triunfo es que duela. Por eso, aunque no podamos cambiar lo que dure, sí podemos modificar lo que nos cunda. Eso se hace acoplando la edad cronológica con las otras dos edades, con la biológica, para que ésta no reste nada a la primera, y con la biográfica, para aprovecharla en plenitud, como corresponde a las personas que al final de su vida pueden presumir de haber tenido una vida buena y digna. La dignidad, esa cualidad tan difícil de definir, al final es eso, el equilibrio del taburete de las edades.

La edad biológica, por el contrario, ya tiene algo de relativa, de flexible y fluctuante, aunque generalmente en nuestra contra, pues casi nunca tenemos un cuerpo más joven de lo que nos gustaría. Pero algo podemos hacer para ponerla a nuestro favor. Podemos evitar a nuestras células y órganos el castigo de los tóxicos (alcohol, tabaco, drogas) o del estrés (otra droga peligrosísima); podemos cuidarnos física y mentalmente (mover los pies, mover las manos, mover la lengua), podemos mejorar nuestra relación con el espejo mediante una cosmética equilibrada, podemos incorporar a nuestra vida una comprometida constancia en la higiene y la actividad física. La medicina también cuenta, podemos adoptar actitudes preventivas correctas, con control de la alimentación, los fármacos, las vacunas, etc., y una vigilancia médica razonable, que sea mesurada y no agobiante, que sea cautelosa, pero no aprensiva.

Expliquemos que es eso de mover las piernas, las manos y la lengua. Esas instrucciones tan simples ahora cobran un significado mucho más elevado, la trascendencia de esos gestos empieza en el movimiento físico, el ejercicio gimnástico, la eficacia de la acción manual, la comunicación verbal, y acaba en el auto-cuidado, una responsabilidad individual que no solo es saludable y necesaria, sino comprometida con la convivencia y la ética.

Para mejorar esta edad también hay discursos interiores que podemos aprender y practicar. Por ejemplo, recuerdo haber oído decir a la inteligente y bella actriz Sharon Stone que “A los 20 años tienes la belleza con la que has nacido, a los 40 puedes elegir la belleza que tienes”. Elegir es una palabra que nos suena, significa lo mismo que elegancia, elegir inteligentemente, aplicando la virtud que denominamos “intelegancia”, una mezcla de inteligencia y elegancia, de mirar para adentro, qué me interesa, y para afuera, qué me conviene. Eso es la intelegancia aplicada a la manera de vivir-

Leonard Cohen Fotografía Guido Harari

Recuerdo una frase de mi abuelo cuando era viejo que he usado en otros lugares: “Teme esos días en los que los pies ya no te sirvan para caminar y no aciertes a cortarte las uñas de los pies”. Pues he aquí que ahora, muchos capítulos después de mi vida con él, que cobra una gran relevancia. Las uñas de los pies son un símbolo muy atinado de la relación entre la edad biológica y la cronológica. No tendrás problemas con ellas si has mantenido la flexibilidad y la agilidad hasta muy tarde, y en ese momento, si tú trayectoria biográfica es adecuada, si durante ella has cultivado las virtudes de la convivencia y la coexistencia, siempre podrás contar con personas que te ayuden a cortarte las uñas de los pies.

Si mantienes un decurso cronológico acorde con el biológico, puedes cambiar el envejecimiento añejo y casposo, que nos limita y afea, por un “enve-llecimiento senil saludable”. Al fin y al cabo, y permítame la paradoja, “el mejor truco para no envejecer es… mantenerse joven”. Así se hará cierto lo que dice mi amigo y admirado mentor, sabio médico y fecundo consejero, el excelentísimo Sr. jubilado, D. Eduardo Fernández-Villoria: “Mientras tengas ganas, no tendrás canas”.

Todo lo anterior confluye en la edad biográfica, lo que hemos vivido, lo que hemos hecho o desecho, lo que recibimos y lo que dejamos. Llenar la vida de vivencias y no solo de super-vivencia, es lo que compone una biografía plena. Esa plenitud dicen los sabios que es la dignidad del vivir. Tener una vida digna significa haberla protagonizado y dirigido hacia el bien, manteniendo tensa la línea de la existencia, cuidando los aspectos de la formación, el cultivo de la inteligencia mediante la cultura y de la sabiduría mediante el aprendizaje, no para ser más listos que los demás, sino para ser buenos profesionales de lo que hacemos, así sea pan o zapatos, medicina o fontanería. Pero sobre todo para ser buenos en el oficio más difícil que tenemos: vivir. Para hacerlo bien, podemos aprender de los maestros ancianos, como el longevo y sabio griego Solón, cuyo truco para mantenerse listo y ágil era “envejecer aprendiendo una cosa cada día”.

Lauri Anderson y Lou Reed Fotografía Guido Harari

Recientemente encontré una encuesta realizada por una empresa de cosméticos a mujeres españolas mayores de 50 años, esa edad tan peligrosa que da paso, oficiosamente, al climaterio y precede a la senectud. Para sorpresa se encontró que la mayoría (70%) se sienten atractivas, satisfechas con lo que han vivido (80%), hacen dieta (33%), y ejercicio físico regular (80%), y casi todas (85%) usan productos de belleza para mantenerse “jóvenes”. Estas mujeres demuestran que es posible mantener las tres edades equilibradas mediante la aplicación de tres atributos esenciales, la curiosidad, la ilusión y el interés. Ojo, he dicho curiosidad, no curioseo estéril; he dicho ilusión, no ilusionismo vano; y he dicho interés, no intereses egoístas. Es cierto que a veces no podemos evitar padecer enfermedades, o sufrir crisis biográficas, o ser víctimas de accidentes inesperados, pero incluso en las peores circunstancias, si una persona se posee a sí misma, puede conducirse con más agilidad en esas encrucijadas de la vida, pues tiene lo más importante para seguir adelante en la vida, que es la capacidad de autogobierno, que es una suma de autonomía y autocontrol.

Es cierto que para hacer todo eso a algunas personas les basta con sus aptitudes o disposiciones innatas, pero éstas con frecuencia se pierden o deterioran si no se alimentan con las actitudes y energías aprendidas que se pueden desarrollar, potenciar y mantener si se aplican las decisiones y compromisos adecuados. Estas casi siempre empiezan por los discursos interiores que nos ayudan mantener las mentes vivas y los cuerpos vivaces. La dignidad es esa tensión que aplicamos al modo de vivir, no la relajación pasiva. Un buen ejemplo es el de esas mujeres maduras que llegan las salas de conferencias y los gimnasios. Para ellas cabe la frase: La biografía no es el destino, es el camino. Son personas que se respetan a sí mismas, que se cultivan y cuidan, y en consonancia cuentan con las tres edades equilibradas. Ellas lo perciben y se sienten satisfechas, y los demás lo percibimos y admiramos, pues en definitiva la vida humana solo adquiere verdadera dignidad cuando es algo más que biología, cuando es vida con sentido, es decir con biografía.

Colofón

El taburete de las tres edades es el mejor asiento para sentarse y sentirse seguros en los difíciles trances que los humanos afrontamos a lo largo de la vida en relación con el insobornable flujo calendario. Las tres patas del taburete son cronos, bio y grafía. La vida equilibrada es una cronobiografia, que será plena si logramos aprovechar el tiempo para cultivar el cuerpo y la mente, para cuidar de la salud y la convivencia, y dejar rastro dicho o escrito de ello. Esa es la mayor dignidad de la vida humana. Y lo que luego venga, ya no es cosa nuestra.

Dario Fo. Fotografía Guido Harari

Conviene recordar que:

  • La mayor dignidad de los seres humanos es ser conscientes y responsables de nuestras propias vidas, pero su naturaleza frágil y efímera con frecuencia nos angustia, pues creemos que no podemos hacer nada para evitarlo.
  • Pero eso solo afecta a una de las tres edades que tenemos, la cronológica, que es inexorable e innegociable. Las otras dos, la de nuestro cuerpo o biológica y la de nuestra actividad o biográfica, si dependen en buena parte de nosotros.
  • El equilibrio de las tres edades es esencial para vivir bien y mantener la dignidad de ser seres humanos. Si tienes 50 años, no quieras tener una cara de 25, ni una biografía de 100, procurar equilibrarlas y serás mejor persona.
  • Para ello son esenciales los discursos interiores que podemos convertir en  actitudes vitales saludables y éticas. Aprende y repite tus propias frases interiores, como las siguientes:
    • No puedes cambiar lo que dura, pero si lo que te cunda.
    • La mejor receta para no envejecer, es… mantenerse joven.
  • Pero no te contentes con eso, actúa, vive y cuídate, mantén tensa la cuerda de la existencia y alcanzaras la mayor dignidad, la de ser persona humana. 
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