Hay que ser ciertamente osado para titular a una película rodada en Irlanda con un remedo del título de cine más justamente famoso sobre el país, The quiet man de John Ford (igualmente maravillosa y clásica es Qué verde era mi valle), pero hay que serlo todavía más, de un modo luciferino, para lanzarla al mundo en gaélico, cuando lo único que tienes entre manos es una especie de spot largo acerca de la necesidad de los cuidados. Quiero decir que el director de The quiet girl ha juntado una referencia artística incuestionable, una puesta en escena pretenciosa y una reivindicación imprescindible del feminismo contemporáneo para ver si valiéndose de ese envoltorio nos deslizaba su inanidad como si fuera la película del año. Y hay que decir que está funcionando: The quiet girl, que es un rollazo sin gracia alguna (no me quiero parecer a Boyero, no comparto especialmente el estilo Boyero), se postula para un montón de Óscars tan sólo porque se trata del producto políticamente correcto perfecto para crítica y masas, y nada más. Personalmente soy un gran consumidor -horrible palabra, digamos “aficionado”- del cine políticamente correcto, pero si esconde algo debajo, si arropa y encierra aunque sea una briznita de verdad y de talento. En The quiet girl no he encontrado más que sentimentalidad de chicle, de la que también soy partidario (pongamos Forrest Gump), pero no como único y enteramente postizo recurso. The quiet girl desearía ser What Maisie Knews de Henry James en versión cinematográfica, pero ni a Heidi llega, que es la referencia literaria explícita de la historia. El roussonianismo de Heidi tenía mucho más sentido, porque llegaba al fondo de los duros corazones de los habitantes de la ciudad, pero aquí se pierde, se dilapida, ya que el drama de la pobre niña ni se soluciona ni la enseña a ella a cambiar a los demás. La cinta es, así, a mi modo de ver, no más que una ilustración facilona y para contentar a nuestra mala conciencia de las teorías de, por ejemplo, Sara Ahmed, pero cine como tal no se puede decir que sea.
Todo es obvio y patente en The quiet girl, se podría entender -arriesgo esta afirmación- hasta vista en un idioma desconocido y sin subtítulos. El verbo “cuidar” y sus variantes substantivas y adjetivales se emplea hasta cuatro veces entre las que yo pude contar sin apenas pensarlo, para que se recalque bien de qué trata la cosa. Para colmo, en unos fotogramas finales realmente vergonzantes para el arte del cine, el director nos muestra una recapitulación de todas las bondades recibidas por la bella niña no vaya a ser que algún espectador despistado se haya olvidado de algo. Me parece estupendo que las personas o colectivos que deban incorporar el completamente relevante mensaje del imperativo de los cuidados vayan a ver esta película, tan sólo pongo en duda, ya digo, que eso sea una película propiamente hablando. Se asemeja, más bien, a un anuncio de la DGT que durase el enojoso lapso de casi dos horas. Propongo, pues, que The quiet girl se proyecte en centros de rehabilitación de delincuentes, o en centros de adopción, etc., es decir, en lugares en los que de verdad pueda tener una utilidad didáctica. Pero si lo que seriamente se ha pretendido es hacer una película para sensibilizar sobre la mala praxis de muchas familias hacia la atención y educación de sus propios hijos (algo muy real hoy por hoy, como sabe cualquier profesor de la enseñanza pública) recomiendo mejor volver a la trilogía de Bill Douglas, de 1972, que está en Filmin, que tiene tan sólo un rato más de metraje que esta y que te tira el alma al suelo y te la pisotea a base de bien. Allí, el pobre chaval no era ni siquiera una flor en el estercolero, como la protagonista de el fenómeno de esta temporada, sino que hasta él mismo era estercolero también, lo cual me temo que es más tristemente realista -pero, claro, lo de Douglas no estaba en gaélico, no estaba en más idioma que el de la tristeza…
Acudan a ver The quiet girl si quieren, naturalmente, ya que se va a hablar mucho de ella, pero sepan que es posible que les suceda eso que decían los alegres muchachos amotinados del Mayo Francés acerca de la Gioconda, eso de que la pobre había muerto vencida por el peso de un millón de miradas prefabricadas…
Amen!
Muy buen análisis, pero el cine a veces es eso, una mirada, una emoción
A menudo, sí, pero en esta ocasión no.