“(…) La Manga del Mar Menor nos ofrece una demostración singular del esfuerzo del hombre por dominar la naturaleza y convertir un desierto, hostil y olvidado, en un verdadero paraíso”.
Frase incluida en NO-DO para la promoción turística de la zona (1981)
Queda poco invierno en San Javier, Región de Murcia. Una localidad como tantas otras. Mucho sol. Bares. Venta ambulante. Asfalto. Palmeras. Extranjeros y locales, conviviendo quid pro quo. Podría ser un domingo cualquiera. Pero no lo es. Dos mujeres recogen agua en recipientes de plástico que analizarán con un kit casero. Caroline y Ángela son vecinas que, junto con otras mujeres como Almudena – quien prefiere no usar su nombre real-, se han convertido en activistas por el mar Menor. Un ecosistema frágil, herido de muerte, en el sureste de España. No es raro verlas con sus botas caminado sobre el fango. Armadas con móviles para recabar pruebas de nuevos vertidos. A Caroline, Ángela y Almudena les une su infancia en la playa, adolescencias de pipas y salitre, y ser familia de domingueros que se instalaron en aquel paraíso.
Había dunas, un camino, que entonces era de tierra. Mi abuelo se detuvo a hablar con unos pescadores. Seguramente estaban cocinando un caldero – me cuenta Caroline. Era verano. Años setenta. Desde aquella playa en La Manga se veía un azul a cada lado. El mar Menor y el mar mayor: el Mediterráneo. Caroline tenía siete años. Su familia franco-española exploraba la zona. Aún no fumaba ni había sido madre. Al anochecer su madre la arrulló en una toalla y la tapó con arena caliente. Al día siguiente, despertaría en su cama, pero su vida ya no fue la misma. Sus abuelos vendieron todo lo que tenían y se compraron una casa para pasar la jubilación. La familia se enamoró. Así de fácil – concluye. La primera vez que estuve fue dentro de la tripa de mi madre – cuenta Ángela – yo sabía que tenía que acabar aquí viviendo como fuera […] me ahogaba en Madrid […] como el mar Menor no hay nada. Yo soy autóctona – dice Almudena.
Bahía Bella. Mar de Cristal. Islas menores. Estrella de Mar. Playa Paraíso. Estos lugares fueron bautizados durante el franquismo para atraer a un turismo masivo en ciernes. En pocas décadas, conviven con otros nombres como sopa verde o mar negro. Los primeros síntomas del envenenamiento fueron inocentes: algas, medusas, oscuras al principio ‘como huevos fritos’ y luego blancas ‘las que pican’ atraídas como yonquis por los nutrientes. De pequeña yo me sentaba en la proa cuando salía a navegar con mi padre […] Luego ya me iba sola con el barquito en invierno, era mi desconexión, me quedaba a la deriva en medio del mar Menor […] A partir de 2010, yo veía que el fondo no se veía igual – dice Almudena. Es como ver crecer un niño – confirma Caroline – va pasando sin que te des cuenta.
Caroline, Ángela, y Almudena crecieron en un entorno idílico. Niñas libres que paseaban en bicicleta, se iban de excursión a la Isla Perdiguera a comer sardinas, se enamoraban, hacían y deshacían sus vidas. Me iba al cine de verano con mi abuela – relata Caroline, quien dejó su Francia natal en busca de aventuras, gracias a sus ahorros y a la ayuda de los suyos. A los 28 años, Ángela dejó su trabajo como auxiliar de transporte en la capital. Me muestra fotos con su abuela en las playas que ahora monitorea a diario. De cuando existían los balnearios. Antes no conocíamos el cieno […] andabas en el agua y veías zorros, gallinetas gobios, quisquillas, retes […] Ya no quedan tantas aves, por nuestra avaricia y nuestro mal hacer – dice Ángela. Veías las caracolillas y los pececitos – confirma Caroline.
En mi familia éramos mucho de ir de excursión. Y veíamos como cada año se edificaba más – dice Caroline. La urbanización crecía descontrolada con casas y edificios cuyas aguas residuales desembocaban en pozos ciegos. Desde los años 80, los ecologistas han avisado de los daños causados por la construcción sin control, la minería a cielo abierto, y la industria agroalimentaria que invertía en cultivos de regadío para la exportación de fruta y verdura fresca al norte de Europa. Eran años de ‘progreso’. Tomás Maestre fue uno de los promotores que se enriquecieron creando canales, dragando el mar, y trayendo arena. Ahora da nombre al puerto deportivo de San Javier.
Mientras el verano pasaba. Llegaba el otoño. El invierno. La primavera también. Y ya era verano de nuevo. Siempre hablas de los caballitos de mar, pero yo nunca he visto uno. Fue esta conversación con su hijo la que hizo que Caroline empezara a prestar atención. Y poco a poco saltaron las alarmas. En 2016, se murió el 85% de la flora marina que quedó descomponiéndose – dice Almudena. Algunas playas se siguen limpiando a diario de materia orgánica. En 2019, aparecieron tres mil kilos de peces muertos. Lloré mucho – confiesa Ángela. No fui capaz de bajar – relata Caroline – todavía me acuerdo del olor, no fui a la playa durante mucho tiempo. Mi conexión con el mar era brutal – explica Almudena – yo estaba fuera, estudiando, y una mañana me levanté llorando. De repente, una amiga que vive aquí me mandó un video donde aparecían los peces.
En 2021 ocurrió un nuevo episodio. Con mi marido fuimos corriendo cuando saltó la noticia – dice Ángela –lo pasé muy mal. Cuenta que los operarios recomendaron a los vecinos no recoger peces. Si el pescado hubiera estado fresco, hubieran estado ahí, zampando – continúa, refiriéndose a las gaviotas que se paseaban por delante de su casa. Yo siempre digo que los peces murieron para darnos visibilidad, porque justo murieron en agosto, en la zona de La Manga, en la semana de la vuelta ciclista – relata Almudena – el día de la vuelta olía a pez muerto. Por eso se consiguieron las firmas. Tras meses de recorrerse playas, calles, y pueblos; voluntarios recogieron 639.826 firmas que se llevaron de madrugada, custodiadas y a escondidas, a su destino final: Madrid, Congreso de los Diputados.
Almudena ya no se baña. Viviendo a orilla de la playa me cojo el coche y voy a otras playas para bañarme – dice Caroline. Ángela sí. Que sea lo que Dios quiera – dice cuando le pregunto si tiene miedo. El impacto económico se nota. Mucha gente trata de vender sus casas. Los turistas y locales alquilan en otras localidades. Los hoteles ‘se regalan’. Hay una sensación de abandono. En invierno no hay nada de transporte público. Tienes que reclamar para que te limpien las calles – relata Almudena. Aunque muchos vecinos solo se quejan en petit comité. Aquí se callan todo – confiesa Ángela. La gente tiene miedo a los políticos que mienten más que ven – sentencia. Está todo muy polarizado – dice Almudena – Los ecologistas culpan a los agricultores y los agricultores a los ecologistas. Pero los agricultores de toda la vida también aman el mar Menor. […] El político ha echado la culpa a los agricultores para quitarse de responsabilidades por no gestionar bien las aguas residuales. Los proyectos de los políticos son cortoplacistas y solo van a conseguir votos. Tal cual. Con sus amiguitos que solo saben poner hormigón. Porque es lo más fácil… – dice Almudena.
El origen del problema y las soluciones varían dependiendo del bar en el que estés, con quién estés hablando o de quién paga tu nómina. Una especie de La Cosa Nostra murciana, herencia de una tierra de costumbres caciquiles, que ha acabado enfrentando a los vecinos en un clima en el que florecen tensiones y conspiraciones. Se han creado dos realidades. La de un mar digno de amor y derechos, y la de un ‘charco calenturrio’, como lo describen algunos jóvenes en la actualidad; que ‘está mucho mejor que en los años noventa’, si le preguntas a un camarero de la zona; o que, ‘salvará la Virgen con un milagro’.
Ángela cuenta que conoció a Almudena y a Caroline en Facebook. Nos vimos por primera en El Molino, en la zona cero, donde se supone que los peces empezaron a morirse – relata. Para ella, sus conversaciones con otras activistas son terapia de grupo. Porque las activistas pagan un precio. El de su tiempo y el tiempo que no pasan con los suyos, la preocupación por la falta de avances y los enfrentamientos. La tristeza de la degradación. Las activistas y vecinas del mar Menor no solo viven el impacto en su salud mental. Yo tengo metales pesados en sangre. Me he hecho tratamientos naturales para bajar los niveles – confiesa Almudena. Muchas pieles se ven afectadas por reacciones dermatológicas como la urticaria y sarpullidos – continúa.
El siguiente en morirse es el Mediterráneo – afirma Ángela. Pero aún tiene esperanza. Si dejan de echarle veneno, el mar se recuperará poco a poco. Si lo dejan tranquilo de una vez […] Tiene ganas de vivir – manifiesta. Desde la sopa verde, se han discutido muchas soluciones. Van a traer técnicos y expertos de Madrid que no tienen ni idea de lo que este mar – dice Almudena – van a hacer las obras de siempre, rápido y mal. Porque tienen hasta 2026 para gastar 500 millones. Yo soy antisistema – reitera. De todas las inversiones públicas, solo 300.000 euros se dedicarán a la participación. Y es que, el mayor mal ha sido la corrupción, no hablar por miedo, por falta de información, por vergüenza; porque la culpa es algo que toca de cerca a todos los vecinos.
Pero ellas no se van. Varias veces la vida me ha dicho deja de empeñarte. Vuelve a Francia que será más fácil – dice Caroline. Ellas luchan. Yo me iba con mis hojas, y me recorría la playa para recoger firmas, sin parar – relata Ángela. Ellas se resisten. Atadas a los recuerdos. A sus casas. A los afectos. A los restos de los suyos enterrados cerca. Un arraigo a la arena, al aire, a esa agua; agua en la que los sobrinos de Almudena aún se bañan. La idea de mi madre es morir mirando al mar Menor – dice Caroline.
Los nómadas digitales siguen llegando en búsqueda de alojamiento barato y vitamina D. La vida sigue. Llega el invierno. Y la primavera. Y el verano de nuevo. Desde el 30 de septiembre de 2022, y gracias a la lucha de activistas como Caroline, Ángela y Almudena, el mar tiene personalidad jurídica, cuenta con derechos que pueden convertir la desidia en acción. Pero de fondo sigue la lucha entre la humanidad y un ecosistema que se resiste a ser dominado. El mar Menor no es la única víctima del progreso de unos pocos. Muchas de las víctimas de este ecocidio no tienen conciencia de serlo. Las injusticias siguen silenciadas. Yo era una niña rebelde – confiesa Almudena. Mis amigos me dicen ánimo que tú puedes – relata Angela. El hijo de Caroline se acerca a besar a su madre mientras hablamos a través de una pantalla.