Ese mundo cuando se estaba entrando en la adolescencia y se estaba cambiando la piel y se buscaban tonos o modelos, identidades posibles en las que sentirse un poco más a salvo, más seguros, con más expectativas de prosperar o de llegar a algún sitio que se imaginaba a duras penas, como fogonazos difusos que, sobre todo, querían alejar de lo que se tenía, de las emociones de la infancia, montarse en caballos que llevaran muy lejos, donde todo tuviera otra estética y existiera otra gente y otros valores que se sintieran más libres. El cine que había que ver si se pretendía ser de cierta manera; los cine clubs que había que frecuentar; los directores que debían gustar; las películas que había que entender aunque no se entendieran o que tenían que emocionar aunque en el fondo se prefirieran otras; el mundo de las apariencias y de las militancias bastante poco elaboradas pero siempre radicales; la verdad última de los anhelos y de las sensaciones (siempre un poco irracionales) que realmente movían como querencias, que acercaban o alejaban a veces muy drasticamente de la visión previa de las personas o de los acontecimientos históricos de los que no se sabía casi nada o de los sucesos de la propia y todavía corta vida. Carlos Saura entonces, al que se percibía como un gigante que parecía poseer los secretos de todo lo que creíamos que nos faltaba, las claves de la mala educación de una postguerra que todavía nos había tiznado a través de los relatos de la mesa camilla, el que parecía tan seguro de sí mismo y además había logrado triunfar fuera, ser el amante de la hija de Chaplin que de pronto aparecía incluida en esa niebla oscura de sus películas, como una metáfora de lo que fue vencido y resultó imposible tantos años, la Ana de la libertad y el erotismo siempre amenazada por los lobos de la intransigencia y la muerte.
Las imágenes de sus películas en aquella época, vistas con menos de veinte años y no vueltas a ver. La fragilidad trágica de Los Golfos que buscaban salir de pobres y terminaban arruinados por el destino de los perdedores. La brutalidad asfixiante de La caza en la que era tan fácil identificarse con aquel chico que huía de todo eso y fascinarse con lo bien contada que estaba la historia, con la fotografía, con los actores que pertenecían a la memoria emocional de los Estudios 1 y las películas de los padres. Jose Luis López Vázquez vagando en silla de ruedas por el jardín inmenso, al final acompañado de toda la familia que le quiso arrancar un secreto evocándole su propia vida y desatando todos sus fantasmas o jugando con un tren, con cara aterida de niño en “La prima Angélica“. Ana siendo violada entre las jaras por los lobos reprimidos que tanto la odiaban y la deseaban. Las niñas bailando la canción de Jeanette y la mirada de Ana Torrent empujando la silla de su abuela hacia el panel de las fotos antiguas, como un viaje entre dos mundos conectados por la melancolía que nunca abandona del todo la vida, de canción a canción, desde “Por qué te vas” a “Ay Mari Cruz” de Imperio Argentina. Todas imágenes con un cierto tono de pesadilla, que quizá alguien tenía que expresar para que salieran fuera, y se pudieran mirar y dejaran de hacer tanto daño a alguna gente que había vivido esos tiempos pero que a mí también apetecía volver a meter en el armario y olvidar cuanto antes y pasar a otra cosa que se presagiaba en Londres o París o incluso en Madrid y que tenía otra música, otras imágenes, otra alegría.
Quizá por eso olvidé a Carlos Saura mucho tiempo y lo identifiqué casi solo con las películas que hacía esa época de mi vida, aunque sabía que seguía rodando otras que ya eran de otro estilo y las disfruté mucho, como “Deprisa, deprisa” esa magnífica historia de amor lumpen al ritmo de Los Chunguitos, “Ay Carmela” otra visión más sentimental y en clave de comedia de la postguerra, que me recordó mucho a “El viaje a ninguna parte“ de Fernan Gomez o algunas de las que dedicó al flamenco como “Carmen”, “El amor brujo” o “Sevillanas“ que producían un placer estético inmediato el contemplarlas. Lo descubrí de nuevo hace unos diez años en una exposición de fotografía (España años 50) que había expuesta en la antigua cárcel de Segovia. Esas fotos, en ese lugar, me produjeron una gran impresión: captaban un tiempo muy preciso en un blanco y negro muy contrastado que, de nuevo, me apetecía revisar ya desde otra edad y desde otra distancia. Recuerdo que leí por entonces alguna entrevista donde comentaba su afición por la fotografía, como, casi siempre, procuraba llevar una cámara para captar ese tiempo que de inmediato se convierte en pasado y que puede quedar atrapado en una foto que pueda evocarlo de alguna manera. También su forma de tomarse el trabajo creativo, siempre por gusto, buscando ese estado de flujo en el que encontraba una suerte de felicidad, buceando en distintos campos: el cine, el dibujo, la fotografía, la literatura. Siempre lleno de proyectos y tan lúcido a una edad una avanzada, lo que da tanto gusto observar, como una esperanza, cuando ya se tienen algunos años y se pretende tener una vida rica hasta el final.
Al enterarme de su muerte leo cosas sobre él y me parece que tiene una obra monumental a la vez que una vida muy llena de experiencias, de buenos e interesantes amigos y de gratos amores. Veo dos entrevistas, una de 1976 y otra de 2013 donde puede vislumbrarse como era a los 44 años quizá en su momento de más reconocimiento internacional y a los 81 años, paradójicamente más optimista y distanciado que cuando era más joven, como si hubiera integrado de forma serena los avatares su biografía y disfrutara de una vida agradable, todavía llena de proyectos y expectativas. Miro también esa foto en la que posa con Buñuel y Berlanga y pienso que los tres tienen películas que representan muy bien y de forma muy profunda la España del siglo XX. Con Viridiana, El verdugo o La caza cualquier joven podría hacerse una idea de lo que fue el mundo de sus abuelos y desde ahí introducirse a las mejores películas del cine español.
Carlos Saura que ha sabido vivir creativamente, haciendo lo que le gustaba casi hasta el último día de su vida, justo antes de darle un Goya de honor y de comenzar a rodar un documental sobre Picasso que seguro que hubiera tenido una perspectiva muy interesante, decantada por muchos años de oficio. La admiración por un hombre que supo triunfar haciendo lo que más le gustaba.